“Soy de dormirme tarde. Llego a casa y me quedo mirando una película”, dice, sentado en una cómoda silla con respaldo y posabrazos que no utiliza, junto a una mesa larga y, al fondo, un televisor de muchas pulgadas. Un funcionario le arroja las llaves y subimos una escalera para entrar en la sala de reuniones de Canal 10. En el camino, todos lo saludan con afecto y la naturalidad de esos hábitos que hacen los días más fáciles. En la vereda, un rato antes de comenzar la charla, un hombre pequeño, canoso y de lentes con mucho aumento confesaba cuánto quiere a Petru y nos contaba uno de los chistes incorrectísimos que suele hacerle, contando con su confianza y complicidad.

Hace minutos que el actor salió del aire en su rol de conductor del programa La mañana en casa. Antes de irse del canal, se encontrará con otra tanda de trabajadores, como Aldo Martínez, que lo busca para abrazarlo y contarle lo bien que le fue en su viaje. “Yo lo he vivido todo con ellos: amores, la muerte de mis padres, momentos lindos, complicados. Han sido mi familia”, dice Petru mientras rememora sus varias décadas transcurridas en el edificio de la calle Lorenzo Carnelli.

En su almanaque mental vuelve a marcar el 1º de julio de 1988 como la fecha en la que se sumó al elenco del célebre programa humorístico Decalegrón. Ese mismo año, pero en febrero, había estrenado la versión uruguaya de ¿Quién le teme a Italia Fausta?, una obra que se mantuvo en cartel hasta 2003 y que lo consagró como una de las figuras más destacadas de la escena teatral local.

Desde sus comienzos y hasta el día de hoy, el popular artista se permite experimentar y arriesgar sobre cualquier escenario. Críticos y aficionados a las artes han sabido reconocer, además de sus condiciones histriónicas, su talento a la hora del desborde. Digámoslo de otro modo: cualquier noche de monólogo, en una fiesta privada, en el Teatro de Verano o en una paqueta sala con nombre extranjero, el actor irá al encuentro de un grupo de personas predispuestas a cruzar, por un rato, los límites de la educación y los modales, y a explotar de risa sin culpa. La receta de su vigencia mezcla una notable capacidad para tomar decisiones con rapidez y acción continua.

¿A quién saliste de tu familia?

Si pienso en el gusto por el cine, quizás a mi viejo. A mi madre le gustaba más la lectura. Papá llegaba de trabajar en AFE y los miércoles me traía la revista Codelín y a mamá le preguntaba si quería la Chabela o la Radiolandia 2000. En casa había una costumbre de que todos los domingos mi viejo nos llevara al cine. Íbamos al Maracaná, al Arizona, al Princess, al Maturana y al Sayago, y veíamos películas desde las dos de la tarde hasta las ocho de la noche. Después de que salían los niños, venían las de la Coca Sarli y Libertad Leblanc. Mamá nos preparaba refuerzos de mortadela, queso y manteca, y una Bilz Sinalco, una Fresquita, para mí y mi hermana. Viviría mil veces esa vida. Después, en la época del liceo, nos organizábamos en patota para ir al cine. Era muy feliz.

Una de tus virtudes más destacadas como actor es la forma en la que lográs conectarte con el público. ¿Cómo aprendiste a hacer eso?

Yo soy bicho de café concert. Viene de ahí, del juego que se da entre el actor y el público. Lo descubrí con Nacha Guevara. Una vez vino acá para hacer siete funciones en el teatro El Galpón y quedé tan fascinado que enseguida empecé a hacer [el disco de la actriz argentina] Los patitos feos. Cuando descubrí ese tipo de humor dije: “Esto es lo que me gusta”. Después hice drama, comedias, espectáculos de tango, ópera, zarzuela, carnaval y revista. No te olvides de que yo soy de la época de Antonio Gasalla, Enrique Pinti, Alberto Favero, Carlos Perciavalle. Y Nacha fue la que más me marcó.

¿Cómo funciona exactamente el café concert?

Con los años vas desarrollando la capacidad para jugar con el público. Yo siempre empiezo con música de María Elena Walsh o con algún tema de café concert de aquella época, después mantenés la línea con algo de actualidad, hacés un sketch y subís de golpe el tono hasta el delirio. Luego bajás de golpe, con poesía. Yo recuerdo leer a Mario Benedetti con música de Favero, por ejemplo.

En la época de la dictadura hacíamos “Por qué cantamos” y “No lo van a impedir” [de Amaury Pérez]. Eran temas de resistencia que resultaban muy fuertes para el público. Me acuerdo de bajar del escenario y mencionar “democracia” o “pueblo” y ver gente lagrimeando.

Era un poco arriesgado, aunque hicieran los espectáculos en lugares chicos.

El boliche Controversia, por ejemplo, era un lugar grande y lo hacíamos. Cuando fuimos a Asunción todavía estaba Alfredo Stroessner de presidente, actuábamos en el teatro Arlequín y todas las noches los militares nos pedían los libretos. Hacíamos “Quiero creer que estoy volviendo” [de Mario Benedetti] y no se daban cuenta.

Una vez fuiste preso.

El 12 de enero de 1982 a las dos menos veinte de la mañana en el boliche Gente. Yo estaba haciendo un tema de Mireille Mathieu y de repente se prenden las luces y entran todos los de verde. Mirá lo que es mi cabeza, pensé: “Pah, ¿de qué show vienen estos?”. Y así como estábamos vestidos, marchamos. En el subsuelo de Cárcel Central había una barra como de ballet, y con otros nos pusimos a hacer morisquetas frente al espejo, sin saber de qué el otro lado estaban los milicos mirándonos.

Yo no tenía nada que ver. Igual que mi viejo, que se tuvo que ir y murió de tristeza en Asunción. Nunca me vio actuar mi padre. El último recuerdo que tengo de él es sentado en una silla de playa mirando el agua de la piscina, con una tristeza impresionante. No quería estar fuera del país.

“Tengo la intuición para darme cuenta de la energía de cada uno en el público. El tiempo te da eso”.

Contanos más sobre lo que sucede cuando te mezclás con la audiencia.

Cuando bajás del escenario y te involucrás directamente con el público, en pocos segundos tenés que saber hacia dónde arrancar. Llamale psicología si querés. Tengo la intuición para darme cuenta de la energía de cada uno en el público. El tiempo te da eso. Y después hay otra cosa: el fin de semana pasado tuve cinco shows. Yo trabajo para eventos y fiestas empresariales, casamientos, cumpleaños, y también voy mucho a actuar para cooperativas de vivienda. La primera actuación fue en una casa muy humilde y la segunda en Jardines de Carrasco, y hago exactamente lo mismo porque lo disfruto mucho. De mi familia me quedan sólo mis primos Beatriz y Pepe. Yo siento mucho apego con la gente, y tal vez esa sea una de las cosas que se notan cuando voy a actuar. Me encanta sentir que el público es como una familia para mí.

¿Quién le teme a Italia Fausta? es un espectáculo por el que se te reconoce hasta el día de hoy. ¿Qué otras obras fueron importantes para vos?

Mirá, en 2002 el país se venía abajo y con Laura Sánchez y un elenco impresionante los fines de semana hacíamos dos funciones de La bien pagá. Trabajábamos de martes a domingo con lleno total. Más acá, Esperando la carroza fue una locura el éxito que tuvo.

Era una obra para vos.

Sí, cuando Gabriel [Calderon] me la ofreció, antes de que terminara de decirme “Se va a hacer La carroza”, le dije: “¡Sí!”. Y agotamos todo. Después hice otras obras durante mucho tiempo. En Alcanzame la polvera la gente venía a escuchar los secretos que contábamos de las señoras que vivían en Carrasco. Hubo quienes le llegaron a pedir a Omar Varela [director del espectáculo] que paráramos un poco la mano con eso. Éramos [con Fito Galli, su coprotagonista] muy inconscientes.

Foto del artículo 'Petru Valensky: “Soy de una cabeza muy socialista: quiero para todos las mismas oportunidades”'

Foto: Alessandro Maradei

Alcanzame la polvera se estrenó en 1992. Luego apareció internet. ¿Cómo se hace ahora ese tipo de espectáculos?

Podés seguir caminando en el filo. Ahora yo puedo nombrar a Astesiano o cualquier situación del país, y de hecho lo hago. Pero lo que nosotros hacíamos en aquella época estaba basado en los secretos que se conocían puertas adentro, y eso llamaba más la atención. Con el flaco Galli nuestra premisa siempre fue decir por lo alto lo que en el pueblo se gritaba por lo bajo. Pero claro, es cierto que no había celulares ni redes sociales.

¿Eso limita lo que ahora podés decir o no en un espectáculo?

Hay personajes que ya no los hago. De Nacha, por ejemplo, hacía “Maltratame, Johnny”. La sociedad cambió, se han ganado derechos y yo celebro que eso haya pasado. Hay temas que, directamente, ya no los incluyo.

¿Y si hoy el público te pide que hagas uno de esos personajes?

No. Por ejemplo, en “Maltratame Johnny” cantaba: “Estaba sentado a mi lado, cuando se paró quedó más flaco, y yo le dije: vení conmigo, maltratame, castigame”. Imposible.

Con Fito Galli también hiciste el programa Dos por noche, que resultó un hallazgo como late night show.

Te cuento cómo nació. Un día fui de invitado a un programa que conducía el Fata Delgado en Señal 1, que luego pasó a llamarse VTV. Estaba Edgardo Martirena [entonces gerente de programación] y me dice: “¿No te animás a hacer un programa de noche?”; le respondí: “Sí, claro”. Yo había visto el show de Edna [The Dame Edna Experience] en Miami y me había encantado. Se me ocurrió que podía hacer algo así, pero no solo. Agarré el teléfono y llamé a Fito Galli, que enseguida se enganchó. Fue un éxito impresionante y se dio de una manera muy increíble.

La aparición de ustedes al frente de un programa de tevé debe de haber sido muy importante para la comunidad LGBTQI+.

Sí, lo fue. En Salto había una avenida donde paraban chicas trans y pedían que les abrieran las ventanas de las casas para ver el programa. Pila de veces nos contaron esa historia.

Empezaste tu carrera artística en los 80. ¿Cómo percibís a la sociedad uruguaya en relación con temas como la sexualidad? ¿Más abierta? ¿Menos hipócrita? ¿Igual que siempre?

Es más abierta, porque de hecho ves parejas caminando de la mano o besándose y ya no está aquel horror que le causaba a doña Rosa y don Pepe. Pero sigue nuestra sociedad siendo un poco hipócrita, para qué lo vamos a negar. Acá y en Francia, cuando se sigue sin aceptar muchos derechos. Aunque se sigue avanzando y cada vez más rápido.

Me siento un poco viejo o desubicado al ver la libertad con la que van los jóvenes por la calle, y lo celebro, lo aplaudo, pero a mí, que vengo de tantos años en los que la comunidad gay estaba sometida, me llama mucho la atención.

En mi vida el valor más preciado es la libertad. Para cualquier ser humano. Soy de una cabeza muy socialista: quiero para todos las mismas oportunidades. Cuando digo esto hay gente que enseguida piensa en la política: comunista, frenteamplista. No, socialista. Quiero vivir con libertad y que todos puedan disfrutar de una vida plena.

Da la impresión de que sos un tipo que resuelve todo sin dudarlo demasiado.

Mirá, no hay nada que te duela más en la vida que la pobreza. Yo tengo un refugio en la esquina, y otro a una cuadra. La tristeza que ves en la gente mayor que está viviendo en la calle me duele de una manera que no te puedo explicar. Entonces, si voy al súper compro algo, se los llevo y les digo: compartan esto, muchachos. No dudo. Con otra señora hago lo mismo. Yo no sé si el día de mañana no voy a estar en el lugar de ella. O vas al Hospital de Clínicas y ves un montón de gente con la misma pobreza, esperando horas para que la atiendan. Considero que he tenido la gran suerte de haber estado rodeado toda la vida de gente muy humilde, porque me permitió aprender a valorar lo poco o mucho que tenía. También aprendí a relacionarme de la misma forma con personas que no tienen problemas económicos.

La pandemia me enseñó mucho, entré en una filosofía de minimalismo que me ayudó a pasar mejor todo ese tiempo: viví con lo justo y necesario. En 1989, cuando fui por primera vez a Estados Unidos, como buen gurí me dije: “Con lo que gane me voy a comprar cuatro camperas, un par de pantalones Levi’s y no sé cuántas cosas más”. Un amigo que estaba allá me dijo: “¿Para qué querés tanta cosa?”. Y cuando empezó la pandemia me acordé de eso. Yo siempre fui muy fanático de los relojes, y ahora regalé la mayoría de los que tenía.

Yo llegaba especialmente a mi casa para ver Decalegrón. ¿Cómo recordás a aquel elenco?

Hace un par de años se habló bastante sobre el carácter de algunos integrantes del elenco. En lo personal te digo que para mí era una fiesta. Yo estuve seis meses en la calle Corrientes con la Fausta y me tomaba el ferry bien temprano para no faltar nunca a una grabación del programa. [Ricardo] Espalter era un tipo extraordinario. Yo lo jodía mucho, le hacía bromas. Y Eduardo D’Angelo era el más compinche de todos.

¿Quién era el que ponía orden?

Julio Frade. Espalter en algunas cosas le hacía caso y en otras se iba al carajo. D’Angelo me decía por lo bajo: “Dale, meté tal cosa”. Y yo probaba y esas cosas terminaban funcionando. Graciela Rodríguez estaba divertidísima. Pelusa [Vera], otra genia. Después fueron partiendo todos: Ximena, Mecha Bustos. Los años pasan y me doy cuenta de que al artista la vida se le va rápido.