Nació en 1985 en Santiago y a los tres años ya estudiaba violín. Una década más tarde formaba parte de la escena rockera que florecía a partir de la primavera democrática de los 90 en Chile. Confiesa que ese desarrollo fue posible gracias a una educación privilegiada que abandonó a los 19 años para emigrar a Europa, donde se siguió formando en academias pero también en la bohemia. En Colonia –Alemania– conoció al grupo Ortiga y se acercó a la música popular y la nueva canción chilena, en Praga compró su actual violín en una tienda de antigüedades, en Ámsterdam editó el primero de sus diez discos de estudio. Corría el año 2006.
En 2011, en plena revuelta estudiantil, conoció a Gabriel Boric, para quien militó de manera activa en la última campaña electoral además de cantar en una íntima ceremonia tras la asunción presidencial y considerarlo un amigo. Un año más tarde regresó de manera definitiva a su país y antes de promediar la década actuaba en el emblemático Festival de Viña del Mar, acontecimiento que valora por el grado de masividad que implica la televisión, pero que no le quita el sueño ni considera un objetivo. Vivió el último lustro como todos sus compatriotas, entre el estallido social, la pandemia, el cambio de gobierno y el plebiscito constitucional. Ese “torbellino emocional” lo cerró en 2022 con un álbum que tiene nombre de síntesis pero también de manifiesto: Aún creo en la belleza.
Luego de siete años, el cantautor, multiinstrumentista, poeta y cronista trasandino regresa a Montevideo para presentar su último proyecto discográfico: Nano Stern canta a Víctor Jara, un homenaje al músico popular detenido, torturado y asesinado hace medio siglo en el marco del golpe de Estado. Entre los ensayos con la Orquesta Sinfónica de la Universidad de Concepción –con la que debutó como compositor sinfónico– y la promoción del documental En septiembre canta el gallo. Música chilena en tiempos de revolución –su estreno como director cinematográfico–, Nano Stern charló vía Zoom con la diaria. Son días agitados del otro lado de la cordillera, como casi siempre.
Si le tuvieras que explicar a un desprevenido qué lugar ocupan Víctor Jara y Violeta Parra en la historia de la música popular chilena. ¿Qué le dirías?
La Violeta Parra es el tronco de la música popular chilena. Tiene la particularidad de que une las raíces, que están bajo la tierra, que no se ven, con el follaje y con las flores que se renuevan y siguen creciendo. La Violeta lo que hizo primero fue meterse a estudiar, a recopilar, a viajar por el campo con su guitarra, con sus cuadernos y, más adelante, con unas grabadoras gigantescas que le tenía que cargar el pobre Angelito, el hijo. Y luego de hacer un aprendizaje muy profundo, muy exhaustivo, que nadie había hecho de esa forma, rigurosa pero no académica, los diez últimos años de su vida, más o menos, con todo ese aprendizaje comienza a crear. Y empieza a crear desde un lugar que es absolutamente revolucionario, es radical en el sentido etimológico de la palabra, de las raíces; está, al mismo tiempo, ancladísimo y mira para adelante. Y plantea una infinidad de posibles caminos con la música popular, con el folclor y con el contenido. Hay una diferencia muy fuerte ahí, Violeta cantaba canciones como “Por qué los pobres no tienen”, era el absoluto opuesto a cualquier atisbo de pintoresco. Era la otredad, era una mujer un poco fea, tosca en su manera de cantar, pero con una profundidad, con un desgarro y con una belleza que no existía. Abre este camino y esto coincide con esfuerzos un poco más académicos desde las universidades de hacer investigación folclórica. Surgen los grupos musicales Cuncumén y Millaray, está Margot Loyola también por ahí. Y de esta camada, que es como el siguiente pasito, en uno de esos grupos, en el Cuncumén, hay un jovencísimo Víctor Jara, que era actor y que empieza a destacarse por su voz solista, por su carisma, y empieza de a poquito a componer. La primera canción que hace es “Paloma quiero contarte”, que es la primera canción del disco –Nano Stern canta a Víctor Jara–, no por casualidad. Entonces, se produce esta posta directa y hay mucha relación entre ellos, la Violeta lo quiere mucho al Víctor. Y en el año 65 se produce otro hecho muy importante que es la formación de La Peña de los Parra. En Chile no había peñas, en Uruguay sí. Ellos lo vieron en París cuando vivieron allá y al regreso hicieron esta peña en donde el elenco estable es para pegarse un tiro de emoción: Ángel e Isabel Parra, Rolando Alarcón, Patricio Mans y Víctor Jara. Todos los días, durante ocho años, de jueves a sábado.
Algo tenía que surgir de ahí.
Y bueno, la nueva canción chilena, básicamente [risas]. El Víctor entonces está en esta camada, como compartiendo con los hijos de la Violeta. Luego él se destaca realmente en su generación, por muchas razones. Por una sensibilidad exacerbada, por una capacidad creativa muy luminosa, muy activa, y también por un compromiso político distinto al de sus compañeros, una militancia en la Juventud Comunista, luego en el Comité de Cultura junto con Neruda, entre otros. También yo diría que se destaca por una capacidad de apertura artística muy grande que lo hace colaborar con mucha gente, con muchas cosas distintas; por ejemplo, con Los Blops, un grupo rockero. Fue un poco como el gesto de Dylan de tocar eléctrico, o de Caetano con Os Mutantes, en ese mismo momento, además; parte de aquellas personas que dijeron: “Váyanse todos a la mierda, vamos p’adelante nosotros”.
En comparación con lo que venías haciendo es un álbum muy despojado. ¿Cómo llegaste a ese formato?
Totalmente, esa es la palabra, austero. Fue todo muy a conciencia, fue una decisión desde el comienzo del proceso. Una vez que decidí hacer este disco, dije: esto tiene que ser guitarra y voz. Por dos razones. Primero, por una decisión puramente estética; creo que se abusa mucho cuando se hacen estos discos homenaje, empiezan a aparecer las bandas y los instrumentos, metámosle un poquito de electrónica y metámosle el corno barroco y los ocho contrabajos, pero se va a la mierda al final, se termina cayendo en una sobrecarga estética. Quería un marco. Al margen de este proyecto, soy un compositor convencido y cada vez más, a medida que voy experimentando más procesos creativos, de que mientras más uno se ciña a un determinado marco más vuela la creatividad, es lo que pasa un poco con las formas en poesía. En este caso, la guitarra y la voz fueron este marco que permitió poner en el centro del asunto a la poesía, que creo que esto es lo que es, poesía cantada.
Y luego seleccionar las canciones.
Que son un montón. Víctor tiene seis discos solistas y muchos en colaboración. Lo primero que hice fue, de la gran lista de todas sus canciones, sacar las que no eran de su exclusiva autoría; de hecho, muchas de las muy famosas no son de él, “A desalambrar”, por ejemplo. Después eliminé también de la lista las canciones más contingentes, esas que él hizo en respuesta a algún suceso particular, que eran muy de época. Es el caso, y por eso no está, de “El derecho de vivir en paz”, siendo que es una canción tan emblemática y que recobró una vida tan fuerte en el estallido, pero es una canción que habla de Ho Chi Minh y de la guerra de Vietnam.
Hablando del estallido y de canciones contingentes, estuviste muy activo durante ese proceso, por ejemplo, escribiendo décimas que luego se convirtieron en un libro y componiendo varias canciones.
Es un poco el rol de un payador urbano. O sea, metido en la ciudad, viviendo esto y contando día a día. Pero ahí hay una salvedad que tiene que ver con el impacto de la tecnología, porque yo no compartí mis décimas en una ramada tomando vino, las compartí en la ciudad que se quemaba y por Twitter. Es interesante. De hecho, Paula Miranda, que es una gran especialista de la décima popular en Chile y escribió el prólogo del libro, dice que cuando la velocidad con que se comparte un texto de crónica es tan inmediata como lo son las redes sociales, ya no solamente cumple el rol de contar lo que pasó, sino de comentar lo que está pasando en tiempo real, que además se viraliza como pasó con muchas de estas décimas que llegaron a 25.000 personas en media hora; esto tiene el impacto de cambiar la realidad también, es un diálogo mucho más directo con aquello que está pasando. Eso es muy interesante: cómo la velocidad que nos ofrecen las redes sociales permite que un artefacto barroco como la décima espinela se convierta en un instrumento de influencia, a veces de agitación, a veces de reflexión o de convocatoria.
Imagino que cuando lo iniciaste no pensaste que iba a terminar en un libro.
Nada, ni se me ocurrió. Yo venía haciendo esto desde antes, no es que empecé ese día, venía un buen tiempo escribiendo décimas. Llegó un día el estallido y dije: “Bueno, vamos”. Me nació. Fue muy tangible la certeza de que estábamos viviendo algo que iba a ser relevante en la historia del país, eso fue muy evidente desde el primer momento. Me acuerdo de llegar a casa con amigos y mi pareja ese día, prender la radio para escuchar lo que estaba pasando y decir: “No se me ocurre otro nombre para esto que revolución”. Empecé a escribir y escribí todos los días. No fue hasta bastante después, dos o tres meses, que un amigo mío me dijo: “Pero esto es un libro”. Al principio tenía como esa cuestión... tengo todavía, esos libros de poesía recogida de las redes sociales los encuentro deleznables, por eso dudé, pero él me convenció de que era distinto; no es poesía posmoderna, sino que estaba haciendo un ejercicio que se entronca con una tradición antigua y que simplemente cambia el medio; alguna vez fue literatura de cordel escrita a mano y colgada sobre las plazas, después pasó a los diarios y ahora a las redes.
No sólo hiciste décimas. Compartiste varias canciones, entre ellas “Te regalé mis ojos” que también tuvo ese efecto viral.
Esa canción nació como una respuesta gutural, desde las tripas, a un hecho en particular que fue muy espantoso. Veníamos ya con una represión absolutamente desproporcionada. No se cumplía un principio básico de los derechos humanos que es la proporcionalidad de la respuesta a la fuerza y por eso mucha gente empezó a perder ojos, porque disparaban balines de goma, pero sin respetar el protocolo que indica la altura y no sé qué, ellos disparaban a la cara. Y por ahí, un día en noviembre pasa esta cuestión terrible, que el Gustavo Gatica, que era un cabro que estudiaba Psicología, tenía 21 años, tuvo la mala suerte de que le dieran dos balines y quedó instantáneamente ciego de por vida. Justo esa noche tuve que salir de Chile, fue la única vez que salí, porque tenía una gira comprometida en Australia, imagínate, a la concha de la lora. Llegué y vi una entrevista a la madre de Gustavo donde ella cuenta que en el hospital él le dijo: “Regalé mis ojos para que la gente despierte”, y ya me quebré como todos, creo. Tenía que salir a tocar en 20 minutos en un festival, con todos los gringos felices, me senté en el camarín y salió la canción. Terminó el concierto, fui al hotel, me senté en la cama, la grabé, la subí –a las redes sociales– y pasó una cosa así, cuando las cosas se viralizan, que está completamente al margen del control de uno. Después, por suerte, esto me llevó a conocer al Gustavo, a estar un montón de veces con él.
¿A la distancia, qué reflexión te merece todo este proceso que vivió Chile?
Es complejo. Mi generación nunca había vivido un proceso como este. No sé cómo decirlo, siento que es como una especie de delirio colectivo. Se entra en un estado de conciencia de masas, en que dejamos de ser el individuo y estamos metidos en una cuestión muy grande, con un ímpetu gigantesco, como un tren que va a 200 por hora y vamos todos ahí. Claro, es muy distinto verlo ahora, cuatro años después, con cierta perspectiva, sobre todo con la ventaja de saber qué pasó después y lo que sigue pasando, que no es para nada en lo que nosotros imaginábamos que iba a desembocar todo esto. Efectivamente, llega un momento en que pareciera que la masa crítica cambia la conciencia en torno al valor de la violencia, del lugar de la violencia. Hoy día yo vuelvo a decir “no, no es por ahí”, pero por algo llega un punto en que la sociedad en colectivo dice “se acabó, chau”.
Hacés una elección consciente y manifiesta de llevar tu carrera al margen de la industria. ¿Por qué?
Sí, absolutamente, es una decisión consciente, es una verbalización. Lo pienso así. Imagínate la relación que hay entre un amante de los árboles que se dedica a la vida, a estudiar la biodiversidad, los tipos de corteza, los follajes, los pájaros que habitan allí, los hongos que se dan en el subsuelo, entre eso y un tipo que maneja una planta de pinos para exportación de chips a China; más o menos siento que esa es la relación entre la música y la industria de la música. Los árboles y la industria forestal. Tienen que ver, se interceptan, hay mucha gente que trabaja en ambos, en cierta medida todos estamos un poco en un ecosistema que convive, pero son muy distintos. Yo elijo los árboles, aunque se gane menos plata, aunque haya menos glamour, aunque sea lo que sea; me importa un carajo, porque a mí me gusta la música, no me gusta la industria de la música para nada, de hecho, me parece bien asquerosa.
Eso te permite, por ejemplo, hacer un disco como este o canciones de seis minutos.
Sí. Y qué ridículo. Por qué las canciones van a tener que durar tres minutos y cuarto porque hace 60 años los singles duraban eso. O sea, es bien absurdo la verdad.
Hace unas semanas se conoció la sentencia a algunos de los involucrados en el asesinato de Víctor Jara. ¿Qué sensación te dejó?
Yo creo que la sensación generalizada es de bastante frustración; esto, claro, por parte de quienes guardan algún cariño por Víctor Jara. Desde la derecha más dura, que vive en un negacionismo constante, encuentran que es atroz, que cómo van a condenar a estos pobres abuelitos. Estos pobres abuelitos que llevan 50 años viviendo no sólo en libertad, pensionados del Estado y no como cualquier pensionado, sino con las pensiones especiales que dejó la dictadura en Chile pa los milicos, que son millonarias. Es un cliché lo que te voy a decir, pero es cierto: cuando la justicia llega tarde ya no se parece tanto a la justicia. Y son cuatro o cinco en total los condenados. Uno se suicidó al día siguiente de la condena mientras lo esperaba la Policía de investigaciones, y dos de los otros están prófugos, se escaparon. Entonces queda una sensación de impunidad. Pero en lo personal y también en lo que he podido conversar con la Fundación Víctor Jara, que tiene representación directa de la familia, creo que con este disco estamos haciendo algo importante, que es concebirlo desde la alegría y que merece ser puesto en escenarios por lo menos en toda América Latina. Hay una situación política muy heavy, hay que decir las cosas por su nombre, y es que está la amenaza del fascismo muy presente. Entonces, cantar estas canciones que son un recordatorio cruel, que son canciones maravillosas, luminosas, pero que siempre tienen esta carga de lo que implicó el asesinato de Víctor Jara por parte de los milicos, creo que es una cosa que adquiere también una importancia que no es sólo una cuestión de memoria.
Nano Stern canta a Víctor Jara. Martes 19 de setiembre a las 20.00. Sala Zitarrosa. Apertura: Camila Ferrari. Entradas desde $ 900 en Tickantel y boletería de la sala.