Dharma y Greg, Two and a Half Men, The Big Bang Theory. Son sólo algunos de los éxitos creados por Chuck Lorre para televisión durante las últimas décadas. Sus comedias han acaparado premios y, sobre todo, la atención de una audiencia ávida del formato media hora, que sobrevive a todos los cambios que propone la actual “primavera de la TV” y que encuentra en Lorre a su más experto hacedor.
Sin embargo, hasta ahora sus shows tenían dos constantes no demasiado positivas: las incontables temporadas terminaban degradando la premisa original (volviéndolas ocasionalmente comedias que trataban sobre sí mismas) y esa extensión hacía que no pocas veces los actores se alejaran en busca de pastos más verdes (o explotaban los escándalos que los alejaban, como fue el caso de Charly Sheen).
Sea porque Lorre aprendió la lección o porque las condiciones para realizar El método Kominsky fueron otras (se habla de un Michael Douglas muy firme en cuanto a la duración de cada temporada y la cantidad de temporadas), estamos ante una serie de apenas tres tandas que suman 22 episodios y que sólo ha ido a más hasta cerrar por todo lo alto, en su temporada más difícil, madura, emotiva y, claro que sí, graciosa.
Cuando un amigo se va
Qué difícil tenía El método Kominsky su arranque. Alan Arkin había sido el bastión principal de la historia –junto con el propio Sandy Kominsky de Michael Douglas– interpretando al agrio, brusco y entrañable Norman Newlander, el agente y mejor amigo de nuestro actor/profesor de actuación protagónico. Pero Arkin anunció que no regresaba a la serie, que había firmado sólo por dos entregas y que, en verdad, estaba demasiado cansado para enfrentar las exigencias de un rodaje tan extenso.
Así que, a la mejor usanza televisiva cuando se va un actor, la tercera temporada comienza con un funeral, el del coprotagonista, y con la duda de si la ficción lograría superar ese escollo. Pero pronto las cosas quedan claras: tendremos en esta temporada de cierre lo mejor que ha dado El método Kominsky y lo mejor que ha escrito Chuck Lorre en su carrera.
Ya en ese velorio la nota está justa y clara en su balance: nos vamos a reír, pero vamos a llorar. Aunque no falte nunca humor, la serie se propone más que nunca como una reflexión sobre el paso del tiempo, sobre enfrentar en el final las cosas que no resolvimos antes, sobre cerrar aquello que nos quedó pendiente, pero también sobre estar dispuestos a encarar todas las cosas nuevas que siguen pasando.
Así, más centrada que nunca en el propio Kominsky, la serie nos da en tan sólo seis episodios varias cachetadas acompañadas por una sensación de bienestar y un timing formidable para el humor.
Para que todo funcione, tenemos a un Michael Douglas que deja cada centímetro en cada fotograma en que aparece. Y la serie –Lorre– es inteligente y asume que va a necesitar compañeros de juego ahora que Norman/Arkin ya no está. Para eso aprovecha a algunos que vienen desde el principio (Sarah Baker es Mindy, la hija de Sandy), potencia formidablemente a otros que aparecieron después (Paul Reiser sigue en modo robaescenas como Martin, el novio de Mindy) y trae como coprotagonista a un personaje que había sido tan sólo un cameo (Kathleen Turner como Roz, la ex de Sandy y madre de Mindy), en el gran acierto de esta temporada. Douglas y Turner se sacan chispas y tienen química para repartir: se conocen desde hace más de 40 años y supieron coprotagonizar clásicos como Dos pícaros en busca de la esmeralda perdida y la formidable La guerra de los Roses.
Aprovechando todas estas interacciones entre personajes y una trama que va sólo hacia adelante, Lorre entrega la coda de la historia de Sandy Kominsky, un profesor de actuación que acaso quería ser tan sólo un actor, que ha metido la pata varias veces en la vida pero está dispuesto a reparar sus errores. Un personaje –todos, bah– tremendamente humano, gracioso y querible, que tiene aquí el magistral cierre que se merece.
El método Kominsky, de Chuck Lorre. Con Michael Douglas y Kathleen Turner. En Netflix.