Los orígenes

El batllismo determinó gran parte de la política uruguaya del siglo XX y, en gran medida, a la izquierda. A principios del novecientos socialistas y anarquistas tomaron posición ante un fenómeno político tan nuevo como singular, y al hacerlo establecieron gran parte de sus existencias.

Hijo de su época, el batllismo buscó centralizar definitivamente el poder en el aparato del Estado, ejecutar la fase final de la construcción “civilizatoria”, construyendo el “estado social” y democrático. Había sonado “la hora social de los partidos” y la nueva sociedad, compleja y preñada de contradicciones, necesitaba de nuevas tareas para poder integrarse. Así, la alianza de clases que expresaba a la burguesía pujante y nueva, las capas medias y los sectores populares, tuvieron una expresión singular en el movimiento encabezado por José Batlle y Ordóñez. Usando la estructura del Partido Colorado buscaron darle un nuevo tono ideológico y social. “Vino nuevo en odre viejo”, repetían los jóvenes y los viejos, algunos venidos del patriciado y otros hijos de la emigración finisecular. La élite política batllista se hizo con el poder y así tuvo en el Estado poderoso y con imperium un instrumento singular. Como todos los sectores sociales, incluida la clase alta rural, lo necesitaban, todos, de alguna manera, se subordinaron al Estado, que ganó en autonomía y fue así, durante casi todo el siglo XX, el fiel de la balanza social. La élite política medró, sin duda, pero también operó hacia la transformación social. Y lo hizo con éxito. Mientras el batllismo buscaba hacer del Uruguay “un laboratorio de leyes” como soñó Domingo Arena, o un “Estado social”, un “paisito con leyecitas adelantaditas”, como sugería Batlle y Ordóñez, para ello buscaron y promovieron el acercamiento con las izquierdas de la época.

Unos, como José Serrato –promotor entonces del socialismo de Henry George- creían que el ascenso social permitiría que “el obrero de hoy sea el patrón de mañana”. Otros, más realistas, sostenían que la sociedad debía cambiar profundamente para lograr la justicia. Batlle y Ordóñez cuestionaba radicalmente el latifundio y el conservadorismo y sostenía la alianza o amparo a las izquierdas en el entendido que las ideas que hoy parecen utópicas, mañana podían ser realidades confirmadas, como lo demostraba la historia desde 1789. No sólo el amparo al anarquismo para la fundación de la Federación Obrera Regional Uruguaya (FORU) en 1905 o la orden de Pedro Manini Ríos a los electores sobrantes de votar por los socialistas en 1910 o el voto de Frugoni a Batlle para Presidente de la República, demuestran el vínculo. El hecho de que en 1911 el 70% del programa socialista fuera igual al del batllismo, da cuenta de coincidencias que van más allá de lo táctico. Mientras tanto un sector del anarquismo se jugó por respaldar y ampararse en el proyecto reformista. La crisis de 1913 cambió todo.

La grave situación inmediatamente anterior a la Gran Guerra puso al batllismo en dificultades. El retiro de capitales, el corte de los préstamos, generaron una situación de riesgo. El Banco de Londres entonces, accedió a ofrecer un préstamo leonino al gobierno de Batlle y Ordóñez, previo depósito de la mitad de las reservas de oro en las bóvedas del banco inglés. Conforme el gobierno pagara, se devolverían los lingotes. En una de las maniobras imperialistas más abyectas de nuestra historia, el Banco de Londres y el Banco Comercial, sabedores que la mitad del oro estaban en manos de los ingleses, hicieron una operación de cambio de billetes por oro que el BROU no pudo cubrir. La corrida fue monitoreada y dirigida desde Londres por teléfono, hasta que el efecto contagio comenzó a castigar a los bancos que provocaron la corrida. La crisis de 1913 golpeó al batllismo. La alianza del “circulo orista” –la crema y nata del patriciado- con el Imperio Británico frenaron al reformismo. Luego la crisis social hizo el resto. Se disparó la desocupación, la miseria, la inflación hizo estragos en las capas medias y en los sectores populares. Si bien el gobierno buscó contrarrestar la caída radicalizando su propuesta social y política, poco pudo hacer en realidad. El reformismo mostró sus límites y quedó en evidencia que, además, fue más lo que “amenazó” que lo que hizo.

La “alianza”, llamémosla así, con la izquierda se fracturó. El anarquismo, renacido y con nuevos bríos rompe con el batllismo y se radicaliza. El socialismo creyó ver demostrada su tesis del inevitable “aburguesamiento” de la propuesta y el partido de Frugoni giró más a la izquierda. La derrota electoral del 30 de julio de 1916 –el estreno del voto universal y secreto masculino- dio cuenta del “freno” que una sociedad en crisis ponía al experimento reformista. Poco después, como consecuencia de esta radicalización y del impacto de la Revolución Rusa, la izquierda se fracturó, con la creación de la Unión Sindical Uruguaya (USU) en el anarquismo en 1923 y con la fundación del Partido Comunista en 1921. Desde entonces, hasta la muerte de Batlle y Ordóñez el 20 de octubre de 1929, el diálogo con la izquierda no se recompuso. El nacimiento de un ala marxista dentro del batllismo, la Agrupación Avanzar de Julio César Grauert atizó aún más las contradicciones dentro de la izquierda y con el Partido Colorado.

Después del batllismo

La dictadura de Gabriel Terra –un batllista- colapsó definitivamente las posibilidades de marchar juntos. Un anarcosindicalismo en decadencia y cercano a su final, un comunismo ultra radicalizado y un Partido Socialista renacido, pero débil, centrado en la figura de Frugoni, no eran aliados atractivos. Asimismo, el fraccionamiento del batllismo, divido entre los hijos y el sobrino del fundador, caudillos locales, la Agrupación Avanzar, mayoritaria pero maniatada a la tradición, no habilitaron la formación del Frente Popular, ese ensayo unitario de 1938 que las dirigencias tradicionales se apuraron en abortar. Así, la salida del terrismo de la mano del General Arquitecto Alfredo Baldomir, recompuso la unidad colorada, realineada por las opciones antifascistas que presentó la Segunda Guerra Mundial y el “golpe bueno” del 21 de febrero de 1942 donde el herrerismo quedó al margen transformado en anatema. Al socialismo la rechinaba la recomposición entre los antiguos terristas y los batllistas, de manera que, crítico, se paró en la vereda opositora desde el inicio. Los comunistas, abrazados por completo a la causa aliada –o sea, la causa de la URSS- apoyó a Baldomir sin matices, a pesar de que el amor no fue correspondido. La Guerra Fría, desde 1948, pondría las cosas en su sitio otra vez, y el Partido Comunista, con sus sindicatos, volvería a la lucha social. La muerte de Stalin y la caída de Eugenio Gómez abrió otra etapa en el PCU. La nueva dirección liderada por Rodney Arismendi recogió los frutos de lo sembrado en la década de 1940, transformando al comunismo uruguayo no sólo en su accionar político y social, sino en su incidencia cultural e intelectual. Esa intelligentsia calibró el viejo batllismo como expresión de la burguesía nacional. Mientras tanto, los cambios en el socialismo con la instalación de la izquierda nacional analizaron al batllismo también como un fenómeno burgués, pero en la década de 1950 no podía tener futuro, no era una “burguesía nacional”. Mientras tanto, Real de Azúa cuestionaba el reformismo del 900 desde su peculiar óptica de “impulso y freno”, interpelando su hedonismo y su veta liberal. No de la misma forma, Carlos Quijano creía que el batlle berrismo expresaba una economía de derroche y demagogia, pero se negaba cuestionar el sistema democrático. Todo el proceso, tanto el del tío como el del sobrino, estuvo en cuestión porque el Uruguay de Batlle Berres estaba en cuestión.

Los cuestionamientos no eran pueriles. El Partido Colorado hizo con el batllismo lo habitual en los sistemas dominantes: lo integró a su imaginario como mito, quitándole los contenidos molestos. Y así, todos, desde los más conservadores a los más progresistas eran batllistas. En la década de 1960, desde Zelmar Michelini y Héctor Grauert hasta Jorge Pacheco Areco, reivindicaban la veta batllista, sin olvidar a Jorge Batlle, sobrino nieto del fundador, un liberal lizo y llano. La opción batllista, así, se degradó casi cosificándose, y perdió credibilidad en tanto el Partido Colorado se transfiguraba en muchas cosas, principalmente en un partido conservador y, por momentos, radicalmente conservador. La fundación del Frente Amplio (FA) cambió el centro de gravedad del sistema de partidos y resignificó, además, el concepto de batllismo y de reformismo social.

Luego de la noche

El Frente Amplio fue una novedad en todo sentido, tanto política como social. Su capacidad de movilización, la propuesta unitaria presentando candidatos únicos a los cargos ejecutivos, el discurso y la propuesta transversal fueron demasiado para la derecha en todas sus gamas. Pero su intención de ser síntesis histórica reivindicando el artiguismo primero, además de las tradiciones históricas y populares de blancos y colorados en sintonía con la izquierda histórica, resultó atractiva para muchos, especialmente para aquellos que tenían algo de batllismo en su imaginario, un batllismo idealizado en clave de justicia social. La fragmentación del Partido Colorado y su escoramiento hacia la derecha ayudaron mucho a que el FA ocupara ese espacio que ya no era muy creíble dentro de su partido original.

El golpe de Estado de 1973 anuló la política por siete años. En 1980 renació aquella tradición democrática y respondona, que le dio la espalda a Batlle y Ordóñez en 1916, dando por tierra el intento de los militares de institucionalizar su barbarie, tan patética como sanguinaria. Y con la inevitable apertura regresaron los partidos por sus fueros. Más prolijos y estructurados, la élite política aprendió la lección de sus errores pasados. Sin embargo, el batllismo no se reencontró consigo mismo en su partido histórico. Sanguinetti viró hacia un liberalismo que buscó domesticar la impronta batllista que aún quedaba en la sociedad. Dejar la cruz en Bulevar Artigas luego de la visita de Karol Wojtyła fue una señal muy clara acerca del rumbo doctrinario al que se aspiraba. La intención, años después, de instalar enseñanza religiosa por parte de Jorge Batlle también dejaba en claro la intención de cambio filosófico en el Partido Colorado. Un intento final y postrero al integrar a Hugo Batalla a la fórmula presidencial en la segunda vez de Sanguinetti no dio para mucho. La debacle de la agrupación del vicepresidente dejó al coloradismo, definitivamente, sin ninguna posibilidad de rescatar algún eco de la obra de Don Pepe.

El batllismo ya no existe. Su ciclo político se agotó hace mucho y los que usan su grifa fueron los encargados de agotarlo y sustituirlo por un neoliberalismo oscilante en su discurso y ramplón en su concepción. Quedó en el imaginario colectivo la idea de democracia con justicia social, liberalismo radical con gotas jacobinas, donde el ascenso social y la igualdad de oportunidades forman parte de la cultura nacional. Quien exprese esas opciones con el agregado del inevitable toque anticlerical, o por lo menos laico, y una defensa firme del Estado como agente económico y social, tendrá una parte de esa herencia; pero sólo una parte, el batllismo como se concibió hace más de un siglo dejó su impronta igualitaria, sin duda, pero en el siglo XXI implica otros desafíos. A pesar de su final, el batllismo sigue siendo una referencia y un buen punto de partida.