En Jorge Bolani, las multitudes de las que hablaba Walt Whitman pueden entrar en acción de repente con la sola ayuda de un té con limón a las cinco de la tarde. “Entonces, estábamos en el estadio”, dice, a punto de levantarse de la mesa de un bar, para interpretar a su propio padre y a sí mismo en un partido de fútbol. Rodeado de una platea improvisada en la que participan una moza, un fotógrafo, un admirador, las dos mesas de al lado y un hombre barbado al otro lado del vidrio, el actor exclama: “¡Yo quedaba con las orejas así!”. “Cada vez que Peñarol hacía un gol, mi padre se levantaba del asiento, yo me levantaba, y él me gritaba los nombres de los jugadores, y eran cinco o seis goles por partido: ¡Míguez, Hohberg, Ghiggia!”.

“Era el Peñarol del 49, yo tenía cinco años”, cuenta. Algo de esa emoción lo lleva a compartir su admiración por Luis Orpi y su capacidad de desbordes controlados, y ese recuerdo, a un gesto de mordida, típico de la mafia italiana. “El tiempo es fundamental”, dice. “Cuando hicimos Variaciones Meyerhold con la Comedia Nacional, ensayamos durante un año sin ningún apuro, y cuando la obra estuvo pronta, la estrenamos”, explica sobre su forma ideal de hacer las cosas. “Con esa obra entendí la importancia del cuerpo”, acota.

Ahora mismo, a sus 80 años, el célebre y consagrado artista se debate entre un nuevo proyecto teatral y un guion cinematográfico para definir su año laboral. “Lo que pasa es que yo me involucro mucho con cada proyecto”, admite. “Tengo como esa cosa de abstracción y concentración desde las primeras etapas de la creación. Y se ve que es un tema que va conmigo. Además, te puedo decir esto: yo no sé hacer otra cosa. Me puede salir mejor, más o menos, mal, pero es una pasión, una forma de ser. Eso me lo dijo una vez mi gran maestro Jorge Curi: ‘Vos sos en el escenario’. Tenía razón. Porque en la vida soy un tipo introvertido, aunque eso lo vas perdiendo con los años, a medida que ganás madurez. Pero la matriz es la de un ser con mucha introversión, mucho análisis, detallista, perfeccionista. Y eso, a veces, te lleva a lugares difíciles”, dice.

Lo que sigue viene del mismo lugar: Bolani también lo da todo cuando habla con la diaria.

En tu carrera actoral has hecho cosas muy distintas, pero tenés un estilo, algo muy tuyo que el público ha reconocido. ¿Identificás si hubo un momento de tu vida, o una obra, en la que encontraste tu ritmo actoral?

En principio, te diría que eso va variando. Cuando era estudiante de teatro, me topé rápidamente con un pesado de las letras del teatro como Antón Chéjov, un escritor ruso por el cual debería pasar toda la gente que se sube a un escenario a actuar.

Yo tendría 20. Estábamos con otro querido maestro, Omar Grasso, haciendo la escuela del Teatro Circular, y nos propuso un trabajo con la obra La gaviota. Entonces, llegó el fin de año y nos dijo: “Bueno, volvemos a juntarnos en marzo”. En esas vacaciones me fui a la casa de un pariente en El Pinar. Y lo que recuerdo de esa estadía es que, de repente, me borraba de la casa y nadie sabía dónde estaba. Me iba a caminar por ahí, a pensar en el personaje que me tocaba, en su perfil psicológico, me lo imaginaba en situaciones, pensaba en sus vínculos, que son tan importantes en el teatro. Andaba hablando solo por ahí. Era todo un trabajo interno. Entonces, cuando te hablaba, todo venía como de adentro.

Esto tuvo un tiempo, y en un momento dejó de pasar y empecé a trabajar otra vertiente de la actuación. Luego me di cuenta de que la cosa era al revés. Es decir, en los primeros ensayos me largaba a hablar y a moverme mucho, cosa a la que no me había animado antes. Reconozco que me costaba. Había una cosa un poquito más mística.

Un día hice el clic. Y empecé a trabajar a la inversa. De afuera hacia adentro. Hablaba mucho con el director, con los demás actores. Los ensayos son una etapa fermental, maravillosa. Así que ahí apareció la extroversión. Aunque, claro, después eso de afuera hay que canalizarlo hacia adentro para enriquecerlo. Ahí están las emociones. Y ahí empezás a darte cuenta un poco de qué se trata este oficio, que es una palabra que se usa mucho, aunque no es sencillo explicar cómo funciona.

Para definirlo, podríamos decir que es la suma de muchas experiencias vividas en la vida, y por transitiva, en el teatro. En el escenario canalizás cosas de tu vida.

Tanto el actor como el espectador.

Sí, es cierto. Es más, para un actor, cuando está aprendiendo, es vital la observación. Diría que es crucial. Eso te puede llevar a estar muy distraído de la vida. Vos te sentás en el ómnibus y empezás a observar a los demás, o te detenés en alguien, por algo. Incluso podés quedar medio pegado, porque el otro se da cuenta, y te empieza a mirar como diciendo “¿qué pasa?”, y te tendrás que fumar ese momento. Y así vas sacando detalles, gestos.

El actor es un observador nato, de lo que le ocurre a él y de lo que ocurre a su alrededor. Creo que eso es una regla de oro. No podés no estar atento a tu alrededor. De ahí vas a sacar material que te va a servir para imitar, para copiar. Todo eso es muy rico.

¿Cómo es estar solo en un escenario como te tocó en Barrymore?

Una experiencia increíble ese unipersonal. A mí me llegó en una buena edad, según creo. No quiere decir que un joven no lo pueda hacer, y de hecho lo están haciendo. Pero yo fui formado de otra forma, más tradicional, como decía, me agarró con 50 años de actuación, y fue un viaje.

Porque mientras estás ensayando caben muchas de las cosas que te conté antes. Hablás con el director (Alfredo Goldstein), se da todo un proceso de crecimiento. El tema es cuando decís “ah, pero voy a estar solo acá”. Y empiezan otras interrogantes.

Finalmente, y lo puedo decir sin ninguna falsa modestia, nos quedó muy bien la obra, y fue maravilloso todo lo que pasó con el público. Hicimos muchas funciones en el Circular y en el Solís.

Estuve buscando la última canción que cantás al final de Barrymore. ¿Vos te acordás?

“Tengo una chica en Kalamazoo”, la toca Glenn Miller con su orquesta, por ejemplo. Tiene música muy linda esa obra, elegida por su autor original (William Luce).

Y a vos te gusta el jazz, ¿no?

Me apasiona. Mi niñez la pasé mirando musicales como Cantando bajo la lluvia, Un americano en París, Gigi. O sea, toda la época. Mi viejo, que era cinéfilo, me llevaba a ver a Gene Kelly, a Fred Astaire. Todos aquellos monstruos que fueron fuentes de inspiración.

¿A qué cine iban?

Yo siempre viví en el barrio Cordón. Pero mi viejo me traía más al Centro. Íbamos a un cine que se llamaba Ariel, que tenía en la fachada un globo terráqueo muy llamativo.

Debo haber ido a todos los cines del centro. Jorge Abbondanza, alguien a quien yo leía mucho, escribió un libro que se llama El gran desfile, y ahí da cuenta de la cantidad de cines que teníamos en la década del 50. Te volvés loco. Claro, era lo único que había, junto con la radio.

Después de más grande recuerdo de ir al cine Miami, en Fernández Crespo. Esos eran cines de doble programa. En el Censa estuve en su inauguración, enfrente había uno muy chiquito que se llamaba París, y a pocos metros estaba el cine Continental, y unas cuadras atrás el Gran Palace.

Ese cine tenía una característica muy particular: el piso tenía una bajada muy pronunciada. Y había tanta gente esperando que cuando se abrían las puertas, la gente entraba apurada a buscar su asiento. Entonces, yo que soy medio perverso, llegaba al cine temprano, o me quedaba de la función anterior como acostumbraba a hacer, y me divertía viendo a la gente caerse. Era como una estampida aquello.

Has contado muchas veces que como vivías enfrente del viejo local del teatro El Galpón, de muy niño cruzabas a ver qué pasaba ahí. Pero después en el liceo tuviste un profesor que también tuvo que ver en tu vocación.

Juan Carlos Legido, uno de los más grandes literatos de Uruguay, profesor de literatura, dramaturgo, escritor. Una vez por mes nos proponía ir a una obra de teatro. Íbamos los domingos, y pagaba él. A mí me encantaban esas salidas.

Hablaste al principio de tu introversión. ¿Tu gracia la adquiriste con la actuación o eso convivía con tu parte introvertida?

Convivía, sí. Yo no lo buscaba, me salía naturalmente. Me pasaba en la barra de amigos, o con algunas novias que tuve, que reían conmigo. Y como yo era como medio solemne, cuando decía algo ocurrente la gente se reía. Era de los serios que te dicen chistes, o hacía alguna gesticulación.

Imitaba bastante bien determinadas cosas, porque las había observado mucho. Y yo probaba en mi casa, solo: la voz de fulano, o de compañeros de laburo, ya siendo un tipo grande, ¿no? De casi 30 años.

Venía al trabajo, por ejemplo, un vendedor de relojes muy pintoresco. Yo le compré dos o tres. Y un día me dije: “Yo necesito imitarlo”. Y me salía muy bien. ¿Te das cuenta? Lo sentía como una necesidad.

A propósito de la observación y de tus trabajos, fuiste administrativo muchos años en concesionarias de autos, hiciste La tregua en teatro y Whisky en cine. ¿Qué hay de cierto sobre la grisura de los uruguayos?

Algo de eso hay. Una forma. En estos últimos tiempos, con todo el mundo virtual, me cuesta analizarlo.

Lo que yo te puedo decir es que cuando iba al estadio a ver a Peñarol, la ida era en ómnibus y la vuelta la hacía caminando. Y cuando perdía Peñarol la gente se iba totalmente devastada, desilusionada, no te digo llorando, pero casi, y era fútbol. Había algunos que te decían: “Después de esto no puedo salir de casa”.

Pero vos no sos así, incluso tu forma de vestir es singular, e incluye colores lejos del gris. ¿Eso de dónde viene?

Es una mezcla. Porque uno como ser es una construcción cultural, ¿no? Y uno es lo que vio, lo que observó en la vida, en el cine, en el teatro, en reuniones. A mí siempre me gustaron los tipos como Enrique Estrázulas, que usaban pañuelitos en el cuello.

Después de los 50 años, y con cierta vergüenza ajena, me empecé a poner pañuelitos para ciertas ocasiones, y descubrí que me gustaban mucho. Hace unos cinco años hice una película en portugués (A los ojos de Ernesto), y el personaje que yo hacía usaba esos pañuelos y fue maravilloso. Otra persona que los usaba, y ahora me estoy acordando, era el profesor Juan Carlos Legido. Cuando íbamos al cine nos encontrábamos con él en la plaza Libertad, y lo recuerdo leyendo algo en la plaza, con su clásico pañuelito. Y date cuenta de que lo usaba cuando era profesor y en plenos años 60. Muy inusual. Era como un dandi, un tipo que se vestía muy bien, con todo perfectamente combinado. Así que creo que, de ahí, de Juan Carlos Legido, saqué esa costumbre.

¿Cómo jugaba Juan Eduardo Hohberg?

Era un tipo, físicamente, como tosco, fornido, no demasiado alto. Una vez partió el palo de un arco. Eso me lo contó mi padre. Y una de las virtudes que tenía era que no pateaba a ras del piso, y lo hacía con gran potencia. Después vi a Pedro Rocha, era de ese estilo. Un anormal cómo pateaba Hohberg.

¿Qué es lo mejor que leíste en tu vida?

Imposible, porque tengo que dejar cosas afuera. Estoy entre tres cosas.

Me quedo con Chéjov. Te digo el autor porque es muy difícil elegir una sola obra, y además él escribió poesía. Sus obras son como si estuvieras comiendo un asado, algo que te alimenta mucho. Es horrenda la comparación, demasiado uruguaya. Después voy con cuentos de Fontanarrosa y cuentos de Juceca.

Puedo seguir, podría seguir, ¡qué lindo sería seguir!