Su nombre es Diego, y en su cédula dice que se apellida Kuropatwa, que en polaco quiere decir “perdiz”, pero cuando se trata de su proyecto musical, simplemente se hace llamar Kuropa. Su debut discográfico fue en 2007, con Y qué dirán, con el nombre Kuropa y Cía. Dos años después editó un álbum en vivo con su maestro musical, Rubén Olivera, y en 2015 se despachó con Herencia, en el que redondeó un ensamble de música de raíz uruguaya con toques de pop y rock. Hoy a las 21.00, en Búho Cultural (Juan Paullier y Coronel Brandzen), Kuropa se presentará en formato trío, y estrenará canciones que abrazan, según adelanta, sonidos más experimentales.
Venís del palo de la música popular. ¿Qué significa eso, más allá de la cercanía con Rubén Olivera, que fue tu profesor y con quien grabaste un disco?
Yo estoy muy marcado por la generación del 77, en la que aparecieron Los Que Iban Cantando, [Fernando] Cabrera, [Leo] Maslíah, Rubén Olivera, [Mauricio] Ubal, Jaime [Roos], etcétera, que tenían una preocupación por una determinada búsqueda estilística, tanto en las letras como también en la guitarra. En todos los músicos de esa generación se veía un laburo muy fino a nivel del instrumento y una preocupación por ir al fondo en la cuestión de las letras. Y además, un peso marcado por lo social bastante fuerte. Intenté tomar algunos elementos de eso, en lo que se refiere justamente al laburo en la guitarra, rescatando ritmos de acá, como milongas, y una preocupación también por lo letrístico, que obviamente no quiere decir que el rock no lo tenga, pero hice mucho hincapié en esos aspectos. Igualmente escuché rock toda mi vida, entonces de alguna manera intento hacer una mixtura entre eso: el laburo fino en la guitarra y en las letras, pero a veces también darle un clima pop o un poco más rockero en algunas cosas.
Eso fue lo que terminaste de hacer en Herencia [2015], tu último disco.
Intenté unir esos dos mundos. Por más que la guitarra eléctrica es la que predomina, por atrás lo que estoy haciendo en la guitarra, en la mano rasgada, a veces son chacareras o milongas; es como la mezcla de esos universos de los cuales me nutrí. Pero es difícil la pregunta de qué es la música popular.
A veces da la sensación de que es un cajón en el que entra de todo.
Pero también es un cajón que tiene un sentido de antiguo, de música de protesta o politizada, y yo no sé si estoy tan metido en eso. Hago música de autor, en la que intento mezclar muchos de esos elementos que estaban en esas décadas. Yo nací en 1975, cuando esos tipos tenían veinte y pico de años, no viví esa época, pero cuando tenía ocho años sí se escuchaba en casa.
En realidad, sos más de la generación del rock posdictadura.
Exacto. Mi primer casete de rock fue Al natural [1987], de Los Tontos, aquel que venía en la latita. Después me compré uno de Traidores. Pero en casa también se escuchaba todo lo que venía de la nueva trova, como Silvio Rodríguez –que fue una gran influencia que tuve al principio–, [Joan Manuel] Serrat, y mucho a los Beatles. Hay mezclas que vienen de antes. [Daniel] Viglietti decía que escuchaba a [Atahualpa] Yupanqui y también a los Beatles, entonces en esa mezcla surge un poco lo que intento hacer.
¿Cómo terminaste aprendiendo guitarra con Rubén Olivera?
Eso fue todo un viaje. Me regalaron mi primera guitarra a los 16 años porque dos de mis mejores amigos del liceo habían empezado a tocar y pedí una viola para no quedarme afuera. Me acuerdo de que mi vieja había llamado al Taller Uruguayo de Música Popular, y Rubén no podía [darle clases]. Lo contacté muchos años después, porque un amigo veterano me mostró Interiores [1996], que tenía sus grandes éxitos, como “Visitas” e “Interiores”, y me sentí plenamente identificado con las melodías, la forma de cantar y esa cosa tipo flash, y dije: “Tengo que estudiar con él”. Lo contacté por el año 1999; yo ya tocaba la guitarra, pero fue como el gran docente a nivel de investigación y exploración de la música, no sólo a nivel de la guitarra sino como un maestro más amplio.
En Herencia lo rockero es sutil. A veces eso es más difícil de hacer. Es mucho más fácil agarrar la guitarra eléctrica, meter distorsión y un coro de murga atrás...
Es que si bien he escuchado rock toda mi vida, yo no soy un rockero. Mi canción pasa por la cosa más intimista, el laburo de la guitarra y de las letras, y de más cercanía con el público. No me cuelgo una eléctrica e intento rockear porque no me va a salir. Pero sí quise vestirlas con un aire beatlero.
Herencia ya tiene tres años, ¿en qué estás ahora?
Siempre fui muy lerdo para componer, nunca fui un tipo que tuviera 40 canciones para elegir 12 y ponerlas en un disco; voy componiendo de a gotitas. Entonces, cuando aparece una canción que me gusta ya me imagino que puede ir para el disco. Hoy tengo unas cinco o seis canciones que considero que van para el disco. Pero estoy justamente haciendo un laburo inverso al de Herencia, trabajando en un plan mucho más acústico, con otras texturas, en formato trío: contrabajo –Andrés Pigatto–, guitarra eléctrica –Federico Mujica– y guitarra española. Me está gustando mucho el formato y para dónde van las canciones. Me las imagino en un plano mucho más experimental. Herencia fue más plano, todo tenía un mismo sonido; en lo nuevo cada tema va a ser un mundo diferente. Me puse la meta de liquidar este año las cuatro o cinco canciones que me faltan para el disco, si las encuentro y me gustan.
¿En las letras hay un cambio también? ¿Para dónde estás yendo?
Hay tintes sociales, y otras que tienen más que ver con el amor. Hay una que habla de la lluvia.
En este país hay una obsesión con la lluvia a la hora de hacer canciones.
Es que Montevideo, por más que queramos pintarlo de muchos colores, tiene su idiosincrasia grisácea y de puerto, medio Liverpool.
En la canción “Antes de que se termine el día” cantás “antes de que se termine el día / y nos venza la televisión, / quiero recobrar la melodía, / el lugar secreto de los dos”. La televisión también es un tema recurrente en el cancionero local.
Es inevitable. Soy medio enfermito, muy colgado de eso, más ahora con el Mundial. Mi compañera siempre me dice: “Dejá el aparato ese”.
Das clases de guitarra, ¿qué te piden los alumnos?
En las clases de guitarra puede pasar absolutamente de todo. Por ejemplo, gurises que tienen 15 años y consumen muchísimo el formato de canción de autor anglosajón que está de moda, como Ed Sheeran y toda esa onda de canciones medio románticas. Es respetable y uno aprende por qué esos tipos tienen tanto éxito, pero eso lo hacía Cat Stevens en la década del 70, ¿por qué no escuchan a Cat Stevens? La temática del amor es universal y siempre engancha. Mañana [José Luis] Perales saca un tema y todas las veteranas van a estar como locas. Además, la temática del amor también toca esa fibra adolescente de la cosa incomprendida. Después, tengo otros alumnos que andan por otros lados, pero fundamentalmente vienen a sacar canciones.
¿Más que a aprender el instrumento?
Sí, de acuerdo a la canción yo después intento disparar para otros lados, por ejemplo explicando si en la canción el guitarrista hace una mano milongueada o candombeada. Pero uno se nutre con el intercambio, porque descubre lo que están escuchando las otras generaciones, y en ese ida y vuelta les mostrás cosas que pasaban hace 40 años.
¿Das piques para la composición? Supongo que eso es más difícil.
Sí, me encanta, es lo que más me gusta. Es lo más difícil pero para mí todos son potenciales compositores, lo que pasa es que a veces no se dan cuenta. “A mí dejame sólo cantar o sacar este tema”. “¿Pero vos no tenés nada para decir?”. Todos tenemos. Después está el laburo de cómo decir esas cosas. Hay que trabajar para que la forma en que las digas no sea tan obvia.
Es lo más complicado, porque sobra obviedad.
Exacto, pero es un ejercicio, porque uno arranca imitando un modelo que le gusta mucho, y después se da cuenta de que empieza a encontrar un lenguaje propio. Yo arranqué muy Silvio Rodríguez, en los tonos de voz y en la manera de la composición. Me acuerdo de que en las clases con Rubén me decía: “Vamos a intentar encontrar un lenguaje más propio, lo que vos tengas que decir”, y me iba con una calentura. “No vengo más”.
¿Qué te daba Silvio Rodríguez?
En un principio me sedujo mucho su manera de tocar la guitarra, esa escuela clásica impresionante, con arpegios agudos, y una voz no muy común, muy aguda. Después está toda la discusión que planteó un poco el Choncho [Jorge] Lazaroff sobre a qué revolución pertenecía Silvio Rodríguez, si a la cubana o la francesa, porque estilísticamente parecía un trovador europeo.
Es esa idea, complicada, de que la revolución política y social debe acompañarse también con una revolución de las estructuras musicales.
Sí, y yo estoy en parte de acuerdo y en parte no. Yo no soy menos uruguayo por no haber hecho un candombe o por no haber hecho una murga; simplemente no lo hago porque si lo hago me estoy mintiendo. De repente me gusta ver las Llamadas, pero no me siento de ese palo sino más de lo folclórico. Pero después descubrí otras cosas alucinantes y me despegué. En 2012 fui telonero de Silvio en el estadio[Centenario]. Hacía muchos años que no lo escuchaba, y en ese momento, simbólicamente, fue como que se terminaba una etapa.
¿Lo pudiste conocer?
No, pero intenté. Se bajó del escenario, lo tenía a diez metros, y pensé: “Después lo voy a ver en los camarines, lo saludo ahí”. Pero el loco se metió de una y no apareció más.