Los documentales sobre delitos son moneda corriente en las plataformas de streaming, especialmente en Netflix. Making a Murderer fue uno de los primeros éxitos originales de este servicio y desde entonces, allí como en la competencia, surgieron investigaciones acerca de todos los asesinos que uno pudiera imaginar.

Sin embargo, después de contar las víctimas en el hotel Cecil o repasar decenas de horas de testigos declarando ante la Justicia, uno tiene ganas de ver algo distinto. Por eso le di una oportunidad a Un falsificador entre mormones, que en inglés se llama “Asesinato entre los mormones”, pero para entonces ya me había comprometido con la serie.

La historia transcurre en Utah, corazón de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Se trata de una religión relativamente joven, ya que fue fundada por Joseph Smith en 1830, por lo que existe gran cantidad de documentos de aquella época que son considerados de altísimo valor para sus fieles.

En los años 80, un cazador de antigüedades llamado Mark Hofmann comenzó a “desenterrar” (a encontrar en bibliotecas, pero no suena tan lindo) textos manuscritos y otros papeles vinculados a los primeros años de la iglesia y a su fenómeno fundacional: un ángel llamado Moroni, quien guio a Smith hasta unas planchas de oro escritas en un extraño idioma que él supo traducir a la perfección. El resultado sería el Libro de Mormón.

Una tras otra, este tímido hombrecillo apellidado Hofmann encontró joyas perdidas, que incluían transcripciones de los extraños caracteres (conocidos por los mormones como “egipcio reformado”), correspondencia de la época y otros textos, que eran celebrados por las autoridades eclesiásticas ya que afirmaban la historia oficial. Todo cambiaría con la aparición de una salamandra blanca.

Por entonces, los espectadores latinos de esta serie de tres episodios de una hora ya sabrán por dónde viene la cosa. El guion de Un falsificador entre mormones oculta la razón por la que tres bombas explotaron en 1985, pero nosotros lo teníamos en el título. Los hallazgos de Hofmann son falsos, creados de su puño y letra, y capaces de engañar a los científicos y religiosos más respetados de los 80.

El documental de Netflix se disfruta de todos modos. La anécdota contiene varias vueltas de tuerca muy interesantes, como la mencionada salamandra, que apareció en uno de los textos más famosos creados por el falsificador y estuvo a punto de hacer tambalear a toda una religión. Como si los Evangelios Apócrifos hubieran aparecido en la actualidad y no cuando era mucho más sencillo hacerlos a un costado.

Entre lo más interesante que muestra la serie se encuentra el peso de los mormones en Utah, la particular vida de Mark Hofmann, los increíbles sistemas utilizados para confundir a los expertos y las repercusiones mediáticas que tuvo en su momento. Por supuesto que los asesinatos mencionados por el título original se llevan gran parte de la atención, tal como atrajeron a la prensa en su momento.

Al tratarse de un hecho que ocurrió hace menos de 40 años, la producción consiguió el testimonio de la gran mayoría de los protagonistas. Y en algunos casos uno se pregunta si el mormonismo conserva el estado físico además de los documentos.

Detrás de todo, hay una sincera crítica a los saberes impuestos, a los dogmas religiosos y a la “Verdad” que a veces es escrita con mayúsculas. Hay una idea muy interesante barajada por Hofmann en su momento, quien postulaba que si la gente dice que algo es genuino, pues es genuino. Y su talento jamás igualado para la falsificación estuvo a punto de lograrlo en más de una oportunidad.

Muy recomendable producción de Joe Berlinger, quien después de sus éxitos con los documentales de Ted Bundy y Jeffrey Epstein había tenido el duro traspié del mencionado Hotel Cecil (todas en Netflix). Gracias a Un falsificador entre mormones podemos perdonarle su pecado.

Made you look

Made you look

Ni arte ni parte

El otro título relacionado también está en Netflix y es la película documental Made you look: una historia real sobre arte falsificado. En 90 minutos se cuenta la historia del fraude más grande en la historia del arte estadounidense, con decenas de cuadros de expresionistas abstractos de los años 50 que aparecieron en una colección privada y secreta, y fueron vendidos por millones de dólares.

Todo gira alrededor de Ann, la encargada de la galería de arte que recibió las pinturas y luego las comercializó. ¿Por qué? Porque es la única persona sobre la que no es tan fácil determinar su culpabilidad o su inocencia.

De un lado está la pareja de embaucadores que contrató a un ciudadano chino para copiar a alguno de los creadores más famosos, como Jackson Pollock o Mark Rothko. Del otro lado están los millonarios que invirtieron una pequeña parte de sus cuantiosas fortunas creyendo que se trataba de originales.

A diferencia de lo ocurrido con los mormones, aquí las preguntas son otras, y tienen que ver con la percepción que tenemos de la belleza artística y cómo está condicionada por el autor. Si esos salpicones de pintura los hizo Pollock, pues estamos ante una obra de arte que nos hace llorar; si los hizo un pobre diablo, merece ser arrojado al contenedor. El asunto del precio es distinto, ya que la autoría de algo tan sencillo como una firma es capaz de valorizar un pedazo de papel. El problema está en lo que consideramos bello.

Mientras tanto, intentamos descubrir cuánto sabía Ann del engaño, aprendemos un poco de pintura y manejamos otro concepto, que sí puede aplicarse al título anterior. Tiene que ver con las capacidades de un artista del engaño y la dificultad para atraparlo cuando sus víctimas no quieren admitir que fueron engañadas. Para quedarse charlando mientras corren los créditos.

Un falsificador entre mormones, dirigida por Jared Hess y Tyler Measom. Made you look, de Barry Avrich. Ambas en Netflix.