En la hora y 20 minutos que dura esta película de registro documental, Ida Vitale no dice una sola palabra sobre ella, tampoco suspira de melancolía, ni sugiere otras emociones lacrimógenas a través de sutiles o notables acotaciones físicas.

La célebre y reconocida poeta, traductora, ensayista, crítica literaria –integrante de la Generación del 45– es algo más que la protagonista de esta historia. Despreocupadamente, casi ajena a la intención del otro, se deja llevar por un antiguo lente fílmico y confía en María Inés Arrillaga y sus ganas de retratarla con las herramientas del cine.

El espectador comprenderá la situación de inmediato. En la primera escena, mientras canta fragmentos de un tango, Ida inspecciona de varias maneras una guarda de tela, como luego sucederá con otros muchos objetos. Cuando termina, pasa sus manos por lo que aparenta ser un delantal y le da inicio a su tarea principal. En el medio de la secuencia, la directora intercala otras escenas: se ve un barco y la imitación de los movimientos del agua en los brazos de la poeta. También se escucha el sonido del mar largamente. Luego, en un jardín, transcurre uno de los mejores momentos de la película, así que nada más al respecto quedará develado por aquí. Ida baja unas escaleras y levanta una silla, de esas de plástico con las que se puede armar una torre, para ir a ubicarse entre la muchedumbre de un evento social. Antes de volver a lo suyo, cierra las celosías de una ventana de su casa. “Yo vacío y vacío cajas para concentrar”, dice mientras busca entre papeles y fotografías. “¿Algún día habrá orden en esto?”, agrega, aunque para nada el orden –ninguno en particular– parece que le quite el sueño.

Los recuerdos desempolvados apenas se ven, los descubrimos en la voz de Ida, que elogia el humor de Buster Keaton (contrapuesto al de Chaplin), valora la paciencia de Juan Carlos Onetti, destaca el carácter “especial” del español Jorge Bergamín, y trae una y otra vez a su compañero Enrique Fierro.

Arrillaga –nieta de Carlos Maggi y María Inés Silva, dos íntimos amigos de la poeta– usa su privilegiada cercanía para quedarse, con astucia, con lo más importante y menos explorado del universo de la premiada artista.

El relato también está construido con la palabra dicha y escrita de la poeta, sobre fondos de imágenes abstractas que en ocasiones funcionan como pausas atemporales para regresar al espectador a las páginas y a los versos de los libros, o con la voz en off de la poeta.

Quien vaya al encuentro, o se le antoje una relectura de la poesía de Ida, descubrirá que su obra es una disección serena y metálica del catálogo completo de las fatalidades humanas, que aún no ha terminado. Su inagotable curiosidad nace de un “entusiasmo” que alguien le supo contagiar, según cuenta, cuando evoca muy brevemente su infancia.

Menos conocidas, aunque igual de atractivas, se ven sus mañas, registradas aquí en postales cotidianas. Para lograrlo, Arrillaga la acompañó durante cuatro años (en su estadía uruguaya, en viajes por Colombia y España, en caminatas, paseos, fiestas, presentaciones, y tardes, mañanas y noches en su casa) y supo reconocer y recortar con buen pulso lo que siempre queda, lo que más le interesa conservar a su retratada, mientras cambian los escenarios, las situaciones, y pasa el tiempo.

Con este hallazgo narrativo, cualquier espectador podrá sentirse cómplice cuando vea a esta legendaria figura de la cultura uruguaya manipular, con más decisión que esmero, el cartón de una de sus cajas de recuerdos, mientras se dice que todavía es “arreglable”.

El ir y venir estimulante de las cosas y el sujeto que las percibe, o las vuelve símbolos –una de las marcas registradas de la obra de la uruguaya– en la película, adquiere una dimensión propia del movimiento y la falla con la que lo mágico y encantador, en vez de desaparecer (era un riesgo, y sería lógico que pasara), se transforma. Puede ser ella, la que sale en los diarios, y la contundencia de sus rasgos faciales de erudición en primerísimo plano, o cuando dice “el tiempo de durar se ha terminado”, pero también es ella muy pequeña, igual que uno de sus objetos de estudio, deambulando en una peatonal, como parte de una fotografía que se desvanece, dejando entrever todo lo no dicho.

La música incidental, a cargo de Sylvia Meyer (otra muy cercana a la familia de amigos), sigue la sintonía de la poesía de Ida, la de un proceso natural de cosas bellas, feas y queribles que nacen y mueren sin necesidad de ningún espanto. El lente de Arrillaga nunca se corre del estado de la poeta, que no corresponde a ninguna etapa de la vida en particular, ni es hijo de una reflexión aplomada.

Cuando Ida ordena perchas por colores y las sacude casi sin motivo, se remanga sus pantalones para juntar piedras en la orilla de una playa, acaricia a un caballo al que nota cansado, o no se queda quieta en un sillón hasta saber de qué clase son las hojas de una especie vegetal al otro lado del edificio, queda claro que su afición no tiene ninguna otra razón que la que impulsa la sed del aprendizaje, como les pasa a los científicos y a los filósofos, y aunque esto no sea ninguna novedad para sus más cercanos, presenciarlo en la forma de escenas de la vida real puede ser, además de entretenido, como un reality show, muy inspirador.

Otra novedad: las fotos y el tiempo que lleva tomarlas le suponen a la poeta una distracción de su cometido principal, como se puede apreciar, por ejemplo, en el registro de una ceremonia de premiación del Cervantes, a la que se vio obligada a participar. Los ínfimos enfados de la pragmática Ida explican que la cámara utilizada para este film nunca se haya quedado del todo quieta.

Ida Vitale. 81 minutos. En Sala B, sábado y domingo a las 17.00 y en Cinemateca sábado y domingo a las 20.10, y de lunes a miércoles a las 19.30. En Cultural Alfabeta, sábados a las 16.50.