El zapping no murió: solamente cambió sus plumas. Antes pasábamos horas recorriendo la calesita eterna de los canales de cable, que hasta diciembre estaban ordenados por un sádico que ponía al Cartoon Network entre Crónica TV y Venus.

Luego, llegó la hora de elegir: primero fue desde qué sitio de descargas ponerse a bajar los capítulos, y luego llegaron los servicios de streaming, que nos brindan un abanico de opciones para elegir qué y cuándo mirar. El problema es que ese abanico es tan amplio, que terminamos en una nueva versión de la calesita.

Al menos Netflix hace las cosas divertidas, ya que las opciones están agrupadas en categorías demasiado específicas: “Comedias de TV ingeniosas de EEUU”, “Programas de TV emocionantes”, “TV para ver en familia”, “Especiales de comedia de tipos que se creen más graciosos de lo que realmente son” (mentira, la categoría simplemente se llama “Especiales de comedia”, aunque el contenido sea ese).

El otro día (porque las categorías vienen y se van) apareció “Series basadas en cómics” y quien escribe sintió que a través de la claraboya del techo bajaba un haz de luz acompañado de una música celestial. Algo extraño, considerando que vivo en un edificio, en uno de los pisos del medio.

Allí, metidas entre las series del Arrowverso (Arrow, The Flash, Supergirl...) y las de Marvel/Netflix (Daredevil, Jessica Jones, Luke Cage...), comenzaron a aparecer títulos japoneses de las temáticas más variadas. Sabido es que el manga es más diverso en sus historias que el cómic estadounidense, en el que los superhéroes siguen siendo un porcentaje importante de las ventas totales.

Antes de empezar con el zapping, decidí disfrutar de dos series niponas, unidas por un elemento en común: ambas tienen a la comida como ingrediente (guiño) fundamental, ya sea como movilizador de las historias o como excusa para desarrollarlas. Aunque tengan sabores muy diferentes.

Foto del artículo '¡Buen provecho!'

»» Una declaración de amor a la comida: Samurai Gourmet (basado en el manga de Masayuki Kusumi).

Takeshi Kasumi se despierta sobresaltado; va a llegar tarde al trabajo por primera vez en quién sabe cuántos años. Se viste a las apuradas, hasta que su mujer le recuerda que ya nada lo ata a la compañía a la que dedicó las dos terceras partes de su vida: a los 60 años, es un jubilado más.

A lo largo de 12 episodios cortos, veremos a Takeshi descubriendo no solamente aquellos restaurantes de su ciudad a los que jamás dio pelota sino también los pequeños placeres de la vida, más allá de la alimentación.

No será una tarea sencilla, ya que nuestro protagonista tiene un carácter bastante sumiso y se enfrentará a dilemas tan complejos como tomarse una cerveza en el almuerzo (¡horror!), lidiar con una dueña de restaurante muy maleducada o conversar con su sobrina millenial. Por suerte, cuenta con una ayuda invalorable: un samurái errante que se manifiesta en su imaginación y le da un empujoncito para resolver sus asuntos. Porque a veces la aparición de un antiguo guerrero es lo que se necesita para darse cuenta de que hacer ruido al sorber los fideos no es algo tan terrible.

La actuación de Naoto Takenaka como el sesentón renacido es digna de mil abrazos, por más que a uno le duela el rol demasiado secundario que tiene su esposa, a la que invita a uno solo de los 12 eventos de su rotation.

Más allá del cuentito, lo más destacable de esta ficción es la forma como están filmados los actos de la preparación de la comida. La atmósfera que generan, con la ayuda de un inefable pianito, hace que cualquier espectador tenga ganas de salir corriendo a buscar comida del Lejano Oriente.

Sencilla, simpática, apetitosa.

»» El alimento que nos une: Restaurante de medianoche: Historias de Tokio (basado en el manga de Yaro Abe).

En la capital de Japón cada uno se gana la vida como puede: algunos cuentan chistes verdes, otros trabajan en una inmobiliaria, otros tuvieron un pasado de Power Ranger o en la industria pornográfica. Lo que caracteriza a los protagonistas de esta serie es que a la hora de cenar, después de la medianoche, terminan en el mismo restaurante.

Su dueño es un tipo reservado, pero siempre dispuesto a pronunciar la frase correcta para que su cliente tome una decisión correcta, continuando esa larga tradición de gente detrás del mostrador que hace las veces de analista.

Cada uno de los diez episodios tiene un formato similar: alguno de los clientes habituales, a veces motivado por la memoria que le trae un plato de comida, plantea un dilema que deberá resolver en la siguiente media hora. En la mayoría de los casos, tendrá un final feliz y sus protagonistas se despedirán mirando hacia la cámara, trozando la cuarta pared como si se tratara de un filete de salmón.

Como la mayoría de las antologías, hay episodios/historias más interesantes, mejor contados y resueltos. Otros se remiten a la fórmula “este sabor me recuerda a alguien, que casualmente me encontraré dentro de unos minutos”. Algunas elipsis narrativas distraen más de lo que avanzan la trama, aunque siempre tendremos la voz en off del anónimo propietario (mucho menos presente que la de Takeshi Kasumi) para aclararnos las cosas.

Gran parte de la acción transcurre fuera del local, aunque los reencuentros y celebraciones siempre se realicen allí, con un corto videíto que cuenta cómo se prepara el plato-disparador del día. Eso sí, no esperen que esas imágenes les despierten tanto el apetito. Nadie parece hacerlo mejor que los encargados de la fotografía de Samurai Gourmet.

Restaurante de medianoche tuvo tres temporadas previas a la producida por Netflix, además de dos películas y adaptaciones en Corea y China.

Variada, ágil, poco condimentada.