Si alguien dice que los videojuegos de antes eran más difíciles, en general tiene razón. La explicación nunca es tan sencilla, pero la dificultad en los videojuegos siempre estuvo históricamente ligada a la economía. En los inicios, cuando los juegos eran parte de las famosas maquinitas o recreativas, la forma de acceder a ellos era mediante una moneda real: coloco unos pesos, me dan un número equis de vidas. Si el videojuego era muy accesible, con una moneda alcanzaba para terminarlo. La contracara era que llevaba más tiempo (y por ende, más dinero) terminar un juego si la dificultad era realmente desafiante.

Cuando nacen las consolas (como el Family), los videojuegos se mudan a los hogares y las monedas desaparecen. Pero el diseño de los juegos cambió poco y nada. La razón, otra vez, era sencilla: los cartuchos no alojaban mucha capacidad, lo que no permitía crear múltiples horas de contenido, una cuestión necesaria si se tiene en cuenta que la industria iba a ritmo de tortuga y que los videojuegos salían en períodos más espaciados. Entonces la forma de alargar artificialmente un videojuego era haciéndolo realmente difícil: cinco horas de contenido real que demorarán 45 en superarse, a la espera de que salga un título nuevo.

La cosa se complicó cuando aparecieron consolas más nuevas, potentes, con gráficos mejorados y una industria que era una panadería de juegos. El desarrollo de un videojuego se volvió muy caro, por lo que apelar al jugador hardcore de todos los tiempos no era redituable. El mercado necesitaba expandirse y llegar a los más casuales, precisaba de consumo para sostenerse. Desde allí comenzaron los esbozos de la industria actual: la posibilidad de elegir la dificultad (fácil, normal y difícil) en casi todos los juegos y un claro cambio de paradigma a la hora de diseñarlos.

En la actualidad la industria de los videojuegos se ha diversificado. Los títulos difíciles encuentran un nicho de mercado más que prometedor y juegos desafiantes como Dark Souls y Cuphead venden por millones. Esto no implica que los debates de la dificultad se hayan saldado; ahora más que nunca las discusiones sobre los límites entre lo que es un reto y lo que es injusto, qué tipo de dificultad es deseable, qué significa que un juego sea desafiante, etcétera, se mantienen constantemente.

En todo caso, la dificultad artificial del pasado producto, de sus limitaciones técnicas y su necesidad de venderse para subsistir –o ganar dinero desmedidamente– es una cuestión que se busca dejar en el pasado. El desafío en un videojuego implica llevar al jugador al límite, y darle las opciones y las herramientas necesarias para que pueda superar un reto. Pero hay muchas variables: las habilidades de los jugadores son muy diversas, existen videojuegos para cada tipo de consumidor y personas que no buscan necesariamente que este arte sea un desafío.

Los desarrolladores que tanto sufren por encontrar un equilibrio entre un título que acaricia el lomo y uno que sólo sabe castigar suelen optar por dos opciones: tomar demasiado en cuenta el crisol de jugadores dando múltiples opciones de dificultad, o en todo caso una dificultad dinámica –es decir, ver la habilidad del jugador y reaccionar acorde–, o por el contrario, colocan una dificultad única, ya que creen que es la forma correcta de disfrutar la experiencia. En cualquiera de los dos casos hay consecuencias. Tomar en cuenta al jugador puede presentar formas inferiores de experimentar un videojuego (si se priorizan opciones muy fáciles o difíciles) y pensar solamente en cómo debe ser jugado un título dejará por fuera a todo el que no sea público objetivo. Sea como sea, la actualidad nos muestra un panorama en el que hay lugar para todos.