El padrino de Batlle es un libro heterogéneo: intenta, por diversos medios, acercarse al enigma de la muerte del médico Francisco Ghigliani, una figura destacada del primer batllismo, que terminó asociada al golpista Gabriel Terra. Uno de esos métodos es la especulación en primera persona. “Soy Ghig. Llámenme Ghig y punto”, dice al comienzo, y resuena una de las aperturas más famosas de la literatura anglo, el “Call me Ishmael” de Moby Dick. Ghig era el seudónimo con el que el secretario de redacción de El Día firmaba algunos de sus artículos periodísticos. Además de eso, fue el primer presidente del SODRE, del Comité Olímpico y, sobre el final de sus días, un furibundo anticomunista. Un personaje intenso que, sin embargo, “no ha vuelto a ser reivindicado ni denostado. Ni calles ni biografías dan cuenta de tan compleja personalidad”.

La curiosidad parece haber sido el motivo para que Jorge Castro Vega se dedicara durante siete años a investigar sobre él. En ese lapso, además, dejó de escribir poesía, el género que desde 1982 recibía sus incursiones en la creación. “Un caso escalofriante de silencio histórico el de Ghigliani: resulta que teníamos, faltaba más, hasta un señor senador muerto en el ropero. Un señor senador que fue una estrella política de primera magnitud y que es víctima de un crimen político, práctica infrecuente entre nosotros, y parece que ese cadáver quedó instalado en un olvido de privilegio. Al mismo tiempo, es motivo o pretexto para reflexionar sobre nuestra amibosa identidad, nuestra pequeña historia, nuestros dolores de muelas”, dice Castro Vega.

Ghig es el centro, pero no la única voz de la primera parte del libro. A su monólogo (ficticio) pronunciado el día de su asesinato (11 de noviembre de 1936), se le suman los escritos (no ficticios) que el dirigente blanco antigolpista Ricardo Paseyro publicó en El País. La segunda parte del libro, narrada en tercera persona, se ambienta en 1933, en las horas previas al suicidio del ex presidente Baltasar Brum ante el golpe de Terra. El 2 de abril de 1920, el día del duelo en que Washington Beltrán es ultimado por José Batlle y Ordóñez (de quien Ghigliani ofició como padrino; de ahí el título), ocupa la tercera parte del libro. No en exclusividad: también se alternan crónicas y entreactos humorísticos en los que dialogan Brum y Luis Batlle Berres, entre otros, y que conducen, nuevamente, hacia la fecha del golpe de Estado de 1933.

Los razonamientos se superponen y se contradicen, abundan las insinuaciones y se abren las líneas cronológicas. ¿Hay analogía buscada entre forma y contenido? “Sin importar por dónde se empiece, generalmente uno termina en aquello de Bertolt Brecht: la forma es la correcta organización del contenido y está determinada por él. La multiplicidad de líneas temporales se dan cita en un espacio de escenarios móviles, terreno de complicidades colectivas, de insinuaciones, de sobreentendidos, de paradojas, de mentiras a medias y de medias verdades. Se impone lo fragmentario, lo dislocado, lo desgajado, lo roto. Además, a nuestra historia le encantan las simetrías, las reiteraciones, las verdades ampulosas y vacías, la vergüenza, los ocultamientos”, opina el autor.

Con esa estrategia, la novela dice algo sobre las figuras históricas de la época. Por caso, refuerza la idea de la excentricidad y de cierta gratuidad del gesto de Brum, muestra a Herrera como un calculador y a los batllistas, en general, como un grupo heterogéneo, y al batllismo sin José Batlle como un conjunto diverso dominado por el oportunismo y la confusión. “Muerto su padre, la heterogeneidad del batllismo deja de ser una virtud para convertirse en su debilidad, especialmente a la hora de pensarse partido de gobierno. Bajo el mismo techo se abrigaban entonces figuras como Domingo Arenas, Julio C Grauert, Baltasar Brum, Luis Batlle, Francisco Ghigliani, hombres que, unos años más tarde y casi en el nombre de los mismos postulados, estarán en trincheras antagónicas y muy difícilmente conciliables”.

A su modo, una especulación histórica, El padrino de Batlle es una serie de ejercicios sobre cómo ponerse en el lugar de diversas figuras políticas. Deducir, extrapolar, interpretar textos es tanto parte del arte de esta novela como de la carrera en leyes, y la conexión la dejó bien clara Carlos Martínez Moreno con Tierra en la boca y Coca, así como en algunos de sus cuentos, que elaboró basado en casos que debió atender como abogado. Castro Vega, también abogado, cree que “la formación jurídica habilita la lectura fluida de expedientes y su interpretación. Tal vez pase algo parecido con otros documentos aquí convocados. Ocurre, además, que la jerga forense era el ropaje habitual del discurso político de la época (basta repasar el esfuerzo que hace Ricardo Paseyro, que no era abogado, para elaborar un discurso metódico conforme a los parámetros de su tiempo). Como todo lenguaje, el jurídico involucra una organización de la percepción, una construcción de la mirada que fue la dominante en nuestra clase política hasta la primera mitad de los años 50. Tengo mis dudas de que sea una ventaja literaria”.

JGL