En las últimas semanas, la sugerencia emanada desde el Ministerio de Desarrollo Social sobre la conveniencia de no controlar las contraprestaciones de Asignaciones Familiares –especialmente la concurrencia de los niños al sistema educativo– desató una pequeña tormenta, con cuestionamientos provenientes de prácticamente todo el espectro político. Acusaciones de irresponsabilidad y de asistencialismo clientelar sobrevolaron explícita o implícitamente varias de las reacciones públicas. Sin embargo, el debate no superó la estridencia de las declaraciones periodísticas e incluyó pocos esfuerzos por argumentar seriamente las razones por las cuales las condicionalidades a un instrumento de transferencias de recursos –como es el programa de Asignaciones Familiares en sus distintas versiones– son un dispositivo relevante para alcanzar los fines últimos de las políticas públicas.

De los objetivos a los instrumentos

Un punto de partida imprescindible debería ser explicitar los objetivos de política de un programa de transferencias de recursos, cuya población destinataria son hogares en situación de desventaja o privación social. Estos programas no son una innovación reciente en las matrices de protección social y existen, con distinto alcance, desde hace mucho tiempo en el mundo desarrollado. Por ejemplo, el programa Food Stamps se aplica en Estados Unidos, a iniciativa de la presidencia de John F Kennedy, desde comienzos de la década de los 60, y constituye, hasta hoy, el principal dispositivo de la red de protección social del país destinada a compensar situaciones de pobreza. En Gran Bretaña la tradición de las políticas de transferencia se remonta a las Leyes de Pobres de comienzos del siglo XIX. En la actualidad, el programa Child Benefits opera como un ingreso básico percibido por los hogares con niños, ya sea mediante transferencias o de renuncias fiscales. Los programas de transferencias no contributivas incondicionales hacia la infancia son un dispositivo común en las redes de protección social.

Dichos programas tienen un objetivo común y nítido: compensar disparidades no aceptables en la disponibilidad de recursos que aseguren un umbral mínimo de consumo a todos los ciudadanos, en el contexto de un reconocimiento explícito de que el bienestar infantil no es exclusivamente una responsabilidad privada de los padres, sino una responsabilidad de la sociedad. Es un fin entendible y defendible desde diferentes perspectivas normativas. En particular, para quienes promueven la “igualdad de oportunidades” como marco conceptual para articular las políticas públicas –concepto para nada obvio y demasiadas veces repetido como lugar común–, un instrumento de esta naturaleza es imprescindible para asegurar que los niños crezcan en hogares con una dotación mínima de recursos, independientemente de la composición de su hogar, su entorno de procedencia o la inserción laboral de los padres. El objetivo es “nivelar la cancha” en una dimensión relevante para el desarrollo infantil –los ingresos de los hogares de pertenencia–, independientemente del desempeño en otras dimensiones.

Por tanto, los programas emergen como un dispositivo central de protección social, en particular en las etapas tempranas de la vida. Estos pueden ser universales o focalizados, a la misma vez que pueden o no exigir contraprestaciones. Aquí me centro exclusivamente en el problema de la condicionalidad, haciendo abstracción de la tensión asociada al alcance del programa. Los ejemplos mencionados anteriormente no son programas condicionados a comprobaciones adicionales, como la concurrencia al sistema educativo. La ausencia de condicionalidad es consistente con el objetivo de la política: un piso mínimo de recursos para los hogares. ¿Qué razón de fondo podría esgrimirse para no asegurar un mínimo nivel de consumo básico a los hogares con niños fuera del sistema educativo? ¿El acceso a umbrales de consumo alimentario o vestimenta es un derecho condicionado?

Transferencias y ciclo económico

Las transferencias como mecanismo de protección social deben juzgarse en función de su pertinencia y oportunidad. Pertinencia, por su aporte a la reducción efectiva de las brechas sociales reproductoras de la desigualdad. Oportunidad, en el sentido de su disponibilidad en los momentos en que los sujetos receptores enfrentan mayor riesgo real o contingente de afrontar situaciones de privación. Si el objetivo de la política es asegurar un piso ante situaciones de adversidad, su importancia es asimétrica en el ciclo económico. Las condicionalidades provocan un patrón de protección perverso: la cobertura podría ser mayor en las etapas de crecimiento económico y reducirse en desaceleraciones y crisis, aunque este patrón no siempre se cumple, en tanto las crisis conllevan la reducción de las oportunidades laborales y con ello del costo de oportunidad asociado al estudio. La vulnerabilidad implica una fuerte asociación, en particular en los sectores sociales más desfavorecidos y excluidos, entre privaciones: precariedad de ingresos, inseguridad e informalidad laboral, prevalencia de problemas sanitarios, calidad de la vivienda, acceso a bienes provistos por el Estado, en particular la educación; muestran una fuerte correlación negativa. Correlación que suele aumentar en ausencia de crecimiento económico.

En nuestras sociedades, la adversidad presenta efectos multiplicadores. Los estratos que enfrentan más privación muestran patrones de protección ante shocks económicos sustancialmente más débiles. Ya sea por informalidad laboral o por una historia de formalidad discontinua, el acceso a mecanismos como el seguro de paro se encuentra muy acotado, y otros mecanismos para suavizar el flujo de consumo típicos de estratos sociales más promovidos -ahorros previos, redes sociales y familiares con “pulmón” para sostener a un miembro de la comunidad ante adversidades transitorias– están ausentes. Se encuentra bien documentado el hecho de que, en ausencia de otras intervenciones de política, situaciones extremas de esta naturaleza hacen más complejo y costoso para los hogares preservar la concurrencia al sistema educativo de los menores. En contextos de crisis, hay hogares que pueden presentar serias dificultades para mantener a sus menores –particularmente a los adolescentes– en el sistema educativo.

Aunque la tasa de asistencia globalmente puede no variar o incluso crecer, dada la reducción de las oportunidades laborales, los hogares con más alto nivel de privación pueden no acompañar este patrón. Es un contrasentido que, justo cuando más se requiere el acceso a la protección social, el piloto automático de las políticas públicas –restringir el acceso si no se concurre al sistema educativo– termine desconectando a esos hogares del único instrumento de protección provisto por el Estado al que efectivamente pueden acceder. Para estos hogares, las políticas públicas, y por lo tanto el Estado, desaparecen justo cuando más las necesitan. No se requiere demasiada imaginación para pensar en los efectos de largo plazo que puede tener una desvinculación de esta naturaleza en contextos de alta vulnerabilidad.

El 2002 no se encuentra tan lejano como para que a los uruguayos nos cueste comprender que sería una pésima respuesta a la emergencia económica, en una crisis de tal magnitud, recortar las políticas de transferencias. Más bien, sería deseable que sucediera lo inverso: con más familias azotadas por necesidades inmediatas, más debería expandirse el programa. Esa fue, por ejemplo, la respuesta del programa Food Stamps a la crisis financiera que comenzó en 2007 en Estados Unidos: el número de beneficiarios y el monto promedio de la transferencia se incrementó con la crisis, suavizando significativamente el incremento de la pobreza. Las condicionalidades educativas no son consistentes con este patrón, constituyendo una barrera al incremento en la protección necesaria bajo recesiones.

Fines múltiples, diseño inconsistente

Perseguir simultáneamente varios fines con un único instrumento de política conlleva inexorablemente a resultados inconsistentes. Si las transferencias pretenden ser al mismo tiempo un mecanismo de protección de ingresos y un mecanismo de estímulo para asegurar la asistencia al sistema educativo, en algunos contextos o coyunturas no será alguna de las dos cosas. Quienes instrumenten la política tendrán que elegir qué objetivo priorizar y cuál resignar.

Una vieja máxima acuñada por el primer premio Nobel en economía Jan Tinbergen reza que cada objetivo de política económica requiere un instrumento de política. Utilizar un instrumento para varios fines lleva a inconsistencias en los resultados. Por lo tanto, el desafío básico en el diseño es identificar el instrumento más eficiente para cada uno de los múltiples fines de las políticas públicas.

Asignaciones Familiares es una política de larga data (1943), aunque su población objetivo y características de la transferencia monetaria han cambiado en diferentes momentos. Hasta 2004, era una transferencia percibida exclusivamente por ocupados formales con hijos a cargo. A su vez, desde la década de los 70 se introdujo un condicionamiento a la concurrencia al sistema educativo. En última instancia, la discusión sobre las condicionalidades debe dilucidarse en el plano de la explicitación de sus objetivos: ¿es un instrumento de la política educativa, vía la reducción del costo de oportunidad de enviar a los menores al sistema educativo, o es un instrumento de protección social, que asegura un piso de recursos a los hogares en situaciones de vulnerabilidad, en particular en contextos de desaceleración económica?

Ambos objetivos son necesarios y deben aparecer, priorizados, en el vector de fines de una red de protección social. Pero la conclusión es que esta matriz presenta un vacío importante: o carece de un instrumento de sostén de ingresos, o no cuenta con un dispositivo que alivie los costos asociados a la escolarización de los niños y adolescentes, fomentando desde el lado de la demanda la permanencia en el sistema y colaborando con la política educativa desde este ángulo.

Es ilustrativo del problema de la inconsistencia de atender con un solo instrumento múltiples objetivos los resultados obtenidos en un estudio del impacto de las condicionalidades en un programa de transferencias de Malawi, donde algunos grupos fueron beneficiarios de transferencias condicionales y otros de transferencias incondicionales. Las condicionalidades educativas efectivamente operaron como un incentivo a la concurrencia al sistema, pero tuvieron impactos negativos sobre otros aspectos, como el embarazo adolescente. Los perceptores de transferencias incondicionales presentaban mejores resultados en esta dimensión. La conclusión de los autores es, precisamente, que la conveniencia de las condicionalidades descansa en las características del contexto específico en que se despliega la política y en la identificación clara del objetivo prioritario.

A la luz del dilema planteado por Tinbergen –seleccionar el instrumento más eficiente para alcanzar cada objetivo de política–, la configuración de Asignaciones Familiares luego de los cambios introducidos y consolidados por el Plan de Equidad la hacen una política particularmente apta como mecanismo de protección social, al tiempo que no presenta demasiadas ventajas relativas en el incentivo a la demanda educativa. El Plan de Equidad expandió fuertemente su cobertura, alcanzando en la actualidad a cerca de 50% del total de menores de 18 años. La importancia de esta expansión como mecanismo de protección social queda en evidencia si se observa que el grado de cobertura por alguna transferencia pública en el primer decil de la distribución según ingreso per cápita pasó de algo más de 50% en 2004 a prácticamente 90% en 2012. Es un programa de alcance amplio, que sostiene un umbral mínimo de ingresos (en promedio, los hogares beneficiarios perciben unos 65 dólares) y que puede constituir un canal de transferencias mayores en contextos de recesión o crisis, en tanto implica un mecanismo de conexión directo y aceitado con las políticas públicas.

A su vez, como mecanismo de incentivo a la demanda educativa, su diseño no parece el más adecuado. En primer lugar, el monto de la transferencia en sí es menguado, por lo que sus efectos directos sobre la asistencia educativa no pueden ser muy importantes. En segundo lugar, Uruguay presenta cobertura prácticamente universal en primaria; por lo tanto, la necesidad de un incentivo a la demanda en el tramo de edad que comprende la escuela pública es discutible. En este universo, el control de la contraprestación agrega carga de trabajo burocrático a Primaria, el Ministerio de Desarrollo Social (Mides) y el Banco de Previsión Social. Asumir estos costos es ineficiente para los resultados esperables. En tercer lugar, donde Uruguay sí presenta problemas serios de retención es en educación secundaria. Asignaciones Familiares brinda una transferencia mayor en la adolescencia, contemplando esta realidad. Sin embargo, su monto difícilmente permita obtener resultados de magnitud. Las evaluaciones de impacto disponibles muestran un efecto positivo, del orden de 3%, sobre la tasa de concurrencia; más que razonable para el nivel de desarrollo relativo de Uruguay. No obstante, no es claro cuánto de este efecto proviene de la condicionalidad, sino del efecto ingreso que produce la transferencia. Dispositivos de control de contraprestaciones educativas bajo esta realidad parecen desmedidos y extremadamente caros, dados los resultados esperables que arrojan evaluaciones locales y la experiencia internacional.

El país necesita un mejor instrumento de incentivo a la demanda educativa de alcance amplio, pero diseñado de forma tal que reconozca las disparidades de situaciones a lo largo del ciclo educativo que abarca la formación en educación secundaria, que funja como una de las políticas que vayan al encuentro del grave problema de la desvinculación estudiantil. Dispositivos de esta naturaleza complementan los cambios necesarios en las características de la oferta educativa (currículas, metodologías, localización). Esos instrumentos tienen nombre: becas. Por definición, una beca es una transferencia condicionada no sólo a la concurrencia al sistema educativo, sino también a los resultados académicos. Pero los roles se revierten: mientras que bajo un esquema de protección social la transferencia es en sí el objetivo –asegurar el acceso a un piso de recursos–, en los sistemas de becas la transferencia es un medio para obtener mejores resultados educativos. El problema es que Asignaciones Familiares no puede ser un híbrido. Eso conduce a que no cumpla eficazmente alguno de los dos papeles.

Las transferencias no condicionadas tienen beneficios sociales de largo plazo

Por cierto, hay quienes argumentan que el Estado no debería realizar ninguna transferencia de recursos sin contrapartidas. La ausencia de condicionalidades generaría una dependencia del Estado de bienestar que culminaría siendo nociva para el propio desarrollo dinámico de los hogares beneficiarios. En el plano local, estas posiciones se han esbozado por lo general bajo versiones algo rudimentarias, con referencias a metáforas casi bíblicas que diferencian entre “regalar pescado” (transferencias “asistencialistas”) o “enseñar a pescar” (transferencias que obligan a optar por conductas que llevarían a lograr escapar de la pobreza, como educarse o buscar empleo).

Esta argumentación ha sido esgrimida en particular con respecto a los programas de transferencias del Mides. No obstante, hace abstracción de un hecho básico de las finanzas públicas: todos los estados realizan transferencias de recursos no condicionadas a comportamiento alguno más o menos explícitas entre ciudadanos. Esas transferencias se materializan o en un renglón presupuestal o en exoneraciones tributarias que determinan una mayor disposición final de recursos para los beneficiarios. Sólo para citar un ejemplo de este último tipo vinculado a la infancia, las deducciones por hijos a cargo del Impuesto a las Rentas de las Personas Físicas (IRPF) es una transferencia vía renuncia fiscal que realiza el Estado a los hogares con adultos padres que deben pagar el impuesto. Dos adultos, uno con hijos y otro sin hijos, que obtienen los mismos ingresos antes de los impuestos y comparten todas las restantes características salvo la paternidad, pagarán impuestos distintos: el Estado asegura una mayor disponibilidad de recursos a quienes cargan con la crianza de niños.

La Dirección General Impositiva (por suerte) no solicita a los beneficiarios de la transferencia comprobantes de concurrencia al sistema educativo. Obsérvese que la combinación actual de las políticas de transferencias a la infancia –asignaciones familiares y deducciones impositivas– conlleva inequidades, porque en el caso de las transferencias a los pobres se condiciona su acceso, mientras que no se condiciona para los estratos medios y altos aportantes del IRPF; pero también porque existen hogares con niños que no son beneficiarios de ninguno de los dos instrumentos, hogares que posiblemente se encuentren mejor que aquellos que reciben asignaciones familiares pero peor que los hogares que disfrutan la exoneración del IRPF. Un arreglo más natural podría ser alguna versión modificada de un Impuesto Negativo a la Renta –instrumento propuesto, entre otros, por Milton Friedman, poco propenso a incentivar estados de bienestar generosos– centrado en los hogares con niños; consistente en una transferencia plana por niño para todos los hogares que a su vez integren la base imponible del IRPF.

En cualquier caso, Asignaciones Familiares no es la transferencia incondicional más generosa que provee el Estado uruguayo. Si el argumento es que no deberían existir transferencias sin contrapartidas, hay varios otros lugares por donde empezar. Es poco entendible el foco exclusivo que se ha puesto en las transferencias asociadas a los hogares de menores ingresos.

Las transferencias incondicionales tienen beneficios de largo plazo

Sin embargo, existen a nivel internacional líneas de razonamiento bastante más agudas que llegan a la conclusión de que estas políticas resultan inconvenientes. En general, los escépticos sobre las transferencias incondicionales hacen hincapié en los efectos nocivos no deseados, asociados fundamentalmente a la reducción del esfuerzo laboral por parte de los beneficiarios, que llevaría a una suerte de trampa de pobreza, por la cual la dependencia de la transferencia no genera incentivos para mejorar el desempeño laboral y obtener ingresos adicionales; especialmente si estos ponen en peligro la percepción de la transferencia en función de los criterios de selección que utiliza el programa.

Es un argumento cuya constatación es esencialmente empírica, y se asocia a identificar cómo reaccionan la oferta laboral y las características de la inserción laboral ante cambios en la condición de beneficiario. En general, la evidencia internacional no muestra efectos sistemáticos para los programas de transferencias en América Latina, y en el caso particular de Uruguay, las evaluaciones de impacto no encuentran evidencia que señale una reducción de la oferta laboral. Sí se encuentra cierta incidencia negativa sobre la formalidad laboral, que debe constituir una alerta para modificar algunos aspectos del diseño, en tanto la transición a un empleo formal puede visualizarse por parte de los beneficiarios como un riesgo de pérdida de la transferencia.(5)

Sin embargo, recientemente ha comenzado a consolidarse un cuerpo de investigaciones que ponen el foco no en las consecuencias contemporáneas e inmediatas, sino en sus efectos de largo plazo sobre el bienestar de las personas a lo largo de su ciclo de vida y sobre su impacto en el crecimiento y la eficiencia económica, por medio de los cambios que inducen en la calidad de la oferta laboral de los sujetos que fueron beneficiarios de transferencias de recursos durante la infancia. La dificultad básica que explicaba la ausencia de este tipo de enfoque con anterioridad es la ausencia de información de largo alcance sobre el desempeño de las personas. El acceso a grandes bases de datos administrativas –como las provenientes de los sistemas de seguridad social o de los registros de las propias políticas de transferencias–, y su acoplamiento con encuestas longitudinales, permite hoy evaluar con precisión los impactos de largo plazo.

A título de ejemplo, estudios recientes para Estados Unidos encuentran que crecer en hogares beneficiarios de las políticas de transferencias no condicionadas produce una fuerte reducción en la prevalencia de síndromes metabólicos durante la adultez (diabetes, obesidad, hipertensión arterial, etcétera) y mejora su desempeño económico por medio del incremento en el acervo educativo y los salarios, y reduce la dependencia de las políticas públicas durante la vida activa.(6) Las transferencias de recursos en la infancia conllevan ganancias futuras de productividad y contribuyen al desempeño futuro de la sociedad. En otros términos, existen beneficios internos y externos de las políticas, con fuertes implicancias dinámicas para el funcionamiento macroeconómico. (7)

Más interesante aun es que existen evaluaciones de impacto del Plan de Emergencia que muestran resultados indicativos de posibles efectos de largo plazo de las políticas de transferencia también para Uruguay. En un artículo académico que ha recibido bastante menos atención en el debate nacional de lo que merece la relevancia de sus resultados, las investigadoras uruguayas Verónica Amarante y Andrea Vigorito, junto con dos investigadores de universidades extranjeras, Marco Manacorda, de la London School of Economics, y Edward Miguel, de la Universidad de Berkeley, encuentran que las transferencias recibidas durante el embarazo implicaron una reducción de 15% en la prevalencia del bajo peso al nacer.(8) Existe evidencia contundente sobre la incidencia de largo plazo de las condiciones de salud y crianza en la primera infancia. Es dable esperar que mejoras de esta naturaleza se traduzcan en mejores desempeños en el ciclo escolar y en el desempeño laboral. Una política de transferencias que compense desigualdades iniciales ya no se justifica exclusivamente por consideraciones de equidad: promueve la eficiencia y el crecimiento económico.

Algunas reflexiones finales

Uruguay ha registrado durante los últimos 15 años avances notables en la reducción de la pobreza absoluta de ingresos, que lo ubican en un lugar de privilegio en el contexto latinoamericano. Según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe, en 2016 fue el país con menor incidencia de la pobreza e indigencia en América Latina y el Caribe. Detrás de esta evolución favorable, se esconden disparidades etarias que se han tornado estructurales. Si se mide la pobreza mediante umbrales relativos –considerando pobre a una persona que vive con un ingreso menor a la mitad del ingreso per cápita mediano–, la incidencia de la pobreza relativa infantil y adolescente se ubica en niveles muy altos en la comparación internacional. Esto indica un problema distributivo: niños y adolescentes se encuentran más representados en los tramos inferiores de la distribución del ingreso que en la mayoría de las sociedades contemporáneas.

En el origen de esta realidad se retroalimentan múltiples causas. Una de ellas es que, en un país que no es prescindente en el plano de las políticas sociales y con un gasto público algo superior a 30% del Producto Interno Bruto (PIB), la red de protección social a la infancia ha sido más bien raquítica. Se afrontó la crisis de 2002 sin contar con ningún instrumento de protección que funcionara como colchón amortiguador: los hogares con niños tendían a estar desconectados del mercado laboral formal, no accedían al seguro de desempleo y las prestaciones no contributivas –en particular, el sistema previo de Asignaciones Familiares– tenían un alcance muy limitado. La reconfiguración de Asignaciones Familiares poscrisis mediante el Plan de Equidad, con los regímenes vigentes hoy, permite alcanzar niveles de cobertura sustancialmente más altos, tal como comentáramos anteriormente.

Plantear la necesidad de eliminar las condicionalidades no es ni irracional ni irresponsable. Es reconocer que a la red de protección social a la infancia le continúan faltando algunos ingredientes clave, como pueden ser estímulos incentivos claros a la asistencia y el aprendizaje en el sistema educativo, en especial en secundaria. Es reconocer que un programa que transfiere montos modestos de recursos no puede ser simultáneamente una malla de sostén, un incentivo a la concurrencia al sistema educativo y un mecanismo para asegurar el acceso al derecho a la salud, tal como figura en sus fines actuales. Se requiere una reconfiguración del marco normativo, una definición de nuevos instrumentos y la precisión transparente del objetivo de cada uno de ellos.

Pese a su extensa cobertura, Asignaciones Familiares es un programa pequeño, cuyo costo ronda entre 0,4% y 0,5% del PIB. El dicho popular reza que las comparaciones son odiosas. Pero en materia de políticas públicas, para identificar las prioridades efectivas que subyacen al accionar del Estado, las comparaciones son necesarias. Sólo para citar uno de los patrones más contrastantes y evidentes: el déficit de la Caja Militar es cercano a 1% del PIB. El financiamiento del retiro de un colectivo pequeño y privilegiado en materia de seguridad social cuesta el doble que el principal programa de atención a la minoridad en situación de vulnerabilidad, que atiende a prácticamente la mitad de los niños y adolescentes del país. Mucha tela queda para cortar para que niños y adolescentes resulten efectivamente priorizados en la configuración de nuestras políticas.

[1] Baird, S, Ferreira, F, Özler, B, and Woolcock, M, “Relative Effectiveness of Conditional and Unconditional Cash Transfers for Schooling Outcomes in Developing Countries: A Systematic Review”, Campbell Systematic Reviews, 2013:8.

[2] Colafrancheschi, M, y Vigorito, A, “Uruguay: evaluación de las políticas de transferencias. La estrategia de inclusión y sus desafíos”, en Rofman, R (ed.), Hacia un Uruguay más equitativo. Los desafíos del sistema de protección social, Banco Mundial, 2013.

[3] Bergolo, M, Dean, A, Perazzo, I, y Vigorito, A, “Evaluación cuantitativa del impacto de Asignaciones Familiares-Plan de Equidad”, Instituto de Economía, Facultad de Ciencias Económicas y de Administración, 2016.

[4] Ver entrevista de Florencia Antía a Carmen Midaglia sobre deducciones del IRPF, en la diaria del 5 de abril de 2016.

[5]Hoynes,H,Whitmore Schanzenbach, D, Almond D, “Long-Run Impacts of Childhood Access to the Safety Net”, American Economic Review, 2016, Vol (106)4.

[6] Aizer, A, Shari, E. Ferrie, J, Lleras-Muney, “The Long-Run Impact of Cash Transfers to Poor Families”, American Economic Review vol. 106 (4), 2016.

[7] Amarante, V,Manacorda, M, Miguel, E, Vigorito, A, “Do Cash Transfers Improve Birth Outcomes? Evidence from Matched Vital Statistics, Program, and Social Security Data”, Amercian Economic Journal: Economic Policy, 2016, Vol. 8.