Los floridenses están reacomodándose. Los admiradores de Nilson Viazzo –o Nilson a secas nomás– intentan volver a la normalidad después de la euforia que arrancó la madrugada del martes, cuando Nilson ganó Masterchef, y continuó la noche del miércoles, la de su arribo a Florida cortejado por una multitud en las calles y seguido por cerca de un kilómetro de vehículos que no paraban de tocar bocina y hacer cambio de luces.

Los que, aun con simpatía hacia la estrella del momento –pero sin televisión y huérfanos de Masterchef, como quien esto escribe–, hemos seguido a distancia el fenómeno, andamos anonadados y repletos de interrogantes. ¿Será la necesidad de trasladar la admiración hacia un referente pero sin que implique un compromiso puntual? ¿Será la necesidad de festejar? ¿O la de arrimarnos éticamente a una imagen que concentra una serie de valores que son todo lo que está bien pero de los cuales solemos estar lejos en la práctica? ¿Nos ayuda entonces la celebración de Nilson a redimir nuestras culpas? Como sea, él no tiene la culpa, y hasta parece que uno lo ve pidiendo permiso para poder bajar el perfil un rato.

Conductores radiales que ante temas complejos prefieren basarse en intuiciones, afirmaron que la cosa es digna de ser analizada por algún especialista en, por ejemplo, ciencias sociales. No lo hicieron, pero había bastante material.

La algarabía en las redes sociales, de niveles similares a la generada por los de los partidos más importantes de la selección uruguaya en el último lustro. La celebración comparable a la mayor gesta deportiva albirroja de las últimas décadas (el Campeonato del Interior de 1990). El abrazo interminable en la vuelta barrio a barrio recorrida por la caravana que tenía en su cabeza a Nilson levantando los brazos desde la caja abierta de un camión utilitario (como los principales líderes políticos durante el fervor de la recuperación democrática). La gente acercándole niños casi como para que los bendijera. Los vendedores de vinchas con su foto y su nombre en letras enormes. La bandera de Florida entregada por las autoridades de la intendencia. La visita a San Cono, punto ineludible de celebración para una comunidad muy dada a la iconodulia. Las transmisiones especiales de los medios locales. Los veteranos filmándolo con sus Ibirapitá. Los rumores de ofrecimientos políticos. Y el cartel que aún lo viva en el liceo de su pueblo, Mendoza. Todo ha empequeñecido cualquier ucronía con pretensiones hilarantes que se haya compartido en la semana previa, cuando algo así podía resultar impensable.