One More Time..., de Blink-182
A mediados de los 90 terminaron de explotar varias bandas de rock nacidas en California que tenían como empuje rítmico principal el punk pero lo adornaron con distintas dosis de pop, ya sea en las melodías, las letras, la producción o simplemente por una postura general menos revulsiva ante la vida. Entre grupos como The Offspring y Green Day, que todavía dan batalla, también estaba Blink-182, que arrancó después que esas dos pero supo ponerse a tiro con la por entonces omnipresencia de MTV. Con el disco Enema of the State (1999) y en particular con el paródico videoclip de “All The Small Things” demostraron que sabían hacer lo suyo dentro de ese punk más pop que alternativo.
Pasaron varios discos y portazos de integrantes, y ahora Blink-182 volvió con el álbum One More Time..., que marca el regreso de Tom DeLonge, fundador, guitarrista y uno de los vocalistas del grupo, que se había ido luego de la grabación del EP Dogs Eating Dogs, hace más de una década. El resultado es un viaje sin escalas a ese sonido californiano de siempre, de guitarras compactas, con distorsión estilizada, batería nerviosa y canto quejoso adolescente, aunque sea de gente que ronda los 50. Ya la que arranca el disco, “Anthem Part 3”, tiene todo por lo que se conoce a esta banda, empezando con la melodía estirada y pegadiza del estribillo y terminando con el silencio antes de la explosión. “Dance With Me”, con el curioso (¿y latino?) coro “Olé, olé, olé”, demuestra que todavía saben cómo enganchar. Pero también hay tiempo para la calma pseudorreflexiva, por eso la canción que da nombre al disco es una balada de guitarras acústicas y piano, dueña de un verso que puede referirse a la vida o a la música de Blink-182: “Older, but nothing’s any different”.
The Dark Side of the Moon Redux, de Roger Waters
Regrabar un disco icónico, legendario y perfecto, que está guardado compás por compás en la mente de muchos melómanos alrededor del mundo, tiene un alto riesgo y a priori puede parecer un sacrilegio, totalmente innecesario, como pasó con aquella remake de Psycho (Alfred Hitchcock, 1960) plano por plano a cargo de Gus Van Sant, estrenada en 1998, que se veía como un ejercicio de la primera clase de Introducción al Cine. Pero cuando el que juega con la obra es el propio autor, ya es otro cantar. Roger Waters, quien fuera líder de Pink Floyd y este viernes se presentará en el estadio Centenario –por segunda y última vez en la historia–, hace pocas semanas publicó The Dark Side of the Moon Redux, una reversión del gigantesco álbum que parió con su antigua banda hace medio siglo.
Waters no intentó recrear el disco tal cual –sería una radiactiva estupidez– ni actualizarlo, sino que simplemente lo adaptó a su veta solista, extrayendo la esencia de las canciones, dejándolas respirar, sin bulla instrumental. El resultado es una vuelta en el tiempo: la mayoría de las canciones parecen maquetas, demos o esbozos de las del disco original, pero con arreglos de cuerdas que les dan un color que no tenían. Hay agregados vocales: algunos soliloquios que se manda Waters, incluso en los temas que originalmente son instrumentales (“Speak to Me”, “On the Run” y “Any Color You Like”), que no aportan demasiado –y son hijos de la verborragia que se apoderó del músico británico hace rato–, pero en la atmósfera más calma y en la forma de cantar de Waters, que por momentos parece un susurro casi a lo Leonard Cohen (escúchense los primeros versos de “Money”), las letras levantan más vuelo y nos chocan en la cara.
Cousin, de Wilco
Wilco, banda de rock alternativo oriunda de Chicago, lanzó su decimotercer disco de estudio, Cousin, con diez canciones que contaron con la fina producción de la compositora galesa Cate Le Bon, quien además se encargó de tocar varios instrumentos (bajo, piano y sintetizador) en algunas de ellas. Hay amables piezas de pop-rock como “Evicted”, de base acústica, con su destellante arreglo de guitarras eléctricas y la apacible interpretación vocal de Jeff Tweedy. También canciones más atmosféricas, como “Levee”, de las mejores del disco, que suena como un viaje onírico envuelto en la obsesión: “Save me, / save me again, / make me, / make me lose you and then / save me, / save me again, / make me, / make me use you again”.
Lo onírico vuelve más intensamente en la canción que nombra al álbum, empezando con una base rítmica electrónica a la que se le van sumando más y más arreglos, y en la coda parece sumergirnos en las profundidades del océano. En “A Bowl and A Pudding”, los arpegios de guitarras acústicas se despachan con una larga introducción de brisa celta, que también está entre lo más destacado del álbum, junto con el resto de la canción, cuya progresión armónica suena como un viaje infinito.