El Festival del Chancho y la Estaca fue una celebración que tuvo lugar entre finales del siglo XIX y principios del XX en Pueblo Arrospide, a orillas del Río Negro. Al menos así lo plantea Carlos Schulkin en Entrañable condescendencia. En los sucesivos gobiernos batllistas se tomó la decisión de erradicar todo tipo de rituales que implicaran el sacrificio de animales, como las corridas de toros.
“La obra empieza en un momento picante, cuando Moreira, el jefe del pueblo, que es de Montevideo, y que tiene su pareja en Montevideo, está viviendo un affaire con ‘la jefa real del pueblo’. Y en el momento más picante llega el interventor a decir que se acabó el festival, una semana antes de que arranque”, amplía el dramaturgo. Más de una carrera política se juega en ese choque de autoridades. “Arman un plan para mantener el festival y lo que deciden hacer es una obra de teatro en paralelo. Entonces, básicamente, es una escalada de hechos y de personajes que van apareciendo y lo que hacen para esconder el festival”.
Schulkin asegura que el germen de esta ficción está en 2002, tras la muerte de su abuelo, y que la información que barajó hasta definir este sainete batllista tuvo que ver con desarmar la casa de ese hombre, que había sido profesor de historia y escribía en el periódico El Día. “Me apasioné por todo ese material, vi la grieta que estaba por pasar, en 2018 me quedé sin laburo y dije ‘yo tengo que escribir de esto’, imaginando cómo sería, hace 100 años. Como dice Sergio Blanco, la tarea del dramaturgo es contar su tiempo. ¿Qué era lo que yo quería decir? No quería plantear estos son de izquierda y entonces estos de derecha, sino que me remonté al batllismo”, explica.
Schulkin, que es actor e incursionó en la dramaturgia y en la dirección con cuatro obras previas estrenadas –Las 8 horas, que recibió dos menciones en los Premios Florencio 2012, Las Mujeres de Shakespeare, Detroit y Querido Paysandú–, reconoce que le costó muchísimo encontrar el tono de esta historia.
Sin embargo, el choque de los capitalinos con defensores de las tradiciones es una gran veta para el humor: “El ridículo es algo que empecé a trabajar desde el montevideano, en relación al interior y en relación a Buenos Aires. Se cree más de lo que es, entonces subestima. En la obra está muy presente esa cuestión de que llegan con la renovación, con que son los intelectuales de la época y no están teniendo en cuenta que este festival tiene toda una historia atrás, una mitología a la que no le podés pasar por arriba de un día para el otro”.
Con eso, Schulkin intenta cuestionar al batllismo “desde un lado bastante leve”. De todos modos, afirma que “las cruces no se sacan y de un día para otro todo el mundo deja de creer en Dios. Eso lo podés traspolar a lo que pasa ahora, a las reacciones a todos los movimientos sociales, que están buenísimos, pero la reacción fue lo peor que nos pudo pasar. Estamos viendo en todos los países del mundo este movimiento reaccionario que nos está cociendo y nos está quitando esa fiesta que eran todas estas revoluciones. Por eso, ojo con venir a decir ‘nosotros somos la renovación, este es el cambio’, porque hay gente después que está dispuesta a defender a cuchillo, porque en aquella época no era por Twitter, era con cuchillo”, advierte.
Micromundos
Lo único real del argumento es el decreto batllista que marcaba terminar con los rituales de maltrato hacia los animales: “Se consolidó en 1917, que se hace ley, a través de Domingo Arena, a quien se menciona en la obra”, dice Schulkin y agrega: “No lo inventó Andrés Ojeda esto”.
El resto es ficción: la fiesta, el pueblo de 300 personas, la querella. “Todo parte del resentimiento; el dramaturgo siempre escribe desde un lugar... quiere ser querido. Mi abuelo era un gran resentido, un resentido social, un tipo que manejaba el humor como nadie. Yo trato de hacer lo mismo, de reírme un poquito de esta realidad, de ‘somos los intelectuales y también un poco del pueblo’, de eso de defender el Festival del Chancho, que no sé si es tan importarte. No quiero hacer spoilers, pero la decisión que toma el pueblo no es la más acertada”, deja escapar el autor.
Lo constante en su universo ficcional es que parte de un ambiente: “En Las 8 horas se inventó, junto con mi amigo Juan Ignacio Fernández, una oficina que era el Observatorio de la Conducta Humana. Siempre trato de imaginar un pueblo o un personaje histórico o un animal, lo que sea, para un poco deslindarme y que nadie diga ‘este se metió con esto’”.
Si bien Schulkin fue rodeando distintos asuntos de la idiosincrasia nacional en sus obras, esta vez tuvo ganas de nombrar explícitamente, en busca de una mayor identificación en la platea. Cuestionar al “dios Estado”, dice, “y la condición humana del uruguayo, cómo somos, cómo nos gusta hacer todo a medias tintas”, es una línea dramatúrgica que le interesa seguir.
El equipo de diseño le dio un correlato visual al sainete con un parrillero como dispositivo funcional, con movimientos poco habituales para iluminar el montaje. La referencia estética fue el fuego que siempre acompañó al gaucho, las manos engrasadas, las cosas que se dicen en un asado.
Entrañable condescendencia, los sábados y domingos de octubre a las 21.00 y a las 19.00 en el teatro Victoria (Río Negro 1477). Entradas $ 600 en Redtickets, 2x1 para la diaria.