Sofie (Ida Engvoll) es una consultora en desarrollo empresarial con una vida familiar tipo: esposo, hijo, hija, todo bastante sincronizado y controlado. Es dura y parece fría. Empieza a trabajar en una editorial de la vieja escuela que, a punto de quebrar, la contrata para intentar reflotar. Su vínculo con Max (Björn Mosten), informático de la empresa, empieza de manera accidental (no spoilearé) y deviene en un vaivén de diversión-tensión por medio de un espiral de casi chantajes y pruebas, que es la marca de Amor y anarquía.
La oficina es disfuncional y sus personajes, además de ser extremadamente divertidos, resultan muy interesantes y encastran a la perfección, aunque sus jornadas son aburridas y monótonas. Pero Sofie y Max parecen encontrarle la vuelta para ponerle un poco de movimiento a la rutina laboral.
Su historia transcurre a medida que las prácticas empresariales actuales y sus “códigos” parecen ir comiéndose a las personas y sus vidas. El “choque de culturas” se puede ver, por ejemplo, en lo que ocurre con unos libros (en papel) que intentan sobrevivir a una realidad hipertecnológica en la que el marketing y las redes sociales parecen predominar sobre el contenido.
El marido de Sofie cumple una función esencial en la transformación de la protagonista: parece ser un buen esposo, culto y empático, pero su tendencia controladora empuja a Sofie a percibir un hartazgo en la relación difícil de disimular, a la vez que los juegos con Max van aumentando de intensidad y complejidad.
Así, ella va evolucionando, y pasa de ser una consultora bastante hostil a una mujer más cálida y humana. Entre lo más atractivo de la historia está cómo Sofie y Max intentan (y logran), con pequeños desafíos diarios, matar una cotidianidad que a veces resulta agobiante. Hasta que, como casi siempre ocurre con todo, se les sale de control.
Ella escapa a los clichés de la mujer que tiene una aventura con un tipo más joven porque su matrimonio está estancado y odia la rutina. Sus motivaciones van más allá y lo que encuentra en Max es el espejo de lo que le falta, pero también un disparador para reconectar consigo misma. Su historia nos acerca un atendible punto de vista acerca de lo difícil que es aún hoy, para una mujer, combinar vida profesional y laboral, los movimientos internos que eso provoca en las familias, y la dualidad entre vida personal y vida pública: hasta qué punto la reputación de una persona en lo privado afecta su obra artística y la teoría de la cancelación, tan usada en la actualidad.
También resulta fascinante el concepto de la universalidad del humor. Aunque es una serie proveniente de Suecia, donde la cultura imperante parece muy alejada de la rioplatense, nos hace reír, y mucho. La idea “todos nos reímos casi de lo mismo” vale especialmente para temas como el amor, el sexo y el mundo del trabajo, y no nos cuesta sentirnos identificados con las tribulaciones de estos suecos.
Empaquetada en ocho capítulos de 30 minutos (y con una segunda temporada en camino), Amor y anarquía es adorable y adictiva, y no tiene nada que ver con las comedias que normalmente estamos acostumbrados a ver: reivindica el absurdo, la liberación y el poder ser uno mismo.
Amor y anarquía, de Lisa Langseth. En Netflix.