Hace pocas semanas, el decano de la Facultad de Ciencias Económicas, Rodrigo Arim, escribió una columna en Búsqueda titulada “La desigualdad que volvió del frío”, en la que discutía cómo esta dimensión económica clave ha vuelto al centro de la discusión académica y política después de décadas de ostracismo. Rápidamente, se alzaron voces que, con calificativos como “engañoso” o hasta “peligroso” primero, y con datos de dudosa fuente y calidad después, intentaron –con poco éxito– descalificar su planteo. Se trata de reacciones que no sorprenden en virtud de la frecuencia con la que se expresan. Salvando las distancias y ciertamente a otra escala, sucedió exactamente lo mismo cuando Thomas Piketty publicó su libro El capital en el siglo XXI, que aborda justamente a la desigualdad como tema central.

Parece existir una especie de “coro negacionista” que repite una y otra vez, y en todas partes, los mismos argumentos: que la desigualdad está en realidad estable o en franco descenso, que en todo caso su incremento no sería relevante porque el problema real es la pobreza, que procurar mejorar la distribución del ingreso y la riqueza atenta contra el crecimiento económico, que este último es la única solución real al problema de la pobreza, y que a fin de cuentas poner al tema de la desigualdad en el centro de la agenda implica toda clase de peligros. La evidencia, sin embargo, terca, parece sugerir cosas distintas, o al menos llama a un análisis mucho más cuidadoso.

Al igual que con otros temas controvertidos y de alcance global, como el cambio climático, dar una discusión seria y honesta sobre la desigualdad implica, antes que nada, atender a la evidencia con la que se cuenta. En este marco, el “Informe sobre la desigualdad global” del World Inequality Lab representa un esfuerzo que explícitamente se propone aportar insumos para la discusión pública sobre las desigualdades económicas a nivel mundial. Es un informe que tiene al menos dos grandes virtudes: primero, centra el debate en dimensiones importantes del problema y, segundo, es completamente transparente en términos de las fuentes de datos utilizadas y las decisiones metodológicas adoptadas. Comentaré algunos rasgos del informe que me parecen particularmente relevantes, de modo de intentar poner en blanco sobre negro algunos puntos clave.

Un primer resultado categórico del informe y que conviene tener presente como marco general para la discusión es que la desigualdad de ingresos ha aumentado en las últimas tres décadas en prácticamente todas las regiones, así como en el mundo considerado como un todo. Es decir, el rápido ascenso de las clases medias de países como China o India no ha logrado revertir la tendencia al alza en la desigualdad a escala global. Esto es un dato relevante porque los análisis suelen centrarse en distintos países por separado pero no siempre se comparan, por ejemplo, a individuos que residen en Asia con otros que lo hacen en Europa. Estos resultados implican que, en términos de desigualdad, la salida de la pobreza de millones de personas, en particular en Asia, no fue suficiente para neutralizar el dramático incremento de los ingresos percibidos por los individuos más ricos de los distintos países.

El crecimiento económico es y debe ser, sin dudas, uno de los objetivos centrales de las políticas públicas, pero conviene no perder de vista que dicho crecimiento implica cosas muy distintas en función de dónde se encuentra uno en la distribución de los ingresos, y ese es otro de los puntos interesantes que plantea el informe. El crecimiento económico mundial de las últimas tres décadas ha sido espectacular, pero a escala global el top 1% percibió dos veces más de ese nuevo ingreso que todo el 50% más pobre del mundo.

No parece existir entonces un único crecimiento económico. En el mismo período y lugar algunos individuos pueden experimentar un crecimiento vertiginoso en su ingreso y otros el estancamiento más desesperante. Esta noción es relevante para pensar los problemas de pobreza y es el tercer punto a destacar del informe. En este se proyectan tres escenarios para 2050, uno en que los países repiten la misma evolución de la desigualdad que tuvieron en los últimos 30 años, otro en que todos los países siguen la trayectoria de relativamente menor crecimiento de la desigualdad que Europa mostró desde la década de 1980, y un tercero en que todos los países imitan la trayectoria de mayor crecimiento de la desigualdad de Estados Unidos en el mismo período. Las diferencias que estos escenarios representan en términos del ingreso promedio del 50% más pobre del mundo son dramáticas: en el escenario de mayor crecimiento de la desigualdad, el ingreso promedio por adulto de este grupo pasaría de € 3.000 a € 4.500 para 2050, pero podría llegar a ser más de € 9.000 si la desigualdad se incrementara más moderadamente. Uno y otro escenario implicarían, evidentemente, condiciones de vida radicalmente distintas para nada menos que la mitad de las personas del mundo. Logros mucho más potentes, aun en términos de la elevación de los ingresos de los más pobres, podrían alcanzarse si lográramos reducir, o al menos estabilizar, la desigualdad de aquí a 2050. Lo que parece evidente es que si parte de la preocupación refiere a la pobreza, entonces es muy mala idea descuidar qué sucede con la desigualdad.

Otro de los rasgos destacables del informe es el rol asignado a la riqueza en el análisis de la desigualdad. La desigualdad en los patrimonios o la riqueza es uno de los determinantes clave de la evolución de la desigualdad económica, pero lamentablemente es muy poco lo que todavía se sabe, incluso en países desarrollados. La poca evidencia con la que se cuenta parece sugerir que la concentración de la riqueza en el top 1% o incluso en el top 0,1% de países desarrollados se viene incrementando. Ahora bien, el informe discute no sólo la desigualdad de riquezas sino también la cantidad de patrimonios acumulados por los Estados y por privados, mostrando cómo mientras que la riqueza en manos de privados se ha incrementado notoriamente, la de los Estados se ha reducido a niveles cercanos a cero o incluso negativos (por efecto del endeudamiento) en casi todo el mundo desarrollado. Esto es relevante al menos por dos motivos. En primer lugar, dada su fuerte concentración, el incremento del nivel de riqueza en manos de privados implica mayor acumulación de activos en manos de un pequeño grupo de población y, por tanto, les otorga acceso a niveles crecientes de poder económico y político. Por otro lado, y en espejo, los gobiernos tienen cada vez menos espalda para desarrollar políticas públicas.

Por último, la insistencia con que las políticas son importantes para encauzar la evolución de la desigualdad es una constante en el informe, y nos recuerda que no estamos ante fuerzas fuera de nuestro control. Por ejemplo, se destaca que, aun partiendo de niveles de desigualdad similares en la década de 1980, Estados Unidos experimentó un fuerte incremento de la desigualdad, mientras que en el caso europeo este fue mucho más moderado, y esto se explica por las diferencias en políticas públicas y arreglos institucionales. Así, el informe se apoya en esta experiencia histórica para recomendar una variedad de políticas públicas. Una de las más destacadas es, naturalmente, la tributaria, para la que se plantea volver a esquemas más progresivos de imposición a la renta y reimpulsar la imposición al patrimonio y la herencia. Se trata, según el informe, de herramientas redistributivas de probada eficacia, que países como Estados Unidos o los europeos emplearon exitosamente entre la Segunda Guerra Mundial y la década del 80. Vale la pena recordar que en este período la tasa más alta de imposición a la renta, es decir, lo que equivaldría a la tasa del último tramo del IRPF en Uruguay (hoy en 36%), fue en promedio superior a 80% en Estados Unidos. No en la Corea del Norte de Kim Jong Un, el Estados Unidos de la década del 50, el de la época dorada del capitalismo. Ciertamente, su economía no parece haberse ido a pique por implementar un sistema de redistribución de esa naturaleza, lo que sí logró es que un mayor número de individuos pudiera disfrutar de las posibilidades que el crecimiento económico brindaba, y que no fuera a parar en cantidades desproporcionadas a manos del 1% más rico, como sucedió después de que Ronald Reagan recortara esos impuestos. Es que en el fondo, como recordaba Anthony B Atkinson en su último libro, no es ni teórica ni empíricamente evidente que una mayor redistribución implique necesariamente perjudicar al crecimiento económico. Y en última instancia, aun si así fuera, tal vez un crecimiento apenas menor pero mejor distribuido puede hacer toda la diferencia en términos del crecimiento de los ingresos que efectivamente experimenta la población, en particular si uno está de la mitad del pelotón para abajo o en la clase media. A la luz de la ya comentada evolución de los últimos 30 años, para 99% de la población del mundo hubiese seguramente sido buen negocio tener un crecimiento algo más moderado pero mejor distribuido. El informe también maneja un amplio abanico de políticas adicionales que sería importante considerar, que van desde la inversión en educación, pasando por políticas que aseguren el acceso a empleos bien remunerados, hasta políticas que promuevan la representación de los trabajadores en los directorios de las empresas (otro ejemplo no inspirado en Corea del Norte, sino más bien en la experiencia de Alemania del presente).

Uruguay no formó parte del informe y, de hecho, una de las críticas que pueden formularse es la poca información relativa a América Latina en general. Sin embargo, sabemos que, tras más de una década de incremento ininterrumpido, la desigualdad de ingresos presentó una marcada reducción entre 2008 y 2013, asociada justamente a un fuerte crecimiento económico y la puesta en práctica de políticas de distribución y redistribución efectivas. Observando las tendencias mundiales apuntadas, que en este pequeño país sudamericano la desigualdad se mueva en sentido opuesto a lo que sucede en buena parte del mundo no deja de ser un dato destacable. Pero no es menos cierto que hace ya algunos años que la desigualdad parece haber dejado de caer, estabilizándose en niveles que, comparados con países europeos, serían considerados aún muy altos. Así que tanto a nivel mundial como en Uruguay, el desafío de combinar crecimiento económico con distribución del ingreso y la riqueza debe seguir en el centro de la agenda.

El nivel de desigualdad que estamos dispuestos a tolerar como sociedad no va a surgir de ningún comité de expertos, ni será parte de las predicciones de ningún modelo teórico: es una decisión que debe ser tomada democráticamente y que refiere a cómo somos y cómo queremos ser. Si vamos a tener un debate honesto sobre estos tópicos, la discusión debería apoyarse más en evidencia y menos en prejuicios, y el “Informe sobre la desigualdad global” es un aporte en el sentido correcto.