Anótenlo por allí: fuimos de los últimos países del mundo en abolir la esclavitud. Casi 300 años de tortura racista como forma de gobierno. Dicen que nuestro mar es salado porque fue inundado de lágrimas negras durante tantas travesías. Y es verdad. Antes de eso, el exterminio de la población indígena ya inauguraba una nación fundada en la violencia y el odio a la libertad. Los europeos nunca soportaron el carnaval y nunca comprendieron el cuerpo desnudo, el tiempo libre, nuestra escasa disposición al trabajo asalariado. Ellos trajeron un Dios triste para convencernos de la derrota, de la culpa cristiana, nos presentaron sus banderas y sus guerras. Ellos soñaban con una plantación, pero nosotros hicimos el carnaval.

El poder nunca tuvo otra estrategia que la de nuestro exterminio. Porque la vitalidad de nuestros quilombos, la persistencia de nuestras aldeas y sus fiestas siempre les parecieron insoportables. Cada 23 minutos, un joven negro es asesinado en Brasil. La policía brasileña es la que más mata del mundo. Brasil ocupa el quinto lugar a nivel mundial en muertes violentas de mujeres. Brasil es el país que más mata personas LGTB en todo el planeta. ¿Siguen anotando? También somos el país con la mayor cantidad de empleadas domésticas del mundo, mujeres negras que todavía limpian los inodoros y alimentan a los hijos blancos de una elite parásita que no sabe hablar en otra lengua que la del odio. No logramos hacer la transición del régimen dictatorial militar a la democracia; tenemos el vicio de no mirar hacia atrás, ignoramos todas nuestras heridas abiertas. Estamos en guerra hace 500 años y adivinen qué: nos volvimos especialistas en sobrevivir.

Cuando hablamos hoy, hablamos con la voz del pueblo negro que sobrevivió a la catástrofe de la esclavitud, nuestro particular holocausto. Nuestra voz es la voz de las mujeres negras cuya fe fue sostener una vida vivible a pesar de toda la miseria y la violencia. Hablamos con la voz de quienes fueron torturados y desaparecidos durante la dictadura; con la voz de quienes continúan desapareciendo en la periferia de las favelas. Todavía cantamos las canciones indígenas que nos recuerdan que la vida es mucho más: es tierra, es lucha y deseo. Nuestra voz es la de Marielle Franco, mujer negra que osó enfrentar el poder de todas las épocas. Es la voz de Luiz Inácio Lula da Silva, un hombre pobre que hoy duerme en la prisión como tantos otros, pero que fue lo suficientemente peligroso para ser eliminado del juego “democrático”.

Jair Bolsonaro es un casamiento arreglado entre nuestro viejo colonialismo y un nuevo delirio tropical fascista. Es una aparición que dejamos para después. Se terminó el tiempo de las metáforas, ahora estamos obligados a encarar el Brasil real, con todos sus fantasmas. No, las masas no fueron engañadas, las masas desearon el fascismo en cierto momento. Como una gran venganza, con una embriaguez colectiva alimentada por frustraciones y un gran sentimiento de impotencia, como una fuga. Según el filósofo chamán indígena yanomami Davi Kopenawa, “el pensamiento del blanco actúa como un espíritu caníbal, un espíritu xawarari que se mueve constantemente de manera descontrolada”. La necropolítica, según Achille Mbembe, no es más la biopolítica del “hacer vivir” del Estado de bienestar social, sino que ahora tenemos una declaración descarada y obscena del “hacer morir” y, por lo tanto, de la producción continua de cuerpos asesinables y de zonas de muerte.

Pero Bolsonaro y tantos otros son una fuerza reactiva. Ellos no tienen ninguna propuesta nueva, se niegan a pensar y a crear un mundo distinto. La única fuerza importante de ese movimiento es la impotencia y el resentimiento, lo sabemos bien. El “otro” de esa necropolítica somos nosotros. Una política del hacer vivir emergente del común que restituyó la posibilidad de creación de una vida colectiva a partir de las relaciones, haciendo de la diferencia ya no más el chivo expiatorio de la crisis del neoliberalismo, sino la fuerza que difumina fronteras, borrando lo que separa la vida de la política, haciendo de la existencia como un todo un terreno de batalla. Estamos bien vivos, y es eso lo que el poder no puede soportar.

Las madres que pierden a sus hijos víctimas de la violencia policial han fabricado uno de los idiomas de conexión más potentes de nuestros días: “nuestros muertos tienen voz”, repiten, narrando y actualizando permanentemente la memoria de sus hijos: lo que hacían, qué música escuchaban, qué les gustaba comer. Ellas actúan justamente contra la ofensiva del Estado y sus dispositivos autoritarios, mostrando que esos jóvenes son de verdad hijos, hermanos, maridos, que formaban parte de una trama de relaciones que también muere cuando ellos fallecen. Ellas son conectoras insistentes de imágenes, memorias; sufren y evocan el mundo de los vivos y de los muertos para expresar su lucha por justicia.

La lucha de clases hoy tiene esa imagen de las fuerzas de la muerte contra las fuerzas de la vida. Es el quilombo contra la patria blanca. Es la aldea contra el cuerpo con culpa de la plantación decadente. Es la favela contra los predios llenos de muros. Somos nosotras, mujeres, atravesando todos los miedos y poniendo nuestros cuerpos en la calle. Anótenlo: el miedo siempre estuvo del lado de ellos, nosotros permanecemos con los cuerpos desnudos, vivimos destruyendo muros, nuestra política es cuidarnos los unos a los otros, hacer fiestas y generar tumultos. Una política que asume nuestros muertos y nuestra interdependencia.

Una de nuestras mayores intelectuales negras, Conceição Evaristo, dijo un día: “Ellos hicieron los arreglos para matarnos, pero nosotros acordamos no morir”. Estamos condenados a sobrevivir, y eso es lo que importa hoy. Vivir es una tarea urgente.

Alana Morales es antropóloga, investigadora del Museo Nacional de la Universidad Federal de Río de Janeiro y militante feminista. Redactó este artículo ayer, cuando se conocieron los resultados de la elección, para la diaria._ Traducción: Natalia Uval._

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