El crowfunding refiere a la financiación colectiva de proyectos, usualmente por medio de plataformas digitales. El idioma español le encontró un nombre fantástico que nos permite prescindir del anglicismo: micromecenazgo.

El asunto: un individuo o un grupo de individuos sube una idea a internet, la explica de la forma más seductora posible y pide financiamiento para ella. Del otro lado, miles de personas reciben el mensaje y deciden aportar –o no– un par de dólares cada uno para que el proyecto salga adelante. El creador tiene la obligación de contar cómo avanza su idea para hacerse realidad, explicar el paso a paso y rendir cuentas claras a los mecenas que, en un acto arriesgado, decidieron apostar por algo inexistente.

El micromecenazgo carece de intermediarios financieros: es una de esas tantas iniciativas que buscan que sólo intervengan los individuos, al igual que el peer-to-peer lending (préstamo entre particulares) y tantos otros, como Uber para ir en auto, Patreon para pagarles mensualmente a artistas, Tutasa para pedir un préstamo, Bitcoin si queremos monedas sin que un banco ande por la vuelta. Las plataformas digitales vinieron para refugiarnos de terceros a costa de una carencia de regulación. No obstante, esto no implica que no haya normativas.

En Kickstarter, la plataforma de micromecenazgo por antonomasia, no todo es tan arriesgado: si el proyecto no consigue el monto que pide, no se realiza la transacción para el creador. Esto le quita presión a ambas partes; ya una inversión menor a la esperada imposibilitaría que el proyecto se lleve a cabo de la forma esperada. El problema suele venir cuando se da el caso opuesto, es decir, cuando los proyectos consiguen multiplicar la financiación que esperaban debido a la conocida viralidad de la web. En estos casos, la expectativa se sobredimensiona y lo que en su núcleo era un proyecto modesto puede terminar siendo un monstruo colosal que no sabe aprovechar la sobreinversión que recibe.

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En Uruguay hace años se aprovecha el crowdfunding como método para sacar adelante ideas innovadoras. Varios creadores optaron por estas plataformas digitales y los casos más sonados quizás sean las guitarras Loog y, más recientemente, la mesa Pong.

Las Loog guitars son guitarras diseñadas especialmente para que los más chicos aprendan a tocar este instrumento. Con tan sólo tres cuerdas y una app que permite un mejor aprendizaje, las Loog pedían 15.000 dólares para financiarse, pero la gente quedó fascinada y colocó 65.618. El éxito hizo que su creador, Rafael Atija, extendiera el proyecto para incorporar guitarras eléctricas de las mismas características, entendiendo también que no sólo los niños son el público objetivo de estos productos.

El caso de la mesa Pong es diferente pero comparte haber tenido un resultado brillante: un proyecto que en su inicio pedía 250.000 dólares, pero que gracias a 322 personas obtuvo un monto de 335.442. Con la licencia oficial de Atari en sus manos, la mesa es una versión física del juego Pong, el arcade super clásico de 1972. Además del espaldarazo de la mismísima Atari, Daniel Perdomo y su equipo lograron tener un espacio reservado en la CES 2018, la feria más importante de tecnología de Estados Unidos. Cada mesa tiene bluetooth, puertos USB, marcador de puntaje con LED y puede cerrarse para volverse una mesa normal.

Si alguien está interesado en presentar un proyecto o bien apoyar a aquellos que desee que se concreten, los sitios de micromecenazgo más conocidos son Kickstarter, Indiegogo e idea.me. Los dos primeros son de carácter internacional y se pueden ver proyectos de tamaños desorbitantes alrededor del mundo. Idea.me fue creado en Chile y se extendió a casi toda Latinoamérica, incluyendo Uruguay. La mayoría de los proyectos nacionales que buscan crowdfunding se pueden encontrar en este sitio, con un número interesante de financiaciones exitosas.