En el Ártico el calentamiento global está incrementando la emisión de metano, un potente gas de efecto invernadero, al descongelarse el permafrost. Investigaciones en lagos cercanos a la base antártica uruguaya en la isla Rey Jorge, donde el calentamiento está causando impactos, muestran que, por ahora, podemos contar con las bacterias para que la situación no se agrave.
Estamos en una base antártica. Un equipo de investigadores se quedó durante la invernal noche que dura varios meses realizando investigaciones sobre una maravilla que ayudaría a combatir el cambio climático: una bacteria que devora con angurria gases de efecto invernadero, dióxido de carbono para ser más precisos. Bueno, la cosa no es tan extraordinaria, las cianobacterias llevan millones de años devorando dióxido de carbono y regalándonos oxígeno a cambio. De hecho, fueron ellas las grandes responsables de que la atmósfera fuera respirable para los bichos que luego conquistaríamos la tierra firme. A las plantas les gustó tanto su truco que raptaron a las cianobacterias para luego hacerse ellas famosas por la fotosíntesis. Pero volvamos a la Antártida.
Aquella misión científica tan loable y fantástica se ve opacada por la tragedia: cuando el equipo de relevo llega con el verano, toda la dotación, salvo una única y aterrada doctora, ha sido asesinada. Celos profesionales por el descubrimiento de la bacteria, que llevó a que un periódico titulara “Científico británico encuentra la clave para el cambio climático”, podrían haber tenido algo que ver con la serie de muertes inexplicables. Antes de que se alarmen, aclaremos: todo esto ocurre en la ficticia base Polaris VI donde se desarrolla la serie de televisión española The Head, de 2020.
Si bien la ficción luego se agota en el repetido recurso de intentar dilucidar quién mató a quién, hay algo allí que hace que estemos hablando de esto en la sección de ciencia. Es real que hay investigadores e investigadoras que sacrifican el calor de sus hogares para ir un tiempo a la Antártida a estudiar microorganismos que podrían aportar su granito de arena en la lucha que venimos perdiendo contra el cambio climático. Más aún que real, cercano: ¡los tenemos aquí y acaban de publicar un artículo en el que dan cuenta de lo que han encontrado!
Titulado “Diversidad y efecto del aumento de temperatura en la actividad de metanótrofos en los sedimentos de lagos de agua dulce de la Península de Fildes, isla Rey Jorge, Antártida”, el artículo lleva la firma de Diego Roldán y Javier Menes, del Laboratorio de Ecología Microbiana Medioambiental de la Facultad de Química y de la Unidad Asociada de Microbiología de la Facultad de Ciencias de la Universidad de la República, junto con el también uruguayo radicado en España Daniel Carrizo y Laura Sánchez, ambos del Centro de Astrobiología del Instituto Nacional de Técnica Aeroespacial de Madrid.
Descongelándonos
En la publicación reportan, no sólo que han encontrado bacterias que se alimentan de metano (de allí que se denominen metanótrofas) en los sedimentos de los cinco lagos que estudiaron en la isla donde está la Base Científica Antártica Artigas, sino que, en estos lagos que se descongelan durante el verano estas bacterias parecen al menos estar consumiendo el metano que se estaría liberando por ese descongelamiento. El asunto es relevante por varios motivos.
En primer lugar, el metano es un poderoso gas de efecto invernadero, mucho más que el dióxido de carbono, al menos durante unas décadas, en su involuntaria característica de retener el calor que la Tierra vuelve a irradiar hacia el espacio. Por otro lado, el calentamiento global está provocando que vastas regiones árticas y antárticas pierdan su cubierta de hielo durante más tiempo o que, en caso de zonas con hielos permanentes, se pierda hielo a un ritmo más acelerado. Con este descongelamiento y aumento de temperatura, la materia orgánica depositada en el suelo y los sedimentos comienza a descomponerse bajo la acción de microorganismos. En ese proceso se libera metano, por lo que se daría un caso de retroalimentación positiva: a más gases de efecto invernadero, más descongelamiento, más descomposición de materia orgánica, más metano y así y así.
Para colmo, como dicen en su trabajo, la Antártida marítima, donde se encuentra la base uruguaya, “se ha visto gravemente afectada por el cambio climático, siendo la zona de mayor aumento de la temperatura del aire en las últimas cinco décadas, lo que ha provocado el deshielo de vastas zonas y el retroceso de los glaciares de forma acelerada”. Ante el cambio climático, sostienen en el trabajo que “mayores emisiones de metano pueden esperarse en el futuro” en esta isla.
Los microorganismos presentes en los sedimentos de los lagos juegan un papel relevante en todo esto. Por un lado, hay arqueas metanogénicas, es decir, que generan metano. Cuando el lago comienza a descongelarse, serán las responsables de que se emita metano. En la esquina opuesta del cuadrilátero tenemos a microorganismos que consumen metano, generalmente bacterias, que justamente se denominan MOB (Bacterias Oxidadoras de Metano, pero como los anglosajones hablan al revés, en lugar de BOM les dicen MOB). En inglés mob es algo así como una pandilla, una patota mafiosa. Pero en este caso, las MOB serían las buenas de la película. O las malas que nos favorecen. “Su funcionalidad es fundamental para lograr la mitigación del metano antes de que se escape a la atmósfera”, reportan en el artículo, y eso es justamente lo que se propusieron hacer: determinar qué bacterias metanótrofas estaban en cada lago, y más aún, si al aumentar la temperatura serían capaces de devorar el metano que ello conllevaría.
Así que con el artículo leído y The Head en la cabeza, vamos a la Facultad de Química al encuentro de Diego Roldán y Javier Menes, dos de sus autores, y Valentina Machín, investigadora que acaba de terminar su maestría centrada en la otra parte de este cuento: las arqueas metanogénicas.
Poniendo los ojos en la Antártida
Ir a buscar a la Antártida microorganismos que devoran metano podría parecer antojadizo, pero no lo es en el marco de la línea que viene desarrollando Menes y que lo llevó a cobijar cual “pollitos”, como él los llama, a Roldán y a Machín, investigadores de posgrado.
“Nuestra línea de trabajo es la del ciclo biogeoquímico del metano, estudiamos cómo se transforma y se regenera el metano en el ambiente”, define Menes. “En el laboratorio de Ecología Microbiana Medioambiental ya se trabajaba previamente en gases de efecto invernadero, en cultivos de arroz, por ejemplo”, agrega.
Sin embargo, estando en la Antártida en 2018 dice que se le prendió la lamparita. “Vi que la Antártida marítima podría ser un lugar interesante para estudiar esos microorganismos que producen metano y que consumen metano, cómo se daba ese ciclo, porque era algo que ahí prácticamente no se había estudiado”, recuerda Menes. Si bien había algunos estudios sobre el metano en la Antártida continental, con sus hielos permanentes, la isla donde está ubicada la base Artigas ofrecía otras posibilidades. “Allí, en la Antártida marítima hay algunas plantas, una sola en realidad, hay musgos, hay animales y tiene un mayor movimiento de vida”, sostiene. Con más vida, más materia orgánica, algo que, como vimos, es relevante para el ciclo del metano. Por otro lado, también allí el cambio climático ofrece un marco ideal para hacer ciencia.
“Esa zona es uno de los sitios en los que la temperatura ha subido más”, afirma Menes. Roldán, el “polluelo” que tomó las bacterias antárticas que consumen metano como objeto de estudio, secunda: “En verano de 2020 se registró la máxima en esa zona, que llegó a temperaturas de entre 18 °C y 20 °C. Generalmente, ahí en verano la temperatura ronda entre los 5 °C y los 10 °C”. Y no lo dice por haberlo leído: tanto Menes como Roldán estuvieron allí en 2020. “Era una imagen bastante surrealista estar en la Antártida en remera de manga corta y no ver nieve”, agrega con la sonrisa permanente que tiene al hablar de la ciencia que hace.
Sin embargo, los sedimentos de los lagos que analizaron para este artículo no los colectaron en aquel verano caluroso de 2020. Ni siquiera estaban en la Antártida. “Otro equipo científico nos recolectó amablemente las muestras en 2019 y nosotros las procesamos acá en el laboratorio. En 2020 fueron Menes y Roldán y pudieron hacer ellos mismos los muestreos”, dice Machín con la misma alegría con que Michael Collins hablaría de la superficie lunar. Es que ella aún no ha estado en el continente helado. Tal vez en la campaña 2022-2023 pueda encontrarse cara a cara con las arqueas generadoras de metano en su ambiente natural.
Tomar las muestras, como muchas cosas en la Antártida, tiene sus bemoles. Para ello, contaron con la ayuda de los buzos del Instituto Antártico Uruguayo, a quienes agradecen en el artículo científico. “El apoyo de la dotación de la base es fundamental para nuestra investigación”, reafirma Menes. Porque, más allá de que la temperatura haya subido, meterse en esos lagos tiene sus desafíos. Roldán señala que el agua de los lagos Kitezh, Long, Mondsee, Slalom y Uruguay, el más próximo a la base Artigas, andaba por los 6 °C aun en aquel caluroso 2020.
Tus desechos, mi alimento
Bien, en verano los lagos de la isla se descongelan. Con el calentamiento global eso puede suceder antes, por más tiempo o con mayor intensidad. Y entonces las arqueas que generan metano parecen estar a sus anchas. “Las arqueas metanogénicas no pueden consumir la materia orgánica ellas mismas, necesitan de un complejo consorcio microbiano que degrada la materia orgánica en condiciones anaerobias y aportan los sustratos para las arqueas, como el hidrógeno, el acetato o el metanol”, dice Machín.
Con las muestras obtenidas tanto en 2019 como en 2020, Machín realizó su tesis de maestría, titulada Metanogénesis en lagos de la Antártida marítima, que seguramente dará lugar también a un artículo científico. Sometiendo a los sustratos a distintas condiciones de temperatura en el laboratorio (de entre 5 °C y 20 °C) pudieron ver qué pasaba. “Observamos que a mayor temperatura teníamos más actividad, más producción de metano”, señala Machín. Y vieron algo que les llamó la atención: “Las arqueas metanogénicas que estaban allí produciendo metano posiblemente fueran psicrotolerantes, es decir, no necesitan frío necesariamente para producir metano sino que son más mesófilas, más de temperaturas cercanas a los 15 °C a 20 °C”, señala. “Por lo tanto, un aumento de la temperatura en este ecosistema tendría un rol fundamental en el aumento de producción de metano, porque le estaríamos dando las condiciones óptimas, ya que, además de que aumenta la descomposición de la materia orgánica, tendrían una temperatura óptima para crecer y producir metano”, sostiene.
Es como tener un trozo de carne en el freezer. Si se rompe la heladera, la actividad de los microorganismos que estaban contenidos por el frío aumenta y la carne se empieza a descomponer. Bien, debido al calentamiento del planeta, se está comenzando a estropear ese freezer que es la Antártida, por lo que se prevé una mayor tasa de liberación de metano, que no es antropogénico en el sentido de que no lo generamos nosotros, pero que sí es consecuencia de un deshielo del que sí somos responsables.
“Esa es la preocupación que existe en Siberia con el permafrost”, dice Menes, que hace una aclaración: “En esos lugares del norte que se están descongelando hay grandes depósitos de materia orgánica y se está comprobando que hay una liberación acelerada de metano. En la Antártida no hay grandes depósitos de materia orgánica, porque son ecosistemas que no tienen en su pasado grandes restos de vegetales o animales, son ambientes oligotróficos”, dice, y por eso afirma que estudian ese ecosistema, “no por el peligro que la Antártida representa como fuente de metano, sino para saber qué pasa con estos microorganismos y ver si ocurre lo mismo que con los microorganismos en el norte”.
No es que el norte sea su norte. Pero sí sucede que el conocimiento que tenemos de nuestro planeta padece graves sesgos geográficos. “Trabajos de este estilo en Siberia, Canadá, Alaska o Groenlandia abundan. Como en el norte hay más plata para investigar, hay más investigación ártica que antártica. La falta de recursos limita un poco el conocimiento que tenemos de lo que pasa al sur del planeta, que es igual de importante que lo que sucede en el norte”, casi que denuncia Roldán.
El estudio de estos microorganismos generadores y consumidores de metano en la Antártida no está demasiado explorado. Según dicen, los trabajos que encontraron sobre el tema podrían contarse con los dedos de una mano. De alguna manera, encontraron un nicho que no había sido reclamado por otros, y eso que en la Antártida tienen bases todas las superpotencias científicas del mundo. “Me llamó un poco la atención cuando me propuse estudiar el tema que no hubiera nadie al que se le hubiera ocurrido”, reconoce Menes.
Cuenta que hay algunos trabajos sobre metano en lagos subglaciales de la Antártida continental para los que se requirieron costosas perforaciones de varios kilómetros. “Lo curioso es que nunca hayan hecho relevamientos a nivel de la superficie, que es lo más cercano”, dice sorprendido Roldán.
Estudiar lo que pasa en un lago superficial tiene otra ventaja: sería lo primero en quedar expuesto ante el aumento de temperatura que predicen los modelos de cambio climático. Que se libere el metano que está a varios kilómetros en el fondo de un lago sería algo posterior a lo que pasaría en los lagos de la isla Rey Jorge, donde actualmente los lagos ya tienen ciclos con más y menos agua. “Así es. Esos estudios se hacen en lugares que están todo el año congelados, a diferencia de estos que se descongelan durante el verano y ahí es cuando se produciría la liberación del metano”, coincide Menes. “Como decías, se produce metano que queda conservado como en esa heladera. Lo interesante es ver qué pasa cuando se descompone la heladera, saber a dónde va, si hay alguien que se lo come antes de que llega a la atmósfera, lo que de alguna manera nos podría salvar la vida muy metafóricamente hablando. Eso es lo que estudia el proyecto de nosotros tres”, agrega Roldán. Veamos entonces qué pasa.
Quiénes estaban
Con las muestras de sedimentos de 2019 trataron de ver qué bacterias metanótrofas estaban presentes, así como qué arqueas metanogénicas. Con técnicas moleculares vieron que las bacterias devoradoras de metano se parecían a las de algunas familias ya reportadas para la ciencia. Pero al estar la Antártida tanto tiempo separada del resto de los continentes –se divorció de América del Sur hace unos 35 millones de años– esperar que allí estuvieran exactamente las mismas especies de bacterias supondría ignorar el rol determinante que juega el aislamiento geográfico en la evolución de las especies. Una vez más, la ciencia que hacemos en el sur aporta datos a un muestreo incompleto de la biodiversidad del planeta, llevado a cabo, mayoritariamente, por los países del norte.
“Descubrimos que en los lagos de la isla tenemos muchos organismos metanótrofos de la familia Methylococcaceae. A nivel de género, de las más abundantes fueron las bacterias del género Methylobacter, pero en realidad hay otras que, si bien son abundantes, no llegan a poder clasificarse a nivel de género”, afirma Roldán, quien como ya vimos en una nota previa, es un fanático de la taxonomía bacteriana y de analizar el gen 16S.
Aquí, sin embargo, el equipo debió afrontar algunos escollos. “Aislar organismos metanótrofos es muy complicado, porque al consumir metano estas bacterias generan compuestos intermediarios que pueden ser utilizados por oportunistas. Es decir, los garroneros del ambiente utilizan el metanol producido por los metanótrofos y se valen de eso para subsistir, formando un estrecho consorcio que hace que sea muy complicado el aislamiento”, explica Roldán. Pero aun así, con la metagenómica y el estudio del gen ARN ribosomal 16S pudieron avanzar. “Hasta el momento hemos enriquecido cultivos con una bacteria Methylobacter muy cercana a otra metanótrofa pero del Ártico. Si bien es una pariente cercana, es totalmente distinta”, confiesa.
Si la suerte los acompaña, y la ciencia se los permite, tal vez terminen describiendo la segunda especie de bacteria metanótrofa conocida de todo un continente. Nada mal para un país que tiene una pequeña base, en una pequeña isla de la Antártida marítima, y con científicos que están allí sólo unos pocos días del verano. Pero hay más.
“Otra cosa que nos sorprendió es que encontramos miembros de la familia Methylacidiphilaceae, del filo Verrucomicrobia, que son microorganismos asociados a altas temperaturas o fuentes termales y ácidas”, relata Roldán. “¿Qué miércoles hacen estos microorganismos en la Antártida?”, se pregunta, para responderse que “la falta de conocimiento y la falta de aislamientos dentro de esta familia, de la que hoy se conocen sólo seis miembros, hace que asociemos erróneamente un grupo a un tipo de ambiente que podría ser mucho más extendido, podrían ser más cosmopolitas”.
Los organismos que viven en ambientes extremos se denominan justamente extremófilos. Pero si estas bacterias, consideradas termófilas, debido a que tienen preferencia por las altas temperaturas, también están en la Antártida, pasarían a ser también psicrófilos, es decir, extremófilos amantes del frío, pasando evidentemente por nuestro cómodo estilo mesófilo, el de los organismos que nos revolvemos bien entre los 20 °C y los 45 °C. “Capaz existen algunos mesófilos de este filo que no han sido caracterizados”, dice Roldán, sorprendido aún por el hallazgo.
Por otro lado, también los sorprendió lo que sucedía en cada lago. “Nos llamó la atención que, a pesar de que son lagos que no están separados unos de otros por distancias muy grandes, a veces de no más de un kilómetro, fueron bastante diversos los microorganismos que había en unos y otros”, dice Menes. Cada lago tenía su perfil bacteriano propio y entre ellos apuntan a que tal vez en esto incida cómo se forma cada uno. “Algunos se alimentan más del glaciar Collins, que está en el norte de la isla, otros tienen más influencia marítima. Creemos que eso puede haber jugado un rol en la formación de esos sedimentos diferentes. Si bien al verlos parecen todos lagos similares, tienen una composición bacteriana bastante diferente”, sostiene Menes.
Pero esa diversidad no sólo la vieron en las bacterias que devoran metano. “También vimos que cada lago tenía su propia diversidad de arqueas metanogénicas por más que son lagos que están cerca, incluso cuando algunos de ellos, como los lagos Drake 1, Drake 2 y Drake 3, se conectan”, dice Machín. Aun así, los lagos tenían una diversidad muy diferente.
Y entonces... ¿se contrarrestan?
En los lagos había diversidad de arqueas que generan metano y de bacterias que lo consumen. La pregunta entonces es si, a medida que la temperatura aumenta, la actividad de unas y otras se compensa. Lo que ven con su trabajo es que así como el aumento de la temperatura favorece la generación de metano, también favorece la actividad de nuestros mafiosos (los MOB) que lo consumen. De hecho, en el artículo dicen que, “al determinar el potencial de oxidación aeróbica de metano” de los cinco sedimentos de lagos, vieron un “aumento de hasta 100 veces” entre los 5 °C y los 20 °C. A más temperatura, la actividad metanotrófica también aumentaba.
“No hay mucha información sobre qué sucede con el ciclo de metano en la Antártida, por lo que este incremento que vemos no nos permitiría por sí solo decir si mitigarían el metano generado con el aumento de temperatura”, dispara Roldán, que enseguida nos tranquiliza. “Afortunadamente, tenemos también el trabajo de Valentina, que ya está publicado en su tesis, y con base en sus datos podemos decir que la actividad metanótrofa sí podría mitigar la actividad metanogénica”.
La palabra de moda al hablar de emisiones es “neutralidad”. Lo que ven en los sedimentos de estos lagos es que la carrera entre productoras y consumidoras de metano más o menos se compensa. Al aumentar la temperatura, según los resultados de laboratorio, los lagos alcanzarían cierta “neutralidad” de metano. “Se llegaría a cierto equilibrio”, reconoce Roldán. Pero...
“Pero no sabemos a ciencia exacta que va a pasar eso en un escenario de calentamiento de la Antártida marítima”, ataja Machín. “En nuestras condiciones controladas de laboratorio hay un aumento de producción de metano al aumentar la temperatura y también un aumento en el consumo de metano. Habría cierto equilibrio, pero no podemos decir que se consumiría todo el metano que se produce”, afirma.
Es que el laboratorio, como indica la temperatura otoñal de este mayo, no es la Antártida. “Por ejemplo, Valentina usa sustratos que agrega a estos sedimentos. Uno puede decir que al aumentar la temperatura aumenta la producción de metano y también la actividad metanótrofa, pero en el laboratorio no vemos qué pasa con los microorganismos que están alrededor”, explica Roldán. “Si con ese aumento de la temperatura se empiezan a morir los microorganismos que están alrededor, capaz que los metanótrofos no son tan eficientes o los metanogénicos no producen tanto o, al contrario, producen más porque va a haber más materia orgánica disponible. Hay un equilibrio en la comunidad que puede ser frágil, porque no están solas en el mundo”, plantea.
“También lo que sucede es que en un escenario de calentamiento deberíamos ver también qué pasa alrededor en la Antártida”, complejiza Machín. “Vemos que hay mayor biodiversidad, porque al comenzar a derretirse los hielos hay mayor superficie para que crezcan musgos, hay más materia orgánica, más especies invasoras que pueden establecerse al aumentar la temperatura. Nosotros observamos este equilibrio, digamos, entre actividades en el laboratorio, pero qué pasará en la Antártida, en un par de años, cuando el calentamiento global también tenga ese efecto de que haya mayor biodiversidad, tanto animal como vegetal, no podemos saberlo. Capaz que entonces la historia es diferente. Capaz, con más materia orgánica, la actividad metanogénica no puede ser mitigada por los metanótrofos”, dice, impulsándonos a no jugarnos la ropa por las bacterias y a asumir nuestro deber de parar con la emisión de gases de efecto invernadero.
Con la cantidad de materia orgánica y la temperatura actual, el balance entre la generación y el consumo de metano estaría dando. “Pero si convertís a la Antártida en un biorreactor, el panorama puede ser otro”, complementa Roldán. “Tenés el efecto, por ejemplo, de la actividad turística. La Antártida se está volviendo un centro turístico y eso conlleva muchos riesgos”, agrega Machín. Como si fuera un zoológico con su letrero “prohibido darles de comer a los animales”, en la Antártida, ante los residuos de los turistas, habría que poner un letrero que dijera “prohibido darles de comer a las bacterias”. “Sí, que los turistas no dejen nada. Aunque no se vean, los microorganismos están ahí y tienen un potencial metanogénico”, ríe Machín.
“Además, la Antártida marítima es una zona de transición. Es una zona que estamos viendo cada vez más benévola, empiezan a entrar plantas que no estaban asociadas al bioma que estaba allí, y eso produce más materia orgánica. Capaz que la microbiota que estaba asociada ahí no da abasto para consumir esas nuevas fuentes de materia orgánica que era desconocida para ellas. Eso sería un factor a tener en cuenta en el futuro, sobre todo con el ingreso de especies exóticas”, alerta Roldán.
¿Aliadas?
Las bacterias metanótrofas están, por ahora, conteniendo el metano. ¿Pero podrían hacerlo fuera de la Antártida? ¿Podrían ayudarnos a combatir el calentamiento global? “Esa es una de las cosas que pensamos, o más bien, soñamos. Una aplicación biotecnológica utilizando estas bacterias”, confiesa Menes.
“Hacer un cultivo puro por ahora no sería posible, pero sí podrían crecer en un biorreactor”, dice Roldán. “Además, las metanótrofas no solamente tienen esta propiedad amigable con el ambiente de consumir metano sino que la mayoría es capaz de degradar muchos compuestos recalcitrantes. Las revisiones de metanótrofas muestran muchas posibles aplicaciones”, dice Menes con un brillo en los ojos. “Las tenemos en el laboratorio creciendo y podríamos intentar ver qué otras propiedades tienen”, dice Roldán, que se ve que viene pensando en el asunto.
“Como son microorganismos antárticos, para preparar la aplicación biotecnológica que fuese, no tendrías que calentarla para cultivarla o para enriquecerla, podrías trabajar a temperatura ambiente o baja, entre 5 °C y 10 °C, por ejemplo”, agrega. Muchos microorganismos que usamos son mesófilos y requieren estar cerca de los 35 °C para que trabajen bien. “Ellas entre 10 °C y 25 °C cumplen su función”, defiende Roldán.
Volviendo a la serie del inicio, le pregunto si matarían por una bacteria capaz de detener el calentamiento global. “Si la puedo patentar...”, dice tentado Roldán. Menes lo mira y pone cara de pensar seriamente en la alternativa. “No sé si se puede poner mi respuesta en la nota”, dice al borde de la carcajada. Machín parece esperar a que se ajusticien entre ellos para después ver qué hace.
Pero antes de hacer bromas con asesinatos, antes de soñar con aplicaciones, el primer paso es conocer a estos microorganismos. “Cuando ignorás el nombre de las cosas, ignorás lo que sabés de ellas. Esa frase de [Carlos] Linneo es una de mis frases de cabecera. Si no le das un nombre, no lo clasificás, no lo estudiás, no podés saber qué potencial tiene. De ahí la importancia de hacer ciencia básica”, afirma Roldán.
Artículo: “Diversity and effect of increasing temperature on the activity of methanotrophs in sediments of Fildes Peninsula freshwater lakes, King George Island, Antarctica”
Publicación: Frontiers in Microbiology (marzo de 2022)
Autores: Diego Roldán, Daniel Carrizo, Laura Sánchez y Javier Menes.