Fue un proceso, pero para cuando terminó su primera temporada ya estaba por completo definido. La casa de las flores, del mexicano Manolo Caro, conquistó plenamente al mercado iberoamericano de Netflix con su suerte de homenaje/parodia a las telenovelas de la tarde, presentando a aquella familia dueña de una próspera floristería en México que contenía entre sus miembros un verdadero catálogo de secretos que terminaba por hacerla un ejemplo de lo disfuncional.
La casa de las flores contaba con un elenco estupendo, encabezado por la reina de las telenovelas mexicanas, Verónica Castro, junto al camaleónico español Paco León y Cecilia Suárez, a quien volveremos luego.
Pero el gran acierto de Caro era el tono elegido: una suerte de exageración –sobre el ya hiperbólico registro de las telenovelas– en los recursos actorales, en las revelaciones narrativas, en las vueltas de tuerca, en los cliffhangers. Llevar los elementos tan propios de las telenovelas al máximo, forzar el límite, coquetear con la parodia, pero al mismo tiempo aprovecharlos tan bien como siempre, generando adicción en el respetable que no podía esperar los segundos de espera que orquesta Netflix entre un capítulo y otro para saber cómo era que continuaba la historia.
Con esta sortija de calesita ya alcanzada, Caro se preguntó cómo podía seguir adelante –y, con algo de suerte, repetir el éxito–, por lo que reformuló el mismo concepto pero ahora por completo en serio. Es así que llega Alguien tiene que morir.
Gente jodida, los franquistas
Corre 1954 y nos encontramos en Madrid. Es la España de Franco y ya desde su primera escena se nos presentan los centros de detención y tortura –con las prisioneras, en este caso, sometidas prácticamente a la esclavitud– y también se nos muestra cómo vive el mínimo porcentaje que lo pasa bien en cualquier momento.
Dentro de este grupo, nos enfocamos en una familia de mucho dinero y mejores conexiones –el patriarca es un alto funcionario del régimen–, que pasa los días sin demasiado qué hacer, asistiendo con regularidad al campo de tiro donde celebra además sus fiestas y encuentros.
Las tensiones dentro de la familia se adivinan de inmediato. La mexicana Mina (la ya mencionada Cecilia Suárez, en un magnífico registro contenido, lo que la aleja de su anterior personaje en La casa de las flores) es la madre, una reprimida ama de casa que sufre y sufre bastante; Gregorio (tremendo Ernesto Alterio, garantía) es el padre, dueño, déspota y señor de su hogar; y Amparo (divertida Carmen Maura, la estrella de la función) es la abuela, el fascismo hecho mujer, más mala que tomar agua sudando.
Son una familia de clase alta, establecida y confiada, una que disfruta del momento que se vive en el país, con las mejores conexiones y todo lo que el dinero puede comprar. Este statu quo se rompe con el regreso de Gabino (Alejandro Speitzer), el hijo de veintipocos años de la pareja, tras diez años de vida en México, donde lo han criado sus tías. No regresa solo, sino en compañía de su amigo Lázaro (Isaac Hernández), un bailarín de ballet que de inmediato hace que se disparen las obvias sospechas sobre la sexualidad de ambos (estamos en 1954 y en la España franquista, ¿qué otra cosa van a sospechar?).
El regreso de Gabino, además, reactiva los intereses familiares de casarlo bien, y ahí entran en juego los Aldama, otra familia de clase alta, y en particular sus hijos: Alonso, quien supo ser amigo de Gabino, y Cayetana, la que será la prometida por conveniencia (Carlos Cuevas y Ester Expósito, respectivamente).
Pero, claro, hay más, mucho más condimento para las traiciones, los arreglos, las sorpresas, las nefastas revelaciones y los giros inesperados: tenemos una muerte misteriosa justo antes de la partida de Gabino (la de su abuelo, el marido de Amparo); tenemos a Rosario, la mucama (Mariola Fuentes), quien tiene un marido comunista detenido; tenemos que en el pasado quizá Gabino y Alonso hayan sido más que amigos; tenemos el propio club de tiro donde se cuecen todas las relaciones, despechos y conservadurismo; es decir, tenemos como para dar y repartir.
Y ese entramado que mantiene al espectador pendiente es lo que nos hace avanzar y superar los peros que van apareciendo –y que nos llevan a admitir, digámoslo desde ya, que sin la parte humorística a Caro no le va tan bien jugando a hacer telenovelas–, tales como lo simplón de sus personajes –los buenos sufren y los malos son malísimos, como es de esperar–, los giros previsibles y el elenco que no siempre está a la altura de lo que se le pide (con la notable excepción de Ester Expósito, todos los jóvenes son simplemente lamentables).
Por supuesto que la intriga y el querer saber qué pasará y cómo se solucionará la cosa es lo que nos mantiene en vilo y atentos durante los tres episodios que dura la miniserie, pero cuando llegamos al abrupto final queda cierto sabor escaso, a poca cosa, incluso a experimento fallido. Eso no quita que hayamos pasado casi tres horas por completo enganchados, así que conviene apagar la parte más racional del intelecto y, simplemente, dejarse llevar.