“Sucedió tan rápidamente, por sorpresa / justo ante los ojos de todo el mundo”, canta-recita Bob Dylan en el tema que dio comienzo a su más reciente capítulo discográfico, y también el que ‒por ahora, al menos‒ lo cierra.
“El mayor truco de magia bajo el sol / perfectamente ejecutado, realizado de manera experta”, continúa el cantante de recientes 79 años, refiriéndose en ambos versos al asesinato de John Fitzgerald Kennedy. “El día en que le volaron el cerebro al rey”, como precisa la letra, un momento histórico que funciona como punto de partida para “Murder Most Foul”, el asombroso, inquietante y también profundamente emocionante tema de 17 minutos ‒el más largo de una carrera caracterizada no precisamente por sus canciones breves‒ con el que Dylan rompió a fines de marzo un silencio compositivo que ya llevaba ocho largos años. Algo que además hizo sin avisar, como quien tira de mano el ancho de espadas, con el paño aún vacío y un rostro inescrutable, y además en medio de una pandemia.
Poco menos de tres meses después, luego de poner dos temas más sobre la mesa y tras lanzar el anuncio correspondiente recién con el último de ellos, ayer apareció Rough and Rowdy Ways, disco número 39 de su larga carrera y el primero con temas inéditos desde Tempest (2012), completando así de manera experta una movida que podría perfectamente describirse con los versos que inauguran estas líneas. Claro que las cabezas voladas en este caso corresponden a las de sus fanáticos, los interesados en la música en general y también los que la miran de lejos, ya que el hecho de que un simple de semejante duración realizado por un casi octogenario haya alcanzado el primer puesto en los rankings ‒digitales, eso sí‒ es suficiente para capturar la atención de cualquiera.
Lo que queda claro al dejar correr sus diez temas es que el disco está a la altura de semejante apertura. Que ha terminado siendo el cierre, como se dijo antes, porque ‒a la manera de “Sad Eye Lady of the Lowlands” en Blonde on Blonde (1966) o “Highlands” en Time Out of Mind (1997) ‒ el tema más largo ha quedado para el final: ocupa todo un lado en el caso del vinilo doble, o ‒llamativamente‒ todo un disco cuando se trata de la versión compact, también doble. Queda claro entonces que el shakespereano “Murder Most Foul” es un tema aparte pero, al mismo tiempo, contiene las multitudes que habitan el resto de las canciones de un álbum que abre con el que supo ser el segundo simple, el whitmaniano, juguetón y entrañable “I Contain Multitudes”, en que Dylan se permite cantar “soy un hombre de contradicciones, soy un hombre de muchos estados de ánimo” ‒o, sino, “pinto paisajes, pinto desnudos” y también “toco sonatas de Beethoven, toco preludios de Chopin” ‒ antes de rematar cada verso con el título del tema.
Abarcando sin esfuerzo todas las referencias, y también todos los estados de ánimo, Rough and Rowdy Ways tal vez sea el álbum más accesible de Dylan desde Love and Theft (2001), ligero como “Tweedle Dee & Twedlee Dum” y al mismo tiempo con profundidades como “Mississippi”. Pero es también capaz de lograr una respuesta unánime de la comunidad musical ‒de hecho, es algo que ya sucedió, incluso antes de su efectiva aparición‒ como sólo pasó en su momento con Time Out of Mind, que logró poner a Dylan en el mapa de una nueva generación. Claro que el tiempo ha pasado y, lejos de las meditaciones confesionales de aquel trabajo producido por Daniel Lanois ‒el último en llevar semejante responsabilidad, ya que desde entonces el propio Dylan ha producido sus discos, bajo el seudónimo de Jake Frost‒, el flamante álbum del único Nobel de Literatura del rock es un trabajo que letrísticamente se permite todo, pero confesionalmente entrega poco y nada. Y mientras tanto, musicalmente, se mueve con una ligereza y contundencia en la que casi ni se nota la majestuosidad con la que la banda construye ritmos que son como lienzos sonoros sobre los que la voz cantante eterniza aquí y allá sus leves trazos magistrales.
Garganta al viento
La voz, justamente, es un tema aparte en Rough and Rowdy Ways. Es que la garganta de Dylan parece haber rejuvenecido, y ya no corta con cada verso, como era notorio en Tempest. Todas las reseñas se preocupan por señalar que con la serie de discos llenos de versiones que editó desde entonces ‒una seguidilla que incluye Shadows in the Night (2015), Fallen Angels (2016) y el triple Triplicate (2017) ‒ es como si hubiese ido entrenando su voz cantante. No es la primera vez que Dylan realiza un truco semejante: algo parecido sucedió tanto en la época de The Basement Tapes (1975, pero grabado en 1967) que le sirvió para volver a comenzar luego del accidente de moto de mediados de los 70, como con Good as I Been to You (1992) y World Gone Wrong (1993), los dos discos dedicados a los blues de comienzos de los 90. Dylan siempre ha sabido volver a casa, y ese hogar son las canciones de siempre, las eternas, las que, cerca de pisar su octava década de vida, es ahora capaz de componer, canciones que parecen eternas y sin dueño pero que son inequívocamente suyas y están listas para estrenar.
Rough and Rowdy Ways es uno de esos discos que invitan a dejarlos sonar, y que pueden correr de punta a punta sin necesitar de nuestra total atención para disfrutarlo en cada momento. Pero, claro, también ostenta la virtud de que, cuando se le ponen los ojos encima, siempre hay algo ahí para mirar. Son diez temas largos, ninguno de menos de cuatro minutos, promediando todos los siete minutos de duración. Shakespeare y Whitman son apenas la punta de un enorme iceberg de referencias, tanto musicales como de todo tipo: literarias, sociales y políticas. Donde se mire hay señales de haber vivido, leído y recordado. Sólo recorriendo los títulos ‒“Cruzando el Rubicón”, “Me hice a la idea de entregarme a vos” o “Adiós Jimmy Reed”‒ alcanza para llenarse las manos de promesas que se cumplen con creces acorde tras acorde, verso tras verso.
Capaz de ser violento y tierno a la vez, o sabio y bufón en el mismo movimiento, se trata de un disco fascinante, con un tema en el que la voz cantante habla de profanar tumbas para construir algo así como la pareja perfecta (“Tomaré el Scarface de Pacino y el Padrino de Brando / los mezclaré en un tanque y tendré un robot comando”, canta en realidad no tan amorosamente en “My Own Version of You”) y otro en que amenaza a un antagonista que bien puede llevar su rostro (“Caballero negro, deténgase ahí / el tamaño de su pene no lo llevará a ningún lado”, llega a cantar en “Black Rider”).
Así como la crisis mundial desatada por el coronavirus ha obligado a Dylan a recluirse en su casa de Malibú y tal vez por eso tenemos un disco nuevo, lo mismo sucede con los críticos, que han saltado sobre su nuevo trabajo durante toda la semana pasada, antes de su lanzamiento efectivo de ayer. En su mayoría laudatorias, tal vez la más reveladora de esas reseñas es la que firma Richard Williams en la revista británica Uncut, que recuerda que en el discurso con el que recibió el Nobel, Dylan se refirió al clásico La odisea, describiéndola como “la extraña historia de un hombre tratando de volver a casa después de haber luchado en una guerra”. Es un viaje largo, lleno de trampas, dice Dylan, “algunas de las cuales pueden haberle sucedido a uno. Uno también puede haber compartido la cama con la mujer equivocada. A uno también le pueden haber puesto drogas en el vino”. La larga descripción que hace Dylan de la historia de Homero inevitablemente termina haciendo pensar en el propio Dylan, según infiere Williams, que lo imagina ya pensando entonces, cuatro años atrás, en volver a casa, en componer un nuevo disco.
Y aquí está Dylan de regreso nomás. Con un álbum que anunció y también cierra con una canción sobre otra odisea, la de un país que pierde la inocencia con el cerebro de su presidente súbitamente esparcido sobre el cuerpo de su esposa. Porque de eso habla “Murder Must Foul”, casi un discurso de recepción de otra clase de premio, el premio de la memoria y la vida efectivamente vivida. Una magdalena proustiana hecha canción, cuya segunda mitad evoca a artista tras artista y título tras título, agradeciéndoles al nombrarlos y al mismo tiempo quitándose capa tras capa de tiempo y recuerdos, intentando volver a ser aquel joven que aún no era nada y tenía todo por delante. El mismo que espera la llegada de su octava década de vida, tan sabio como cuando su destino sólo estaba constituido de promesas, que tanto entonces como ahora ha sabido, una y otra vez, dejar flotar en el viento.