Luis parece un narcotraficante ilustre, o un diseñador de modas egocéntrico con lentes de sol negros y una mueca solemne de la que no se podría esperar ni una sola risa. El retrato cuelga en una pared de su elegante hogar –con un vistoso tocadiscos ochentero, muebles de roble oscuro, fotos familiares, y una mesa de mármol donde descansan sus reconocimientos dorados– y lo pintó Renzo, su hijo adolescente.
Justo cuando llegamos, Renzo sale del edificio y, protegido con un tapabocas del disco de The Beatles Yellow Submarine, adivina nuestro cometido. “Vienen para acá, ¿no?” Nos saluda amable y parece mucho más sereno que su padre. Más tarde, Luis Orpi nos contará orgulloso del futuro y el talento de su hijo en las artes plásticas.
Desde hace rato está pronto y afeitado para un compromiso posterior. Deberá, como tantas veces, meterse en un estudio de televisión, abrir una puerta y hacer su magia. En este caso se trata de La peluquería de don Mateo, el clásico programa del argentino Gerardo Sofovich, ahora importado por nuestra televisión, que va los sábados a las 20.30 por Canal 10. Esta semana Luis va vestido de Oscar, un porteño amante de Uruguay, irónico y malvado, aunque envolvente y encantador como todos sus personajes.
Más tarde, en el canal, cuando le toque su turno, ingresará al estudio bailando para cambiar el clima de la pantalla antes de pronunciar una sola palabra. Sebastián Almada se dejará afeitar por Álvaro Navia (Don Mateo) y las carcajadas de los reidores darán la bienvenida al veterano actor. Luego, Luis elegirá un punto en el suelo y comenzará su show de desconcierto.
Cada una de sus performances es una clase de actuación. Con su mirada semblantea al resto de los actores, a los invitados, a los camarógrafos y a quien esté al alcance de su capacidad de conquista. Usa su texto de múltiples maneras y escucha, deja espacio para evaluar qué hacer con lo que le proponen sus colegas, y luego toma una decisión.
Es su momento, juega con una, dos palabras o una frase. “Cómo se nota que sos argentino”, le dice desafiante a Almada. Luego prueba la misma frase, con mayor intensidad, y es posible que haga lo mismo hasta que alguien se sienta desbordado, incómodo o totalmente feliz por tal grado de locura. Cuando finalmente logra su cometido, descomprime el aire riéndose de sí mismo, y quizá vuelva a amenazar. Nunca se sabe lo que va a hacer, y lleva décadas dándole vida a ese sujeto de venas a punto de explotar, pícaro y peligroso.
En otras ediciones de La peluquería... se pondrá en la piel de Emilio Chantala, un emprendedor sin garantías, o de Isabel, la madre nerviosa de Martincito. Un sábado cualquiera puede que aparezca de sorpresa con un combo de pelucas en Rumbo a la cancha, el programa de Jorge Baillo en VTV, o en su tanda comercial, vendiendo un pollo de proporciones increíbles, con un solo pequeño gesto hecho con una ceja y una comisura.
Cuando se apagan las luces, Luis sigue encendido y de buen humor. Prefiere hablar siempre con su viejo teléfono de línea y planificar todo lo que hará durante la semana. Hacer reír al otro es parte de su rutina de cada hora. Lo hace con nosotros, sin ningún otro motivo que permitirnos acercarnos a su mundo como si fuéramos amigos de toda la vida.
“Todos deberíamos hacer teatro”
Bueno, ¿qué querés saber, Federico?
Empezamos por La peluquería..., ¿te parece?
O si no, podríamos arrancar por los comienzos, para ir cronológicamente.
Antes de estudiar teatro, ¿vos ya eras así?
¡Ja! ¿Y cómo soy?
Parece que tenés siempre el humor a flor de piel.
Hay cosas, aptitudes que uno tiene, que va descubriendo en el correr de su juventud y su adolescencia. En mi caso, desde la escuela y el liceo estaba como designado para hacer este tipo de cosas. Como había uno que era el gran estudiante y otro que era el gran deportista, a mí me gustaba mucho actuar para mis amigos, incluso para profesores, organizar cosas para fin de año, armar sketches, y todo el mundo me decía: “Deberías arrancar para ese lado”. Además, tuve unos padres que me lo permitieron y me acicatearon: me decían que sí, que podía hacerlo. Imaginate que esta profesión no te da seguridad de nada, no es lo mismo decir “voy a ser arquitecto” que “voy a ser actor”. Pero el teatro no lo empecé de joven, tenía casi 29 años. Me acordaba de mi viejo y era un estímulo más para estudiar y seguir.
¿Cuántos años tenías cuando falleció tu padre?
20.
Además de la inclinación por la actuación, ¿siempre estuvo el énfasis en el humor?
Sí, siempre estuvo el humor. O sea, era un actor cómico.
¿Te acordás de la primera vez que te diste cuenta de que la gente se reía con lo que hacías?
¿Sabés que sí? Fue en la escuela y estaba acompañado de mis viejos. Tenía un enorme bonete azul en punta, muy largo, y yo era chico. Estaría en segundo, tercero, y además empecé la escuela con cinco años. Esa tarde en la escuela Beltrán –allá en Carlos María Ramírez y Yáñez Pinzón– fui ovacionado por la manera en que había actuado. Me acuerdo de haber hecho reír a toda la platea y después salir caminando contento con mis padres.
Debe ser una sensación muy intensa, ya sea la primera vez o la última, sentir que lo que hacés está funcionando.
Es un estímulo importante. Subir a un escenario y a los segundos provocar la risa es un gran acicate si el objetivo es la risa. También te podés subir al escenario a hacer humor para hacer reflexionar. Pero es muy importante recibir ese estímulo de la gente, porque es un juego de dar y recibir entre el público y el actor, continuamente. Es brutal, es mágico. A veces decís: “Pah, qué día hoy, hace frío y tengo que ir hasta allá”, o te sentís mal, pero vos sabés que vas a hacer una actuación y después te sentís mejor. Yo te digo porque empecé en 1982 y hubo varias actuaciones en estados anímicos totalmente antagónicos. Ese intercambio de energía te hace sentir feliz, vivo, contento. Quedás distinto después de subirte a un escenario.
¿En tu niñez y juventud había cosas en la radio o en la tele relacionadas con el humor a las que naturalmente les prestaras atención?
Por supuesto. Yo fui educado humorísticamente por Telecataplum. Me encantaba. Eran aquellos viernes a las nueve de la noche en Canal 12, nos reuníamos toda la familia porque era una cosa religiosa. Toda esa generación de Eduardo D’Angelo, Ricardo Espalter, Andrés Redondo, Henny Trayles, Berugo Carámbula, Gabriela Acher, Tita Vidal me marcó. A mí me gusta todo el humor. Woody Allen, Mr Bean, Benny Hill. Y de esa época en Uruguay, también tengo gran respeto por Roberto Barry; haciendo radio era desopilante. Por otro lado, seguí el cine italiano. Por más profundo o dramático que sea, siempre tiene una pizca de humor. Ahora veo muchísimo en el canal Europa Europa. Me gustan Si dios quiere, El nombre del hijo, Perfectos desconocidos y los superclásicos Il sorpasso, Cinema paradiso, Ladrón de bicicletas, Estamos todos bien, El cartero. Somos nosotros, creo que heredamos mucho de ellos.
La influencia del grotesco italiano se aprecia mucho en lo que hacés.
Claro, esa cosa extrovertida, del humor físico, cosas que solamente el italiano posee. Hacer humor es muy difícil. Cambiar el ánimo de las personas. Siempre decía el Bebe Cerminara, con quien yo estudié, que lo importante era lograr que la gente saliera de la sala de una forma distinta de como entró. O más liviano, o reflexivo, o más contento, o más amargado, pero distinto. Si no, no sirvió para nada lo que hiciste.
Me acuerdo de la vez que le contaste a Gustavo Rey en la radio cuánto te había marcado tu pasaje por el grupo Teatro Uno, con Luis Cerminara.
Empecé con él en la Alianza Francesa y me marcó para toda la vida. No solamente a nivel artístico, también a nivel humano. Un tipo muy inteligente, preparado, muy culto y con muchísimo humor. Tenía creatividad, era independiente, rebelde. Es decir, tenía un montón de condiciones. Al principio lo iba a ver como espectador. Prometeo, Tartufo, las cosas que hacía con Alberto Restuccia, mucho [Eugene] Ionesco, Las sillas, mucho teatro del absurdo, y me encantaba. Me cambió la óptica de lo que es un espectáculo y de muchas cosas. Era un tipo muy profundo.
¿Cómo era su dinámica de trabajo? ¿Era todo divertimento o era disciplinado en sus clases?
No, eran muy laxas. Tenías total libertad. Lo que hacía Cerminara era jugar a ser otro. Siempre decía que el actor tiene ese privilegio. Puede ser un vikingo o un asesino del Londres del siglo XVIII. A mí me enloquecía ir a sus clases. Eran los lunes y miércoles, de siete a nueve de la noche. Ahí jugabas a olvidarte de lo que sos, ibas a romper con todos los esquemas, a divertirte y, al mismo tiempo, a expresar lo más profundo que tiene el ser humano, con todos sus sentimientos. Pero las clases no eran para nada exigentes. La exigencia era tuya, que tenías que dejar todo en el escenario porque era tan libre y tan lúdico que te sentías bien, te hacía bien. Es más, después de esa experiencia, yo creo que todo el mundo tendría que hacer una o dos horas semanales de teatro: subirse al escenario y transformarse en otra persona. Eso eran las clases del Bebe. Podías ser el tipo más dramático, o poético, o lo que fuera. A mí me pasaba que en ese momento lo sentía como algo necesario. Ahora ya tuve bastante, pero igual sigo porque me gusta alimentarme de la risa del espectador.
Como Jim Carrey, sos un gran invitado de cualquier programa y siempre puede pasar algo diferente cuando estás al aire.
Sí, de repente uno tendría que medir. No sé. Estamos tan atados, tan acotados, que si cuando tenemos la oportunidad de hacer lo que nos gusta te fijás qué es lo que queda bien o lo que queda mal, es una locura.
A algunos humoristas o actores, salvo que estén en sus obras o programas, no les gusta que les pidan que hagan sus personajes, pero vos no tenés problema.
A mí me gusta la actuación. Si me pongo a contar todos los personajes que inventé en mi vida, son como 30 monstruitos. Y si me piden que haga uno de esos personajes cuando voy como invitado a un programa, no tengo ningún problema, porque yo en definitiva soy mis personajes. O sea que no me cuesta nada. Hago algo que soy yo mismo. ¿Qué problema voy a tener?
Quería preguntarte por tu estilo. Tiene ese rasgo bien distintivo de momentos de calma pegados a un momento de explosión.
Para mí los momentos de quiebre en el arte del teatro son fundamentales. Esos quiebres en los que voy de lo más temperamental a lo más reflexivo no lo busqué: soy así. Lo antagónico en la actuación para mí es fundamental. Es una característica que tengo, pero no hay nada de premeditado. Por eso te digo, lo que hacíamos con Bebe era libre. Nunca me dijo “mirá, ¿por qué no vas por acá?”. Te apoyaba en lo que hacías y te hacía sentir bien.
Mirando lo que estás haciendo ahora en La peluquería..., más allá del libreto, ¿cuánto hay de olfato y de intuición para poner en práctica ese mecanismo de actuación? Porque el otro actor también tiene que estar preparado.
Mirá vos, lo ves para descubrir cuándo viene la locurita. Imaginate que si en la televisión es así, en el teatro es peor todavía. La espontaneidad es mucho más profunda. Y el conocimiento con el compañero también tiene que ser mucho más profundo. Yo me siento cómodo con la gente que me sigue, y al otro le debe pasar lo mismo conmigo.
Y lo mismo te debe pasar cuando interactuás con el público.
Sí, me gusta mucho jugar con la gente. Todos somos actores y todo el mundo quiere actuar. Y a mí me encanta quebrar, y no se sabe si ahora esto es una cosa seria o es parte de una humorada, o es un absurdo, o una locura. Me fascina. La verdad es que eso sale en el momento, no voy pensando “A tal minuto hago tal cosa, y a los cinco minutos hago otra”. Depende de una cantidad de cosas. Lo que me gusta es tener el concepto de lo que hago. Hace unos años hicimos una obra escrita por Juanse Rodríguez, Chicas fugitivas. Eran cuatro viejas que querían escaparse de un geriátrico. A mí me tocó hacer de la Beba, que estaba totalmente loca. Pero resulta que no estaba loca, era la más lúcida. Hasta el final no se descubre que ella era aparentemente la más vieja pero la que tenía el pensamiento más joven. Ese tipo de obras que dicen cosas a través de la locura, del humor, de la risa es lo que me gusta hacer.
Ahí está otra de las características de todos tus personajes. Cierta locura o desborde.
Están cerca del desborde pero son reales.
¿Por qué crees que se repite esa característica?
Yo a veces saco personajes de la calle, y nadie me cree. Pero es eso, loco. No sé. Yo trabajo mucho la intuición. No tengo una gran formación.
¿Sos muy observador?
No, para nada. Lo que me gusta es algo que sigo haciendo en casa continuamente. A mi mujer y a mis hijos ya los tengo saturados, y eso que estoy cansado, viejo y me operaron del corazón... Lo que hago en el teatro lo hacía en la esquina de mi casa cuando tenía 12 años. Es lo mismo. Mis amigos se sentaban en un murito y se juntaba alguna gente y se quedaba mirando.
¿Qué era lo que hacías en la esquina?
Hacía lo que hago ahora. El tipo desaforado, la veterana, el nene, el que estaba pasado de copas, el nervioso, que luego llevé a Gastos comunes y siempre estaba tenso. Pero son personajes de la realidad. Ahora, por ejemplo, estamos todos tensos. Quizás el humor sea simplemente la exageración de algo real.
¿Cómo era aquel personaje que era un chanta y se te aparecía de repente?
¿José Luis?
¡Ese! Era de mis preferidos.
Bueno, José Luis es verdadero. Es uno de esos personajes que saqué de la realidad. No sé qué será de su vida. Ya estaba veterano en esa época y Gastos comunes se hizo en 1998. Lo conocí en un boliche en el centro y me hablaba de tal forma, con un lunfardo tan cerrado, que nunca le entendí nada.
Trabajaste mucho tiempo en la noche. ¿Qué me podés contar de esa bohemia?
Eran noches de locura total. Terminábamos la obra y nos íbamos al boliche. A mí me encantaba escuchar a esos dos tigres, Alberto Restuccia y el Bebe Cerminara.
¿Qué boliche era?
El Olmo, frente al teatro Metro. De la Alianza Francesa hasta ahí eran dos cuadras, y estaba abierto hasta tarde. Me acuerdo de que cenábamos unos capellettis a la caruso mortales. Aquellos le daban al whisky y era divino. Amanecíamos ahí y al final levantábamos los pies porque empezaban a limpiar. Pasaban el trapo y seguíamos ahí de largo.
Tuviste un infarto. Muchos de los que pasaron por eso dicen que se resignifica todo.
Y es tal cual. No es que digas “ay, ahora voy a valorar las cosas”. No, simplemente mirás a tus hijos y los besás diez mil veces más. Te sale del alma. Te volvés un tipo distinto, te lo aseguro. Y te volvés más amoroso. Antes te enojabas y le pegabas una piña al placard. Querés mucho más no a tu vida sino a la gente. Yo estoy muy agradecido con Canal 10, que me dio una nueva oportunidad; con Jorge Baillo, que fue el primero que se acordó de mí cuando salí de la internación, y me ayudó a volver a hacer lo mío. Con mi señora, que me acompañó esos 15 días que se moría, que no se moría el Orpi, y no es que le agradezca, estoy fascinado. Lo mismo con mis hijos, que no me dejaron un minuto solo. Te juro que si vos querés definir lo que te hace la operación, es que te convertís en otra persona.