“Arturo los está esperando”, nos dice una muchacha en la recepción de una especie de hotel para veteranos que descansa en Punta Carretas, aunque le preguntamos por Cacho. Subimos al cuarto piso y nos recibe Arturo, que mañana cumple 85 años pero no perdió el pelo ni las mañas. Nacido en Buenos Aires, de padre marroquí y madre italiana, a Arturo de la Cruz Feliciani por acá siempre se lo conoció como Cacho de la Cruz y es de esos pocos que realmente no precisan presentación en la introducción de una entrevista, a menos que la esté leyendo un adolescente que no llegó a ver Cacho Bochinche, ya que el programa terminó de emitirse en 2010, luego de casi 40 años al aire.
“Cometí todos los pecados que se pueda cometer y a todos los fui deslizando: esto no sirve, esto no sirve, esto no sirve, hasta que llegué acá”, cuenta Cacho. Se siente bien, no pierde la voluntad de hacer gimnasia ni de cuidarse “mucho” con las comidas, dice, y agrega: “Me siento mucho más tranquilo que antes. Antes estaba en el mismo estado físico pero con ansiedad por quién me atendía si me pasaba algo. Entonces, me vine a un hotel. Acá vivo como turista y chau”.
Pero hay un lugar donde Cacho nunca fue turista: Canal 12. Allí, desde 2008, hay un estudio que lleva su nombre. Aquel año terminó El show del mediodía, luego de conducirlo durante más de 45 temporadas. Hace pocos días, el 2 de mayo, se cumplieron nada menos que seis décadas de aquel debut –del programa y del canal–. Cacho, el músico, el humorista, el conductor, últimamente estuvo recordando su trayectoria más que nunca porque se editará un libro sobre ella, que venía de 160 páginas pero se tuvo que extender a 300: parece que hay anécdotas para contar. Cuando se le pregunta cuáles son esos pecados que dice haber cometido, contesta: “Nasales, bucales y estomacales”.
El domingo cumplís 85.
Sí, nací el 8 de mayo de 1937. Es un año más. Yo me hago un autoanálisis y no entiendo cómo, luego de haber hecho tanto desatino en mi vida, todavía me siento bien. Porque todas las mañanas hago diez kilómetros en la bicicleta acá abajo, que hay un piso de deporte impresionante, y con dos pesas de dos kilos hago todos los movimientos. Entonces, razono y digo “después de todas las cosas que hiciste...”. Tengo más de 7.000 programas de televisión. ¿Cómo me da el físico? Fue por no entrar en los juegos raros, como el alcohol –no quiere decir que no lo haya probado– y los otros chiches. “Esto no es para vos”, y ya está.
Pero en la noche de los clubes de jazz había alcohol.
Todo... Yo empecé a trabajar a los 14 años en los cabarets de Buenos Aires, con permiso de mi papá. En El Tabarís, Chantecler, todos esos. Era un permiso de menor muy especial porque mi papá en esa época era inspector de cárceles –después llegó a subdirector de institutos penales– y la firma del tipo valía. Yo trabajaba como cómico, hacía boludeces en los cabarets. Hace tiempo me di cuenta de cómo se ha distorsionado todo: porque en la noche había tanta maldad como la que hay ahora, pero había códigos. A mí dentro del cabaret me decían: “Pibe, tomátelas de acá”, porque estaba lo prohibido. No me decían: “Vení, probá”. Y había guapos guapos, tipos que dejaban el facón en la peluquería, porque en esos cabarets había peluquería para los guapos que se afeitaban y se maquillaban.
¿Ya tocabas el trombón a esa edad?
Sí, lo estaba estudiando. Estudié imprenta, fotograbado y publicidad –dibujante publicitario, porque me gusta dibujar, nada más–. En Argentina, en todos los institutos de enseñanza que pertenecían a la municipalidad –no sé si ahora existe eso–, te tenías que recibir sabiendo tocar un instrumento leído, solfeo. Elegí el trombón porque me parecía muy cómico: todos los payasos salían con un trombón, lo tocaban y se les bajaban los pantalones. En el mismo colegio había un compañero, que ahora vive en Uruguay, Guillermo Facal –fue bajista de Los Cinco Latinos–, y con él formamos un conjunto que se llamaba The Birdlanders, “los de la tierra de los pájaros”, una maravilla. Así me inicié con una orquesta, con otra; tocábamos en los boliches con Palito Ortega, Lalo Fransen, Nicky Jones, que todavía no eran nadie. Hacíamos jazz porque siempre me gustó. En mi casa, un tío –hermano de mi mamá– era muy propenso a la música clásica. A las ocho de la mañana ponía el tocadiscos con música clásica y jazz, y me quedó.
Después, ya en Montevideo, conociste a los hermanos Fattoruso, con quienes formaste los Hot Blowers.
Yo fui tutor de Fattoruso y de [Ruben] Rada –parece joda–, porque los llevé de gira a Chile y como eran menores de edad tuve que sacar los documentos. El papá de Hugo y de Osvaldo [Antonio Fattoruso] trabajaba en el Palacio de la Música, era encargado de distribuir, con una camionetita, los discos a las sucursales que estaban en La Paz, Pando, etcétera. Un tipo bárbaro, excepcional. Pero a ellos los conocí en la feria de Tristán Narvaja, donde Hugo tocaba el acordeón, el papá, el contrabajo –en realidad, era un cajón con un palo y una cuerda– y Osvaldo, la batería. “Qué lo parió este pibe, cómo toca el acordeón”, dije. Le pregunté si le gustaría tocar jazz, lo arrimé para el lado del Hot Club y ahí nos vinculamos con todos los músicos. Yo trabajaba en una boîte muy importante que se llamaba Bonanza, que era medio pelo, porque la más fina era El Embassy y después estaban las de atorrantes, como Moulin Rouge y todo eso. Había un gordo que era el presidente del Club de Bochas Irlanda, que estaba en Irlanda y Avenida Italia, y me preguntó si no podía hacer unos cuentos y chistes para los viejitos que iban a jugar a las bochas. Lo organizaba una vez por mes, no les cobraba la bebida, para que estuvieran contentos –el secreto era que atrás tenía todo el bagayo que te pudieras imaginar–. Entonces, cuando fui a hacer los chistes, vi un tambor. Pregunté de quién era y me dijeron: “Ahora viene un moreno que es repartidor de telegramas del Correo, vas a ver cómo toca y canta, imita a Rosamel Araya”. Y apareció Ruben en bicicleta, la dejó y empezó... Impresionante. Entonces, le dije que tenía una orquesta y en unos meses nos íbamos de gira por Chile y Perú. Me explicó que era menor. El primer nombre que le puse fue Richie Silver.
Después lo usó. Hace como 15 años sacó un disco con ese nombre.
Ah, ¿sí? No jodas. Después, en Buenos Aires le pusieron Aros Rada, que fonéticamente sonaba bárbaro.
El 2 de mayo de 1962 se inauguró Canal 12 y arrancó El show del mediodía.
Esta anécdota es brutal. Veníamos de Chile y le digo a Rada: “Ahora vamos a laburar en televisión, porque tengo un gran amigo, José Pedro Boiro, que viene a dirigir todo el canal”. Le dije de ir a hablar con él para hacer lo que hacíamos en la gira. Entonces, golpeamos en la puerta de al lado del canal, que era la entrada del público –al lado estaba radio Sarandí, con don Carlos Solé–, y sale la que después me enteré que se llamaba Lillian Claus, una señora inglesa. Le pedí para ver a Boiro y nos miró cómo diciendo: “¿Qué vienen a hacer acá?”. “Esperen un minutito”, nos dijo, cerró la puerta y nunca más se abrió. Rada, cada vez que me ve, me pregunta si me atendió la mujer esa. Después insistí y José nos atendió. Yo hacía fonomímica, imitaciones; era el rebusque para hacer un mango en cualquier lado. Imitaba a Pierino Gamba dirigiendo la obertura de El barbero de Sevilla, después hacía a Lolita Torres.
Imagino que cuando empezaron no pensaste que el programa iba a durar más de 45 años.
No, era pan para hoy, hambre para mañana, un rebusque. Yo vivía más de la noche que del canal. Tampoco dormía, porque en la noche terminaba a las 4.30 y a las diez de la mañana ya estaba en el Show. Dormía de tres a siete de la tarde. Mi vida era al revés.
Siempre se dice que el humor uruguayo es más blanco que el argentino. Pero vos, siendo argentino, hacías un humor más uruguayo.
El humor uruguayo es más estudiado, más inteligente. Yo me guiaba por varios cómicos argentinos, uno de ellos era muy perspicaz: Don Pelele. Cada frase de él era de risa atrasada: “Ah... claro”. Eso a mí me servía justo. Después empecé a independizarme y tenía la mano muy aguda del ingeniero Horacio Scheck [fundador de Canal 12], que para mí fue el padre de la televisión, el que enseñó acá cómo había que hacer televisión. Me enseñó cómo tenía que dirigirme, expresarme y vestirme en la televisión para que fuera un éxito. “Nunca le faltes el respeto al público”, me decía.
¿Cómo nació la idea de Cacho Bochinche?
Me iba para Buenos Aires, porque El show del mediodía estaba parado por problemas de cortes de luz y tampoco podía laburar en los boliches porque no andaban los aparatos para poner un disco y hacer fonomímica. En esa época ya estaba casado con Titina [Helena Reffino], la mamá de Daniela, Rodrigo y Maxi. Fui a ver a Scheck, me dijo que me quedara y me preguntó qué me gustaría hacer. Fui a mi casa, preguntándome qué podía hacer, y Titina me dijo: “¿Por qué no hacemos un programa para niños?”, ya que me seguían tanto por la comicidad de El show del mediodía. Entonces, le dije a Scheck que me gustaría hacer un programa para niños. “¿Estás loco vos?”, me contestó... Pero probamos. Y la esposa de un cameraman, Nelson Paz, formó con Titina una pareja de payasos. Era mejor que fueran dos mujeres, porque hay más afinidad y más confianza en la familia del niño. De nombre les puse Mucho Gusto y Poca Cosa –después estuvieron Taraletti y Bobalinda–. Entonces, empecé a tomarles el gusto a los decorados, porque los armaba yo y eran monumentales. El otro día hicimos cuentas, con este muchacho que me está escribiendo el libro, que esos 7.000 y pico de programas que hice vendrían a ser 20 años de trabajo sin descansar un día.
¿Cómo aguantabas ese ritmo?
Por eso te digo: en principio había ayuda... Pero después dije: “No, esto no sirve”. Y por Dios y la Virgen que me ayudó mucha gente también. Yo no llegué a hacer caída ni nada, pero iba a eso y me avisaron. Mi señora me dijo: “Te estás portando mal así”, patatín, patatán. Entonces, dejé todo. Yo fumaba cuatro o cinco paquetes por día. Compraba los paquetes y se los daba al asistente, al iluminador; donde te maquillaban había un paquete de cigarrillos. Fumaba, fumaba, fumaba, hasta que un día dije: “No fumo más”, y no fumé más; se jugaban apuestas. Y un día dije: “No tomo más”, y se jugaban apuestas... De esto hace mucho tiempo, eh.
¿Ves televisión?
Sí, soy adicto a la televisión. Además, hablo con la televisión: “No hagas eso”, “mirá cómo está vestido este tipo”. Después me doy cuenta: “Ay, qué boludo que soy. ¿No estaré colifato?”.
¿Pensás que la de ahora es muy diferente a la televisión que hacías vos?
Sí, muy diferente: se perdieron todos los cánones. Primero, se perdió el respeto al público, y el público también empezó a despreciarlos a esos tipos. O sea, entró en el juego del tipo que le perdió el respeto y se desarmó todo, porque la televisión es una máquina de ilusiones.
¿Eso lo notás en la televisión de acá?
Lo veo acá, en Argentina y en Chile –porque también veo televisión chilena–, lo demás ya no es televisión sino cartón pintado. No sé por qué se dicen malas palabras y se visten tan provocativamente. Yo no puedo ver a un tipo tatuado en televisión, que tiene “I love you” o una víbora... Le dicen: “Tenés que hacer de cura”, pero no puede hacer de cura. ¿No se da cuenta de que está limitando su carrera?
¿Cómo construías los personajes?
Siempre salían por casualidad. Chichita nació a través de Titina. Un día cumplía uno o dos años Daniela, mi hija mayor –tiene como 60 pirulos ya–, y una muchacha vino a traerle un regalo y le dijo: “Muchas gracias por la pavadita que trajiste”, al revés de “muchas gracias por el regalo”, “es una pavadita”. Ella se lo dijo directamente. Me pareció un absurdo como para un personaje, y así empezó Chichita, pero como un personaje dentro de El show del mediodía, una vez cada 15 días. El ingeniero me dijo por qué no lo seguía haciendo, pero no tenía base, había que formarlo. Entonces, se nos ocurrió hacer una parodia de las mujeres que cocinaban en la televisión. Estaba Cordon Bleu [Elena Hughes], que hablaba todo así [pone voz a medio camino entre afónica y ronca], y [Gori] Salaverry, que en Punta del Este hacía unos catering famosos.
Después, cuando con Chichita hacías almuerzos con invitados, también tenía cosas de Mirtha Legrand.
Pero no era una imitación de Mirtha Legrand, porque yo hacía a una ignorante, era el reverso. Una vez, vino Mirtha Legrand, por un aniversario del canal, y me dijo: “Vos me imitás a mí”, y le contesté: “No, no te imito a vos. Si te imitara a vos, tendría que hacer una mujer súper fina”... Era una ignorante cocinando. Decía: “Hoy vamos a cocinar papas fritas con huevos fritos”, pero todo ricachón, entonces: “Las papas tienen que ser importadas de Holanda y las podés aderezar con dos gotitas de coñac Rémy Martin, que se puede conseguir en el quiosco de la esquina”. “¿Los quioscos tienen, no?”, preguntaba yo, y el Rémy Martin vale un huevo y la mitad del otro. Cocinábamos los tres: [Alejandro] Trotta, [Miguel] Pendota [Menses] y yo.
¿Cómo te llevás con las varias leyendas que hay sobre tu persona? Por ejemplo, la del maltrato a los niños...
Eso es... Yo me morí de sida... El diario La Mañana sacó eso en un titular. El [Parque] Jagüel de Punta del Este lo hice yo, con todos los bichos aquellos, las jirafas, y había un señor que conocí en Cacho Bochinche y me ayudaba ahí, encantador, era como un segundo padre para mí. Un día, me preguntó si podía faltar porque era el cumpleaños de la señora. Y el sábado llama al boliche que había hecho con el ingeniero Scheck, que se llamaba La Olla, preguntando dónde estaba, porque en el cumpleaños de la esposa había una señora que decía que me tenía internado con sida en el Hospital de Clínicas. Me fueron a buscar a un boliche, lo llamé por teléfono y hablé con la enfermera: “Hola, don Cacho, qué suerte conocerlo”, me dijo. “Pero si estoy internado, nos vemos todos los días, señora”, le contesté. Esa es una anécdota brutal, brutal, brutal.
De El castillo de la suerte también tendrás anécdotas.
Una vez, una telefonista me dijo: “Hay una señora que está muy enojada contigo porque le hacés daño al chancho, atendela porque está indignada”. Le hablé y me dijo: “Usted le está haciendo pasar vergüenza al chancho”. Le pedí disculpas... Después nos denunciaron por maltrato animal y vino la inspección. Al chancho lo traían dos o tres días antes [del programa] y después se lo llevaban los que ganaban. El ingeniero mandó a hacer un chiquero para el chancho: comía de primera, tomaba.
Así que la gente que lo ganaba se lo llevaba de verdad.
Sí, porque después hacían un asado. Porque [los participantes] mayormente eran de oficinas, por ejemplo, los empleados de OSE o de la empresa tal. Me invitaban a los asados y el leitmotiv era el chancho que se habían ganado en El castillo de la suerte.
Mirá si la señora aquella se llegaba a enterar de que se lo comían...
Puta madre... Si entraba a sacar deducciones, ella alguna vez habrá comido cerdo también.
¿Le tenés miedo a la muerte?
No. Estoy preparado todas las noches. Mañana, si me levanto, fenómeno.