En un término que toma prestado de las artes plásticas, de cuadros que componen sentido en la medida en que son colgados juntos, Gustavo Kreiman apuesta a un retrato de familia en dos tiempos. Díptico de los padres, que estrena en Sala Verdi, surgió con esa estructura y esa idea de experimentar, llevando el formato al teatro con dos obras consecutivas. Durante la primera hora será el hijo con el padre, luego habrá un intervalo de 15 minutos para tomar una copa en el hall, que estará intervenido, para después ingresar a ver la segunda obra, esta vez con la madre como interlocutora.

Si bien el libreto tiene mucho anclaje en lo biográfico y el dramaturgo apeló a sus padres para dar forma a algunos pasajes, el resultado no llega a ser un biodrama (que implica la participación de los protagonistas reales) ni una autoficción (que establece pactos de distancia con los hechos). “He tenido signos de depresión, de psicosis, desequilibrios de salud mental”, confía el autor, “entonces la obra se pregunta un montón sobre eso. Además de indagar en este vínculo con los padres desde una narrativa más familiar, está la posibilidad de pensar estos problemas como un hecho social, no sólo subjetivo, que para mí también es lo interesante, por haberlo vivido y porque entiendo que es así”.

La dramaturgia se muestra en un proceso metadiscursivo: se habla de cómo construir lo que en los hechos se está elaborando. Todo lo que se cuenta sucedió, asegura Kreiman; “lo que tiene es un dispositivo poético, performático, bastante onírico. Hay algo de la realidad que se desdobla”.

En el camino fue planteándole preguntas a sus padres, a quienes incluye como colaboradores autorales. Cada uno accedió al pedido a su manera. Sobre su grado de entrega, Kreiman dice que como los puso contentos la idea de la obra, fueron muy generosos. “Mi viejo me dio unos poemas, una carta, y después me dijo: ‘Che, no sé si me hace sentir tan cómodo que el público se entere de esto’. A mi vieja, que también compartió mucha charla, le daba gracia, decía: ‘¿A quién le va a importar esta pelotudez que estoy diciendo?’”. Sin embargo, a ella le pesaba el título tentativo que manejó Kreiman. “Mi vieja es cristiana y nos reímos un poco de eso. Cuando fui a Córdoba el verano anterior y le leí un fragmento suelto, la obra se iba a llamar La concha de Dios. Mi madre me pidió por favor que no le pusiera ese nombre, porque ofendía sus creencias”.

Es el costo de meterse por primera vez en el territorio más autobiográfico. Dice Kreiman: “Es lo más posdramático que voy a estrenar”. Por momentos, se cuela cierto absurdo, algo de surrealismo, hasta algo beckettiano, “porque los personajes están como en un no lugar”.

Componer este núcleo familiar fue removedor no solamente para Kreiman; fue un proceso emocional que llevó a cada intérprete a revisar su lugar en su propio clan, pero el autor no pretende meterse en zonas terapéuticas o en actos psicomágicos: “Somos gente de teatro haciendo una obra sobre ese tema. Sería medio tramposo o traicionero querer hablar en otros términos”.

No se imaginaba que otra persona hiciera de él. La dirección, en cambio, iba a delegarla en su amiga Vachi Gutiérrez. Cuando, por cuestiones de agenda, ella declinó la tarea, a Kreiman le dio pudor ir en busca de alguien que orquestara ese encuentro íntimo que había escrito.

“Dirigir fue un proceso muy fluido, fácil, porque el equipo es muy bueno, no sólo los actores. Lo más desafiante para mí fue poder estar presente en la actuación; actuar es un ejercicio de presencia, sobre todo, y más cuando tenés la oportunidad de trabajar junto con dos personas con las que aprendés en cada ensayo. Tenés varias ventanitas abiertas en la cabeza, porque estás pensando también en la puesta, en el dinamismo, en registrar cosas para devolverles después de la dirección... Eso era lo más desafiante, justamente, porque decía: ‘No me tengo que perder la oportunidad de estar acá, sintiendo la energía y la voz de estos dos actores increíbles’. Igual, al comienzo del proceso dirigía más y actuaba menos, y eso se fue invirtiendo al punto de que ahora ya puedo estar ahí, sentir la ternura y la potencia de Toja, sentir la intensidad y la sensibilidad de Carla. En ese sentido me siento muy afortunado”.

A Carla Moscatelli la vio actuar por primera vez en If, de Gabriel Calderón. Kreiman, que todavía no vivía en Montevideo, había venido de vacaciones: “¿Quién es esa monstra?”, se dijo. Años después se hicieron amigos y la terminó dirigiendo en Tocar un monstruo, un proceso largo, con varias temporadas y viajes. El dramaturgo dice que no se hubiera animado a escribir esa madre para otra actriz, porque sabe que ella “puede encarar esa visceralidad que tiene en algunos momentos; si no, hubiera sido complejo”.

Con Fernando Toja, por otro lado, tomó contacto en la Tecnicatura Universitaria en Dramaturgia. “Fue mi docente de dirección, es re lindo encontrarnos ahora. Y me pasa que de todas las personas que he conocido del medio, no hay una que te hable medianamente mal de él; todo el mundo lo quiere. Es increíble”.

Así que reunió a esta familia alterna por la edad, por el físico, pero especialmente por cuestiones humanas. “Si me voy a pasar un año revolviendo cosas muy personales con un actor, necesito tener la garantía de que voy a poder trabajar con él dejando todo. Su disponibilidad, con toda la trayectoria y el trabajo que tiene, la manera en la que acompaña espiritual y humanamente el proceso, es muy hermosa. Entonces, también me siento afortunado de haber podido elegir padres ficcionales y que sean tan cracs”.

En lo visual, Johana Bresque y Belén Perini ayudaron a crear un espacio escénico que pudiera contener al texto. “Nos dimos cuenta de que no necesitábamos hacer nada muy mimético”, explica Kreiman sobre el pequeño teatrito de telones que armaron en el escenario de la sala Verdi, tomando la premisa de que hay un hijo que les pide a los padres que lo ayuden a hacer una obra, como si fuese un juego para conjurar la distancia. Trabajaron con telas que aportaron transparencia.

“Es como un teatrito. Obviamente eso se empieza a difuminar y a representar también la mente, el corazón del hijo; hay algo que se vuelve más onírico. La estructura es semicircular, nosotros le llamamos ‘el útero’”, dice Kreiman.

Aun en la ternura y el ridículo buscado de las escenas musicales, la pieza está impregnada del desarraigo de Kreiman, cordobés afincado en Montevideo, aterrado por la eventual muerte de sus padres, allá lejos. Escribió a modo de duelo anticipado, dice. “Es difícil encasillar todo esto, porque siento que si bien se pregunta mucho sobre el vínculo con Montevideo y como migrante, tiene muchas cosas de un cordobés hablando, esa desfachatez cordobesa, que también es la que lo corre de otras cosas, porque los cordobeses son medio hinchahuevos”, resume. “Es una comedia dramática. Tiene momentos de humor y tiene momentos de mucho dolor, y está muy atravesada por la poesía, que pone en escena el acto performativo de la escritura”.

El espectáculo cuenta con el apoyo de los Fondos Concursables para la Cultura y de Sala Verdi, y el texto será publicado por Editorial Forma, con epílogo de María Dodera y contratapa de Gabriel Calderón.

Díptico de los padres. Sábados a las 20.30 y domingos a las 19.00 en Sala Verdi (Soriano 914). Entradas a $ 650 en Tickantel. 2 x1 para la diaria.