Si en la segunda temporada de Atlanta el estilo narrativo fue expandiendo su formato de comedia surreal hacia otros géneros –entre los que se destacaba en particular el del horror–, la tercera ya arranca en una dimensión ominosa que va a ser la clave tonal de los capítulos subsiguientes.
Los personajes centrales de la historia vuelven a ser el rapero Paper Boi, su asistente Darius y su manager Earn (encarnado por el propio Donald Glover, alma de la serie), pero en el capítulo “Three slaps” no hay rastro de ellos: sólo tenemos a dos pescadores nocturnos flotando en un desvencijado bote a las orillas de un río dormido. Uno de ellos, blanco, le cuenta a su compañero que debajo del río fue sepultada bajo las aguas una comunidad autogobernada por negros (quizás una referencia a la histórica Oscarville). Dice que, a pesar de que se les avisó que debían mudarse debido a la construcción de una presa, muchos decidieron permanecer ahí, como si hubiesen sido movidos por una confianza ciega. Hay en esta historia una suerte de moraleja sanguinaria propia de los viejos folktales: el pecado de orgullo de un pueblo que comenzaba a sentirse blanco y que no estaba dispuesto a soltar ese nuevo estatus aun si se lo llevaran las aguas.
A este contenido latente el narrador agrega: “Eran casi blancos. ¿Sabés? Blanco no es siquiera una cosa real. Es algo social, blanco es dónde estás y con quién estás. Ellos pagaron por ser blancos. Con suficiente plata y sangre cualquiera puede ser blanco”.
Si en las dos temporadas anteriores el punto principal era explicar qué significaba ser negro en Estados Unidos, toda la tercera temporada es un cuestionamiento ontológico sobre lo blanco, pero lo blanco entendido ya no como una pigmentación, sino como un estilo de vida. Para esta disección la serie no sólo contará con una cada vez mayor proliferación de “capítulos-ensayo” independientes de la trama, sino con un cambio de escenario que reformula toda la narrativa.
El desencanto
Casi como en una elipsis seccionada a hachazos, pasamos del altercado en el aeropuerto con el que se cerraba la segunda temporada al equipo de Paper Boi en plena gira europea. Si la primera temporada mostraba sus ganas de triunfar en un entorno cutre y mezquino y la segunda, sus problemas para sostener y darle forma a ese triunfo, en esta tercera temporada vemos al músico intentando no dejarse devorar por el éxito.
De manera brillante, Hiro Murai y Donald Glover –cocreadores de Atlanta– no colocan el peligro en elementos externos tanto como en una especie de extrañeza interna de sus protagonistas. En el viejo continente la Policía no es viciosa como la de su Atlanta natal (en el segundo capítulo a Paper Boi lo meten en cana por unas horas y aun habiéndosele pagado la fianza prefiere salir después de almorzar y dormir la siesta en una celda que es diez veces mejor que cualquier alquiler de Airbnb europeo) y la gente tampoco es abiertamente racista. Más bien lo contrario: el racismo se revela en la disposición excesiva de cierta gente blanca a sonar empática, en ingenuas pero despiadadas apropiaciones culturales (en un capítulo Darius le muestra a una inversora un auténtico restaurante de comida nigeriana y la tipa lo compra y lo convierte en un foodtruck sin alma) y en tradiciones que estéticamente generan una sensación de total otredad (los niños blancos con blackface en honor a Pedro el Negro, un asistente morisco de Santa Claus que forma parte de la tradición de Países Bajos y Bélgica).
No hay necesaria mala fe, sino un extrañamiento, la sensación que ha guiado el tono de Atlanta desde sus inicios y que le debe un montón a Louie, de Louis CK. Sin embargo, mientras que la extrañeza de Louie (y el vacío existencial de su protagonista) era siempre personal, reflexiva y estaba atravesada por el prisma de una depresión indeleble, casi estructural, en Atlanta esta sensación, por más bizarros que sean los acontecimientos que la rodean, siempre es más externa y política.
La soledad de la gloria
En esta temporada 3 de Atlanta todos los personajes gozan de un imprevisto logro o privilegio y no saben qué hacer con él. El dinero circula y parece haber perdido esa gravidez que los anclaba al sentido común. Earn, Paper Boi e incluso la expareja de Earn, Vanessa (no Darius, que sigue en su propio y fascinante mundo), son como tres galgos que corrieron tan rápido que llegaron a comerse el conejo falso del galgódromo: ahora que muerden la felpa sin gusto ni sangre, ya no saben si seguir girando en círculos alrededor de la pista o aventurarse en otro camino.
No hay nada que conquistar ni nada que perder, y es en este absurdo donde se encuentra la grieta interna identitaria, la de estos pibes de barrio que de golpe empiezan a adquirir la blanquitud de las personas que los rodean.
En esta clave, los personajes tratan a duras penas de adaptarse culturalmente a una nueva identidad. En “Terrare”, el último capítulo de la temporada, Vanessa no sólo llega al paroxismo de sufrir una especie de escisión de su personalidad en la que se cree francesa, sino que la misma serie se encarga de darle un background amplio que rompe las reglas temporales de la narrativa, como si desfondara la línea de tiempo y convirtiese el mes en el que todo sucede en uno o dos años. Todo el arco se llena de referencias ajenas al mundo de Atlanta y el hip hop (y cabe darle una mención especial a la aparición de la –blanquísima– agrupación Stereolab en la banda sonora como uno de los momentos musicales más lindos de 2023).
El blanqueamiento
Atlanta, en ese enfoque posracial que casi ninguna otra serie llegó a concebir de forma tan exitosa, siempre supo criticar el rol que los mismos afroestadounidenses tenían en su propia tragedia; recordemos, por ejemplo, el episodio “The Club” (de la primera temporada), en el que Earn tiene que sobrellevar la grieta entre no ser aceptado en restaurantes de blancos y ser estafado en stripclubs de negros. Ahora, con Earn y compañía ya en la cima, queda aún más clara esta revisión autocrítica de una cultura afro que quiere exprimir a más no poder el complejo de culpa blanco (en este sentido, Atlanta triunfa en todo lo que termina siendo fallido en Us, de Jordan Peele).
El problema, como siempre parece ser, es que, tal como se menciona en la historia de fantasmas del comienzo de la temporada, en la medida en que uno juega a ser blanco empieza a perder conciencia de la propia extensión de su esclavitud. Tanto en el capítulo “The Old Man and the Tree” como en “White Fashion”, Earn y Paper Boi entran en la contradicción de ver a otros negros robar la plata con curadurías artísticas y fundaciones berretas y no saber si retirarles el apoyo o si, movidos por una suerte de complicidad racial, hacerse los boludos.
Sin embargo, los grandes elementos diferenciadores de estos temas que ya se veían en anteriores temporadas son el tono de cuento de terror que comienza a permear todo –como si el folclore europeo hubiese penetrado en la serie por túneles de lombrices– y un desencanto aún más marcado. Y es que el crecimiento de Atlanta no es sólo el crecimiento de Earn, Paper Boi y Darius, sino también el de quienes los encarnan: en los siete años que pasaron desde el comienzo de la serie, Donald Glover, Brian Tyree Henry y Lakeith Stanfield se convirtieron en megaestrellas.
Especialmente, el caso de Donald Glover es un espejo directo del espíritu de Atlanta: un chico cuyo éxito temprano tuvo que ver con su aval en un mundo notoriamente blanco (tanto en la escritura de 30 Rock como en los sketches de Derrick Comedy), y que una vez alcanzado ese respeto y popularidad se fue recluyendo y –al menos con base en entrevistas y perfiles recogidos en varios medios– amargando. Así, el nihilismo del despilfarro de sus protagonistas emula el tratamiento que la serie da a celebridades blancas transportadas a pantalla con acidez y sin escalas: Liam Neeson haciendo de sí mismo en un bar de famosos cancelados revela cómo no aprendió nada de los quilombos en los que se metió luego de unos comentarios racistas, mientras que Alexander Skarsgård aparece convertido en un pelele completamente dominado por Vanessa. Uno casi podría escuchar a Donald Glover diciendo: “Sí, también puedo hacer a estos blancos hacer estas cosas”. Tal como en dos capítulos unitarios y alejados de la trama en los que se presentan los casos de caucásicos cuyo rol de dominador de golpe se invierte, el “momento de ajustar cuentas” se da dentro y fuera de la serie, en una especie de carnavalesca subversión de roles.
Pero a pesar de todo esto, hay algo ahí, un plus de goce que amarga la bebida. En Atlanta la pauperización del hombre blanco le otorga un nuevo swag o una nueva redención –esos capítulos “ucrónicos” se ofrecen como distopías caucásicas con finales felices–, mientras que los logros de los negros, por el contrario, amplían más el vacío en su interior. Hay, más allá de los cambios, de cualquier giro posible, una herida irresoluble y supurante, que sigue latiendo como una corriente subterránea que circula por debajo de aquel río que los llama desde sus profundidades.
Atlanta, tercera temporada. Diez episodios de aproximadamente 45 minutos. En Netflix.