Hasta fines del siglo XIX se consideraba que los hechos narrados por Homero en La Ilíada eran pura ficción poética. Fue recién hacia 1870 que Heinrich Schliemann, descrito como “el más afortunado de los arqueólogos diletantes de todos los tiempos”, inició excavaciones en Hissarlick, nombre turco de la colina donde los antiguos geógrafos ubicaban Troya. Schliemann, quien creía ciegamente en el relato de Homero, desenterró allí nueve ciudades, una debajo de la otra. Si bien se confundió respecto de cuál de ellas era la que buscaba, finalmente se constató que era en el séptimo estrato arqueológico (Troya VII) donde se encontraba la ciudad que los aqueos sitiaron hacia el siglo XIII a. C. La intuición de Schliemann y su fe ciega en la literatura homérica produjeron un hito en la investigación arqueológica y en el conocimiento del pasado griego.
Un siglo después del descubrimiento de Schliemann, la profesora de literatura Liliana Ayestarán acunaba a su hijo, Sergio Blanco, con hexámetros de La Ilíada. “Mi cuna fue mecida por las catástrofes del Olimpo”, le confesaba el dramaturgo uruguayo a Yamandú Marichal en la revista Escena Crítica. “Me dormía con cuentos, es cierto, pero con los de la mitología griega”, explicaba. No es extraño que 50 años después, en una obra dedicada a su madre, ese universo histórico-mítico siga estando presente. Un puñado de tierra proveniente de aquellos estratos que excavara Schliemann se convierte en una de las claves para pensar una obra en la que el dramaturgo se propone “convocar a su madre muerta”.
Tierra, estrenada el año pasado, implicó, entre otras cosas, un trabajo en el gimnasio del liceo donde trabajaba Liliana, adonde se convocó a algunos exestudiantes para compartir experiencias. Pero claro, esta anécdota es la que transcurre ante la platea que asiste a la sala Hugo Balzo del Sodre. Es difuso si remite al trabajo que realmente hizo Blanco para construir su relato, o si desde el comienzo es un juego ficcional en que el autor se coloca a sí mismo como personaje. Si algo ha generado fascinación en la obra de Blanco desde el estreno de Tebas Land ha sido esta forma de trabajo en la que su propia biografía se entreteje con las ficciones que propone en el escenario.
Por supuesto, la experiencia no es la misma para quien desconoce espectáculos anteriores de este dramaturgo que para quienes ya experimentaron El bramido de Düsseldorf o Tebas Land. Lo que sucede en este caso es que la reflexión escénica se nutre de los jalones anteriores, e incluso de quienes cuestionan el propio dispositivo. Algunas respuestas aparecen explicitadas en los diálogos de Tierra, pero otras parecen ser más sutiles.
Ya hace algunos años que la propia figura del autor y sus declaraciones en la “realidad” empezaron a ser parte de la construcción de su trabajo ficcional. Ya no sabremos si Cuando pases sobre mi tumba fue escrita con su propia sangre, con la sangre de un toro, con tinta roja o en una computadora. Y que la autoficción se haya despegado del texto y de los escenarios es una apuesta que no sólo tensa los límites de la literatura escénica.
Pero aquí podemos volver al principio, y quizá comprender que lo menos relevante es encontrar el punto exacto del límite. Si el arqueólogo Schliemann no hubiera creído ciegamente en los sucesos de La Ilíada, la ciudad de Príamo y Hécuba quizá nunca hubiera sido desenterrada. Por eso es lo de menos si la tierra que recogió Blanco con su madre en aquellas ruinas es la que continuaba guardando Liliana en el cofre de su casa. Importa que ella creía que había una conexión entre esa tierra y la “ira de Aquiles”.
De forma radical, lo que propone Blanco es que creamos en la historia que se narra, que suspendamos la incredulidad y nos adentremos en el juego. Sólo así aparecen los personajes que se convocan en el escenario. Sin embargo, miles de años de contar estas historias tiene su costo, y la mejor forma de que sigamos creyendo es dejar de ocultar la convención y ponerla a la vista, aunque al explicitar ante la platea la forma en que plausiblemente se construye la obra se oculta nuevamente la forma en que en verdad el autor trabajó sus materiales.
Ese juego ficcional, como diría Borges, tiende al infinito, pero vuelve cada vez más sutiles los límites, logrando que sigamos disfrutando la experiencia. En ese aspecto merece destaque un elenco que juega a convocarse a sí mismo antes que al resto de los personajes, si es que esos “sí mismos” no son ya juegos autoficcionales.
Tierra. Con Andrea Davidovics, Sebastián Serantes, Soledad Frugone y Tomás Piñeiro. El sábado a las 21.00 y el domingo a las 19.30 en la sala Hugo Balzo del Sodre. Entradas a $ 700. 2x1 para Comunidad la diaria.