Icónico por sus papeles en el cine y la televisión argentinas, Gerardo Romano se ha convertido en un actor incansable y asociado al gesto transgresor, que a lo largo de los años ha sido aplaudido, admirado o censurado, tanto por sus arriesgados papeles como por sus aventuradas declaraciones políticas. Ahora vuelve a Montevideo con una obra que promete no menos polémica: Un judío común y corriente.
En medio de una ronda de entrevistas para promocionar su nueva obra, que estará en cartel en la sala Nelly Goitiño del jueves 18 al domingo 21, Romano conversó con la diaria: esta vez, el argentino vuelve al unipersonal después de recordados trabajos como Sexo, drogas y rock & roll y A corazón abierto, y lo hace de la mano del dramaturgo y cineasta Charles Lewinsky.
Un judío común y corriente plantea el conflicto al que se enfrenta un judío que vive en Alemania cuando un profesor de ciencias sociales lo invita a un liceo para que se encuentre con alumnos, quienes, después de estudiar el Holocausto, quieren conocer de cerca a un judío. Así, el protagonista plantea la situación que viven los judíos fuera de Israel, además de reflexionar en torno a las tradiciones, el conflicto entre Israel y Palestina, el antisemitismo y las religiones.
A Romano, los años le demostraron que un gesto sincero puede, en escena, dar más que el mejor efecto. Y por eso apuesta por trabajos auténticos; si no, “da lo mismo que el arte exista o no”, porque “la función del arte es desnudar el poder, o al menos desnudar el poder injusto”, dice. A su manera, una definición del oficio.
¿Seguís siendo abogado y militante antes que actor?
Diría que abogado antes que actor no, pero militante, seguro. Se actúa para ser militante. Viste cuando a Marlon Brando le quisieron dar un Oscar: lo rechazó, solidarizándose con el maltrato a los pieles rojas [por parte de la industria cinematográfica y la televisión], y eso le dio un poco de sentido a ese ego trip, y a ese Marlon Brando. Yo no me imagino haber dejado la abogacía, la docencia de facultad y la vida académica para ser simplemente un pelotudo.
Y en ese sentido, ¿cómo entendés el camino de la actuación?
Tenés que cuidar que no te lleven para cualquier lado, o para el lado que el medio quiera. A mí me quisieron colgar algunas etiquetas y yo, afortunadamente, las boicoteé. A veces, cuando estoy solo, pienso y me llego a preguntar tantas cosas, y me doy cuenta de que sigo sin haber aceptado. Siempre elegí. Tal vez, si yo me hubiera dejado colgar todo eso, hoy sería Mirtha Legrand. Y la verdad es que el lugar incómodo que me toca es este.
Me imagino que preferís el escenario, ¿tenés otro vínculo con lo teatral?
Sin duda. El escenario es el lugar más grato para el actor. Un animal salvaje puede estar en una jaula, en un apartamento o en una reserva natural. Y el teatro es la reserva natural. Tiene que ver con la contemporaneidad, el vínculo que se establece, y el hecho de que sea una copulación que implica la simultaneidad.
¿Y cómo se ubica Un judío común y corriente en ese registro?
Es una obra que implica un gran desafío. Lo que más me movilizó es lo que quiere decir, lo que cuenta, el significado, el hecho de que tenga un sentido. Que no sea algo de “paso la zaranda y no queda nada”. No vivo esa vacuidad de la vida, esa cuestión tan angustiante del vacío existencial de hacer cosas que no tienen razón, que no tienen justificación, que son un pedo en una canasta. Perdoname la guarangada, es que vengo de un programa de humor...
Es gráfico.
Capaz que demasiado gráfico, ¿no?
Siguiendo con la puesta, ¿cómo juega en este caso esa responsabilidad de la memoria, de la que has hablado bastante?
No ser testigo final y cobarde de lo que pasa a tu alrededor. Digamos que la existencia nos la da el otro. Eso que los psicoanalistas llaman “la otredad”. Lo que sería el otro en una situación que no quiero para mí.
¿Por eso reivindicás que el arte siempre debe volverse testimonial?
Porque si no da lo mismo que el arte exista o no. La función del arte es desnudar el poder, o al menos desnudar el poder injusto, y el poder injusto puede llegar a generar una desigualdad mayor para alguien por cualquier arbitrariedad.
Sos muy recordado por tus papeles en el cine y la televisión, pero también por programas transgresores y con mucho impacto social, como Zona de riesgo o Sin condena. ¿Cómo te vinculás con esa imagen provocadora que se fue construyendo?
Me vinculo muy bien. Y es muy grato. Eso de ser una molestia en el zapato... la sensación es de alivio. Pero tampoco pasa todos los días; no sería bueno para el ego de uno. Porque demasiado éxito no está bueno para el alma. Donde yo vivo en Buenos Aires [en el barrio Palermo], todos los días paso por un quiosco de revistas y siempre saludo al mismo diariero, que está cómodo, sentado, leyendo, y le digo “¿cómo anda?” y me contesta “cansado de triunfar”.
Como actor, muchas veces te llaman para preguntarte sobre cuestiones políticas, ¿cómo te sentís con eso?
Es lo que más me gusta que me pregunten. En realidad es casi lo único que me gusta que me pregunten. Las personas que ejercemos el derecho de opinar amamos esos momentos, porque son nuestra patria en el tiempo. Son el momento histórico en el que eso cobra sentido, cobra existencia real, digamos.
También puede responder a que en medio de tu militancia, decidiste empezar con la actuación.
Y es más, lo empecé en el marco de la angustia, porque yo practicaba deportes [rugby], y de repente me encontré con mi ego herido para el deporte —empecé deportivas muy tempranas—, sin posibilidad de jugar porque había golpe de Estado y una enorme represión. Y ante la posibilidad de militar, también decidí dedicarme a la actuación.
Y si hoy viviera el general San Martín... ¿seguiría siendo piquetero? [por lo que proponía en su obra Padre nuestro]
Mirá, si viviese San Martín estaría contemplando todo esto avergonzado, en medio de su dolor. Porque son épocas, por lo menos para la Argentina, de una enorme falta de patriotismo, en el sentido soberano de la política.
Ahora que estás viviendo en Laguna del Sauce, ¿has visto algo de cine o de teatro uruguayo?
No, no veo cine de ningún lado, ni de acá ni de mi país.
¿Sos un tipo más de los libros?
Sí, estoy leyendo más de un libro a la vez, como siempre.
Pero sí trabajaste sobre el guion de un uruguayo, Adrián Caetano, en El marginal, la serie sobre un mundo en el que la Policía no existe.
Eso fue maravilloso. Fue un trabajo muy delicioso, muy rico. Lo pasé muy bien porque todo era bueno. Todo se daba en la cárcel que cerró [Rafael] Videla [en 2001], y que él mismo había mandado a construir. Fue una cárcel que la dictadura militar le encomendó a un ingeniero belga, cuya espectacular ingeniería se concentraba en la construcción de presidios. Y el tipo había descubierto que la mejor manera de construir un presidio era sin contacto con la naturaleza. O sea, sin ventanas, sin privacidad; la cuarta pared de los calabozos era una reja que daba a un pasillo, y el preso no tenía intimidad ni para ir al baño. Y no tiene posibilidad de ver la tierra, sólo puede ver el cielo. Es como si estuviera preso de las alturas... Hay un sadismo morboso tan tremendo, que los propios gobiernos que la construyeron la demolieron. Por eso en El marginal la cárcel es una cárcel vieja que mandó a construir el presidente [Domingo Faustino] Sarmiento en 1870. Un presidente que tuvimos los argentinos, y que fue elogiado por muchas razones. Era fundamentalmente antisemita, y en 1874 pretendió no dejar desembarcar un barco que traía inmigrantes judíos. Y en la serie se ve el deterioro de las ilusiones que se contradicen a sí mismas. El sistema penal es bastante ilógico. En Argentina, la Corte Suprema otorga dos por uno a genocidas. O sea que otorga beneficios penales, como la prescripción y cosas del estilo, a los genocidas que, justamente, y por definición, son los responsables de un delito continuo. Los delitos continuos son los que siguen ocurriendo; un secuestro, por ejemplo, afecta hasta que no liberan a un secuestrado.
¿Lo mismo se da con los desaparecidos?
Lo mismo se da con los desaparecidos y con los hijos apropiados; siguen ocurriendo. ¿Cómo una corte otorga el cómputo de un plazo, mientras sigue existiendo su actitud delictiva? En media hora [por la tarde del miércoles] es el acto en Plaza de Mayo. No sabés el dolor que me produce no estar ahí. Aunque esta charla, a la distancia, es otra manera de estar.
Un judío común y corriente. En la sala Héctor Tosar del Auditorio Nelly Goitiño del SODRE (18 de Julio 930, 2901 2850), del jueves 18 al domingo 21 de mayo a las 21.00. Entradas: $ 1.500 y $ 1.800 en Tickantel y boletería.