Algunas agrupaciones de estudiantes de la Universidad de la República (Udelar) decidieron este año no apoyar a ninguno de los candidatos a rector. Fue una opción discutible pero legítima, y no incidió en el resultado final. La cantidad de abstenciones el miércoles en la Asamblea General del Claustro, cuando resultó electo Rodrigo Arim, fue menor que la diferencia entre sus 59 votos y los 44 recibidos por Roberto Markarian. Lo ilegítimo fue que un grupo de personas alineadas con esa posición decidiera instalarse en las barras del Paraninfo de la Udelar y boicotear el desarrollo de la sesión del miércoles con gritos, abucheos y cantos con consignas al estilo de las hinchadas en los partidos de fútbol, incluso cuando la votación ya había terminado y Arim intentaba decir unas palabras ante la asamblea que lo había elegido, como es tradicional en esas ocasiones.

Que ocurran incidentes como este debería preocuparnos, y no por un trasnochado elitismo acerca de lo que debería ser una reunión de universitarios. El ingreso a la Udelar crece en forma acelerada desde hace décadas, y su población estudiantil se ha hecho menos distinta del promedio del país. Hay un problema social –no sólo en Uruguay– que se manifiesta en esa casa de estudios como en muchos otros ámbitos. Avanza y se naturaliza la tendencia a convertir el desacuerdo en una negativa a escuchar, o directamente en un agresivo rechazo a que se expresen (o a que existan) quienes piensan distinto.

El martes de esta semana, Ignacio Sienra publicó una columna de opinión en el diario El País titulada “Soñar es gratis”. En ella planteaba que el Frente Amplio se quedara con la mitad del país, y en ella con “los sindicalistas, los punteros políticos, zurdos parásitos, empresarios prebendarios y [...] todos los que viven de nuestros impuestos”, para que en la otra mitad los uruguayos “que se levantan de madrugada para trabajar y pagar impuestos” pudieran vivir mejor.

Sienra dice que su texto tenía una intención “jocosa” y “picaresca”. Sea como fuere, expresaba la misma tendencia preocupante que se manifestó en el Paraninfo: la de quienes se adjudican superioridad moral, descalifican a quienes no piensan como ellos y ya viven, mentalmente, en un país aparte. También la de quienes matizan su opinión sobre los desvaríos antidemocráticos de Jair Bolsonaro porque les parece que, en la polarización que más les importa, están del mismo lado (con la misma actitud que les reprochan, acertadamente, a sectores de izquierda ante otras figuras políticas extranjeras).

Esta tendencia no es exclusiva de ningún partido (sostener eso sería sumarse a ella), pero resulta siempre reaccionaria, con independencia de lo que proclamen unos u otros.

La dimensión política de la vida social implica separar territorios, pero también construir puentes. Es conflicto, pero también cooperación. Quienes desdeñan esto nos empobrecen a todos; nos hacen menos capaces de construir juntos, de convivir, de reconocernos como semejantes, hasta de oírnos mutuamente. Y, por supuesto, contribuyen a crear condiciones para que medre gente como Bolsonaro.