Durante el siglo XX muchas corrientes ideológicas incluyeron la velocidad como un factor positivo en cualquier modelo de desarrollo humano. Educación, salud, alimentación... Todo debía conseguirse ya mismo, sin demora. Pero a comienzos del siglo XXI algunos pensadores propusieron bajar la pelota al piso y plantear algunas interrogantes. ¿Realmente nos haría felices terminar con la pobreza cuánto antes? ¿Y si esta urgencia permanente en garantizar ciertos niveles mínimos de bienestar para todos los seres humanos del planeta nos estuviera haciendo perder de vista las cosas realmente importantes? ¿Qué tanto daño le puede hacer a un niño comer una vez cada dos días? Convencidos de que la civilización humana no necesitaba desarrollarse más rápido sino desarrollarse mejor, estos pensadores crearon el concepto de desarrollo slow, que en pocos años se transformó en una tendencia entre políticos e intelectuales de todo el mundo. A continuación, presentamos sus principales postulados.
La paciencia enriquece
Quienes critican la teoría del derrame afirman que el crecimiento económico nunca llega a los menos privilegiados. Quienes la defienden admiten que puede demorar en llegar, pero tarde o temprano va a llegar. Los cultores del desarrollo slow van un poco más allá y afirman que afortunadamente el crecimiento demora en derramarse. Gracias a esta demora, miles de millones de personas en todo el mundo aprenden las virtudes de la paciencia. Mientras las clases medias y altas se acostumbran a tener todo en un santiamén y esto los deja inmersos en un torbellino de urgencias e inmediateces, las clases bajas se llenan de sabiduría esperando que llegue el momento de tener una casa sin agujeros por los que entra el frío.
Pocos pasos pero seguros
Es cierto que las transferencias monetarias del Estado mejoran los estándares de vida de las personas que menos tienen. ¿Pero qué pasa si después el dinero se acaba? ¿Qué es mejor, tener suficiente comida durante un año y al siguiente pasar hambre, o pasar hambre dos años seguidos? Increíblemente, hay quienes opinan que lo primero es mejor. La doctrina del desarrollo slow, en cambio, sostiene que se disfrutan más las privaciones que son parte de un proceso lento pero consistente de mejora sostenible de la calidad de vida, que los beneficios que se obtienen en forma inmediata pero sin bases sólidas. Además, cuando estos beneficios finalmente llegan, los disfrutan más quienes más esperaron por ellos. “No hay agua más rica que la que toma el caminante del desierto que finalmente llega al oasis” es una de las frases más repetidas por los teóricos de esta corriente.
¿Cuánto falta para llegar? Eso es lo de menos
Tomemos el ejemplo del niño que viaja en el auto familiar y le pregunta a cada rato a sus padres: “¿Falta mucho?”. Responderle con la verdad es inútil, ya que su perspectiva infantil le impide diferenciar entre 20 minutos, una hora o dos; para él, siempre va a faltar mucho. Con el desarrollo humano ocurre algo parecido. En general, las personas que están formando parte de notables avances civilizatorios pero no lo saben porque estos avances aún no llegaron a ellos no tienen los conocimientos suficientes para evaluar el paso del tiempo en términos históricos. Por eso, ante la pregunta “¿Cuánto falta para que me llegue lo mío?”, la mejor respuesta que se puede dar es “Callate la boca que estoy manejando”, o, si se prefiere decirlo en términos más diplomáticos: “Vamos por el buen camino. Confíen en nosotros. O sea, ¿quién podría estar en contra de que todo el mundo tenga comida, salud y educación?”.