La ex presidenta de Chile Michelle Bachelet está adquiriendo una significativa proyección regional por su actuación como alta comisionada de las Naciones Unidas para los derechos humanos.

Bachelet dio a conocer en julio un informe sobre la situación de Venezuela, que recoge los resultados del análisis de documentos y de cientos de entrevistas, realizadas por funcionarios del organismo que preside y también por ella misma, quien se reunió con dirigentes del oficialismo y de la oposición, así como con autoridades estatales, representantes de organizaciones sociales y muchas otras personas. Las conclusiones señalan problemas gravísimos, y les brindaron a muchas figuras de la izquierda latinoamericana una oportunidad para adoptar posiciones críticas o de condena al gobierno de Nicolás Maduro.

Las referencias a ese documento en medios de comunicación incluyen con frecuencia grandes tergiversaciones (una de las más gruesas se refiere a lo que dice sobre la posibilidad de ejecuciones extrajudiciales), pero el informe es serio y contundente.

El miércoles de esta semana, Bachelet expresó en Ginebra su preocupación por la “reducción del espacio cívico y democrático” en Brasil, debido a los ataques (incluso letales) contra defensores de los derechos humanos y a que se restringe el trabajo de organizaciones de la sociedad civil. También lamentó el aumento de la cantidad de muertes causadas por policías en ese país, y el predominio entre las víctimas de personas negras y pobres, así como el “discurso público que legitima las ejecuciones sumarias” y niega los crímenes de la dictadura, la persistencia de impunidad y el empeño gubernamental en facilitar la posesión de armas.

Con su tarea, la alta comisionada de las Naciones Unidas para los derechos humanos nos recuerda que esos derechos son los de cualquier persona, y la obligación de respetarlos le corresponde a cualquier gobierno.

La cancillería brasileña expresó que la alta comisionada debería “concentrar sus esfuerzos” en situaciones como la de Venezuela. Lo notable es que no lo hace (a diferencia del secretario general de la Organización de Estados Americanos, Luis Almagro). Que cuestione a gobiernos con orientaciones tan distintas no la ubica, por supuesto, en ese presunto “justo medio” que en Uruguay nos gusta tanto reivindicar, pero sí muestra que toma su tarea con seriedad, lo que la hace ganar credibilidad.

Bachelet no es irreprochable; sus dos gobiernos en Chile dejaron avances trascendentes, pero tuvieron también sombras, incluso en el terreno de los derechos humanos. La cuestión es que ahora nos recuerda algo básico: esos derechos son los de cualquier persona, y la obligación de respetarlos le corresponde a cualquier gobierno.

Se trata de un mensaje que a gran parte de la izquierda le ha costado históricamente asimilar, y que aún es despreciado por gran parte de la derecha, especialmente por sus versiones contemporáneas “antiglobalistas” (como las que representan Bolsonaro y Donald Trump), al tiempo que numerosos gobiernos se declaran exentos de obligaciones en este terreno, invocando la diversidad cultural. Motivos todos para valorar lo que está haciendo la alta comisionada.