No está lejos de su casa el bar que eligió para la ocasión. La inquieta artista pensó en todo y lo hizo con previsión. Entabló un vínculo de confianza con la moza de turno, memorizó la carta de bebidas y evaluó las variantes de la acústica del lugar: la del salón más grande, con salida a un patio para fumadores; la preferida por los habitués, donde la música suena espléndida, y la más amable para este encuentro, cerca de la puerta, pero protegida por las paredes de un pasaje de luz cálida. Su hogar desde hace más de 30 años es parte del barrio Palermo, al que adora, con todos sus cambios incluidos. “Se ha mudado mucha gente joven y hay niños, y perros. Porque ahora los jóvenes no quieren tener hijos, quieren perros”, sentencia.
A punto de comenzar una gira nacional con la que pausa su rutina casera y lanza una serpentina de actividades paralelas, ambiciosas y dispares que no caben en 12 meses, Laura Canoura conversó con la diaria.
¿Qué sentido le encontrás a que los jóvenes prefieran los perros a los hijos?
En principio le encuentro razonabilidad. Mientras acá no existan estímulos para que los jóvenes tengan una vida plena y a la vez puedan ocuparse de que no siga envejeciendo este país, va a ser difícil cambiar la realidad.
No debería ser un sacrificio. Hasta ahora es: o tengo hijos, o me realizo profesionalmente, o tengo una casa. Estamos hablando de la acción humana que tal vez conlleve más generosidad. Cuando tenés un hijo estás propiciando un cambio en la sociedad en la que vivís. Son cosas que se deberían tener en cuenta desde el Estado.
Cuando tuviste a tu hija ya te dedicabas a la música. ¿Cómo llevaste adelante tu carrera artística?
Cuando nació Anaclara yo todavía trabajaba en CEMA [Centro de Medios Audiovisuales, productora de cine que funcionó hasta 1994] como montajista y encargada de fotografía. A sus cuatro años las condiciones laborales habían cambiado un poco para mal, y eso me impulsó a dejar ese trabajo y a ponerle todas las fichas a la música. Ya me estaba yendo bastante bien, aunque en esa época cobrábamos dos mangos. No fue una decisión fácil. Me armé de coraje y tuve un cinturón familiar muy importante en el que me amparé muchas veces.
Quería preguntarte por una canción que estás haciendo en tus últimos conciertos: “Runaway/La mariposa monarca”. Tengo entendido que tiene una melodía antigua y una poesía más nueva.
“Runaway” es una canción que tiene muchos años, 15 por lo menos. La habíamos montado con el grupo anterior que tenía, y no nos terminó de convencer, así que quedó un cajón. Cuando armamos esta banda nueva con Juan Pablo Chapital, Martín Ibarburu y José Luis Yabar, reviendo qué repertorio iba a hacer y aprovechando la formación instrumental que ellos traían, me acordé de esta canción. A ellos les encantó y empezamos a ensayarla, pero nos volvió a pasar algo parecido. Siempre sonaba trunca. Probamos diferentes fórmulas, hasta que me acordé de un poema que había escrito.
Ahí aparece la mariposa.
Claro. En mi familia hay muchas historias de pájaros que vienen de visita en momentos especiales, esas historias medio místicas, que las escuchás creyendo y no creyendo a la vez. Mi historia es que iba al cumpleaños de una sobrina nieta que había elegido como temática de su fiesta las mariposas, aunque luego quiso que fuera conejos. Estoy cerca del lugar, y veo que se posa en mis pies, en pleno invierno, una mariposa monarca. Me impactó muchísimo. Llevé esa mariposa al cumpleaños, tal como cuenta el poema. Volví a casa y escribí el poema de un tirón. Habla de ausencias, sobre todo, la de mi padre.
Es una canción que suena muy bien en vivo.
A mí me gusta mucho cómo quedaron las dos cosas unidas. En el disco anterior, Cantorcitas (2021), me animé a poner palabra hablada, así que creo que el próximo va a incluir esta canción.
¿Quién es santa Cecilia?
Es la santa de los músicos. Yo soy totalmente agnóstica, pero muy fetichista. Me encantan los objetos y las historias de las creencias. En mi casa, desde hace muchos años, tengo una manía que consiste en comprarme imágenes de santa Cecilia de cualquier tipo. Luego eso se expandió a todo el santoral. Entonces, ahora cada vez que alguien viaja, le pido que me traiga una virgen propia del lugar. En casa tengo un altarcito muy pagano, eso viene por educación de mi madre. Ella tiene 99 años ahora, de joven fue católica, siempre armó pesebres, pero en un momento empezó a incorporar cosas muy exóticas: un brujito cubano, un elefante, dos niños Jesús, porque uno era de ella y otro de no sé quién. A mí me encantan todas las creencias populares, y a medida que me voy acercando más al pozo que a otra cosa desearía con toda mi alma tener algún tipo de creencia, pero no la tengo. En todo caso, creo en el ser humano con todas sus virtudes y defectos.
En santa Cecilia, sí.
No es que crea, pero me gusta tenerla cerca. Si me voy de gira, lo primero que meto en la valija es un retablito de santa Cecilia, pero también llevo fotos de mi familia, o la tapa de un disco de Joni Mitchell. Cosas que me conectan con algo de la emoción y la protección.
Joni Mitchell tiene un lugar muy importante en tu obra. ¿Cómo la descubriste?
Gracias a Jaime Roos. Yo no la conocía. Fue en la época de Las Tres. Él fue clave en ese proyecto. Hizo la traducción de “La primera vez que vi a Richard” [incluida en el disco Las Tres, de 1989], y después cuando empecé a trabajar con Jaime en mis primeros discos como solista también tradujo “Todo lo que quiero” [Puedes oírme, 1991]. Agradezco muchísimo poder cantar esas canciones. En primer lugar, porque me permitieron acceder a un repertorio al que yo no estaba acostumbrada, y también porque es una artista que me sigue volando la cabeza. Cuando les pregunto a mis alumnos si conocen a Joni Mitchell y me dicen que no, les digo: “¡Qué suerte, vas a poder experimentar la sensación de escucharla por primera vez, que es maravillosa!”.
Escuchando “La primera vez que vi a Richard” se me ocurrió lo siguiente: a mediados de los 80 vos, Jaime Roos, Estela Magnone, Fernando Cabrera y otros músicos hicieron muchas cosas juntos. Supongo que compartieron muchas horas, pero después algunos se fueron distanciando.
Es la vida misma. ¿No te pasa a vos con tus amigos?
Sí, claro. ¿Vos con quién mantenés un diálogo más fluido?
Con Estela Magnone siempre tenemos alguna invención común, aunque sea para tomarnos un té. Con Cabrera, también, y de a poco estoy intentando recuperar una relación epistolar que tuvimos en nuestra juventud. Eran cartas muy divertidas, nos reíamos mucho. Él es un tipo muy gracioso, aunque parezca todo lo contrario. Mientras tanto, mantenemos un intercambio parecido por Whatsapp. Con Mauricio Ubal también nos hablamos dos por tres, con todos los de Rumbo, en realidad. Pasaron muchos años.
¿Será sólo el tiempo lo que aleja o también la intensidad del tiempo vivido?
La intensidad de las relaciones, cuando tenés entre 20 y 30 años, es muy diferente a la de las relaciones a esta edad. Yo tengo 67 ahora, salgo lo mínimo posible. Si mis colegas no vienen a mis espectáculos los entiendo porque yo tampoco iría. No por falta de interés sino por la pereza infinita que me produce armar todo el plan para salir. En aquella época nos íbamos a ver todo el tiempo y te decían: “Ya que estás, ¿no querés subir a tocar?”.
Cuando hicimos el espectáculo Donde cayó el avión (1995), con Esteban Klisich, Gustavo Ripa y Mauricio Ubal, yo estaba recién parida. Los ensayos eran con mi hija a upa mío, durmiéndola, y por casa pasaban un montón de amigos: Fernando, el Darno, Mauricio [Ubal]. Al principio pensé que era casualidad, pero después me di cuenta de que estaban haciendo guardias para ayudarme. Éramos jóvenes. Tengo un ahijado de 25 años que es músico y forma parte de un colectivo de artistas que se maneja igual que nosotros en aquel momento. Mientras uno está arriba del escenario, el otro vende las entradas, y otro las cervezas y van rotando en las tareas. Yo me acuerdo, por ejemplo, de invitar al Darno a tocar la guitarra sin previo aviso, mientras Gonzalo Moreira se encargaba del sonido porque no teníamos a quién pagarle para esa tarea.
¿Los egos de aquella barra cómo eran?
No se puede generalizar. Cada uno carga con su propio ego. Yo en esa época era bastante insufrible. Tal vez porque me fue muy bien en muy poco tiempo, pero si no soy tan mala con mi pasado, podría decir que el lugar que me tocó, siendo mujer, también talló mi carácter. Mis actitudes podían parecer las de alguien con mucho ego, y en realidad lo que estaba haciendo era defender mi lugar. Así que ni tanto ni tan poco.
¿Cómo recordás a Eduardo Darnauchans?
Entrañablemente. Cuando todavía estaba bien era un tipo súper disfrutable, cercano, siempre dispuesto a ayudar. Mi hija Anaclara era chiquita cuando nos íbamos de vacaciones a las cabañas de Agadu en Atlántida. Yo cumplo el 2 de enero, y siempre sacaba esa semana para pasar mi cumpleaños lejos de la gente. Odio festejar mi cumpleaños, con toda el alma. Pero él era de los que se aparecían por allá para acompañarme. Después de eso mi madre le preguntó a Anaclara cómo había estado mi cumpleaños. Entre los invitados le nombró al Darno y le dijo: “Es un señor que habla muy raro y que usa botas negras”. En pleno enero lo veías con su ropa estrecha y sus lentes negros, y le hablaba a Anaclara como si fuera un caballero del siglo XVIII.
Me enteré de que está por salir una edición en vinilo de tu disco Pasajeros permanentes (1998).
Sí, es su primera edición de vinilo. Salió originalmente en disco compacto en una edición chilena, y después en Argentina y Uruguay. Creo que es mi disco favorito. O uno de ellos; me gustan mucho los temas y los arreglos.
Ahí está, por ejemplo, “3 de agosto”.
Ese tema tiene música de Hugo Fattoruso y letra mía. Habíamos hecho juntos el espectáculo Locas pasiones en 1994 y a partir de ahí nos hicimos amigos. Fue de los primeros que me incentivaron a componer mis canciones. La melodía me la mandó en un casete. Lo puse en un walkman y salí a caminar para escucharla. Me pareció alucinante, y enseguida me inspiró a escribir la letra. El casete decía “3 de agosto”; yo pensé que era una fecha significativa para él. Después supe que era tanto lo que componía que, en realidad, sólo era la fecha en la que la había grabado.
Antes de encontrarnos te pregunté si podías traer algún libro que te gustara y me respondiste “soy lectora de Kindle”.
De todas formas, me quedó resonando tu inquietud. Mi universo cultural tiene muchísimo que ver con el cine, la fotografía, con lo visual, que también puede ser sentarme en la plaza y ver pasar gente. En este momento necesito que la literatura que consumo sea liviana. Tengo una vida mental muy intensa. Soy muy reflexiva. Puedo pasar horas pensando seriamente. Así que cuando leo, voy por las novelas negras, los policiales, no cualquier cosa; si son malos, los dejo en la décima parte.
Tenés una versión de “Cinema Paradiso” que me gusta mucho. ¿Nunca pensaste en hacer un disco en italiano?
No, pero podría ser. Siempre digo que soy lo más antimarketing de la historia. Tengo gran capacidad de trabajo, puedo hacer muchas cosas a la vez, pero después no hay mercado que aguante. Entre este año y el que viene tengo proyectadas un montón de cosas. Ahora empezamos una gira y ya estamos ensayando para mi próximo disco con esta misma banda, para grabarlo a fines de julio. Por otro lado, la Orquesta de la Cámara del Sodre me invitó a participar en un espectáculo a fin de año, y tengo otro pendiente con Jorge Nocetti y Juan Pablo Chapital. A la vez, con Hugo Fattoruso cumplimos 30 años de Locas pasiones, pero ni él ni yo lo previmos, así que decidimos que el año que viene le vamos a prender cartucho junto con un nuevo disco.
¿Qué lugar ocupa en tu vida Cantoras, el programa que hacés en Radio Cultura del Sodre?
Muy importante. Cuando lo empecé a hacer no tenía idea de que iba aguantar tanto tiempo. Ya vamos por la séptima temporada. Ha ido cambiando mucho. Debería llamarse Cantora, porque la intención original era pasar música de mujeres, pero después me fui dando cuenta de que yo quería pasar la música que a mí me gustaba, independientemente de quién la hacía. Le dedico mucho tiempo. Primero a pensar de qué quiero hablar, después a escribir el guion y a elegir las canciones.
No te gusta festejar tus cumpleaños. ¿Cómo resolvés el asunto?
Siempre intento que sea un día más, porque es lo que más me gustaría a mí, pero nunca mi familia ni las circunstancias me lo permiten. Mi hija siempre presiona para que hagamos algo. Este año fue bárbaro, de los mejores de mi vida. Teníamos pendiente con mis dos hermanas irnos para afuera juntas, y lo concretamos. Nos fuimos Cristina (la del medio) y yo a la casa de Carmen (la mayor). El día de mis cumpleaños amanecimos juntas las tres, algo que no hacíamos desde hace 50 años.
¿Qué recuerdo te dejó tu actuación en Acá Estamos, un festival multitudinario que se vio envuelto en más de una polémica.
Fue bárbaro, y también súper estresante, nunca había tocado en un espectáculo con tanta gente y con una convocatoria tan disímil. Las que estábamos ahí veníamos de universos muy diferentes. Con la banda hicimos un buen show, pero lo más lindo fueron los comentarios que recibí más tarde. Gente grande que había ido con sus hijos, y gurisas que escucharon por primera vez mis canciones. Más allá de todo lo político que se puede haber discutido de ese festival, y que no tiene nada que ver con lo artístico, me parece que fue una iniciativa muy valiosa. La mezcla de públicos es básica, tenemos que seguir haciendo ese tipo de festivales.
Ese día llovió y tuvimos que cambiar varias veces el set. Pasamos un montón de nervios. Y era tanta la gente que había, que era como una masa. En el momento no tenés mucha idea de lo que está pasando, no sabés si están gritando cosas malas o buenas.
¿Pero te llegaba algo?
Me llegó algo que yo, como una tonta, interpreté mal. Me pareció que estaban ansiosas por ver a Lali [Espósito] y era todo lo contrario, me estaban alentando y gritaban “¡Laura!”.
Laura Canoura y su banda. Sábado a las 20.00 en el teatro Escayola (25 de Mayo 163, Tacuarembó). El sábado 11 de mayo a las 20.00 en el Centro Cultural Artesano (Aparicio Saravia 4697, Montevideo) y el viernes 21 de junio a las 20.00 en el Complejo Cultural Politeama (Tomás Berreta 312, Canelones). Entradas a $ 800 en Tickantel.