Antropólogo y periodista, en 2010 Gustavo Laborde sorprendió con la publicación de El asado: origen, historia, ritual, un libro en el que destripaba las connotaciones simbólicas del plato nacional. Hace unos meses, dio un paso más allá con la aparición de Los sabores de la nación: cocina e identidad en la historia de Uruguay, un estudio amplio –adaptación de su tesis de doctorado– sobre los discursos de la gastronomía local a lo largo del tiempo. Sobre ese libro conversamos con él.

¿Qué te llevó al tema? ¿Es una evolución natural de tu investigación sobre el asado?

Ciertamente, es una consecuencia del libro del asado y de seguir trabajando en el campo de los estudios alimentarios. Algunos lectores del libro del asado me comentaron que era una pena que aquel Uruguay del Novecientos, tan europeo, tan afrancesado, hubiera desaparecido y que la identidad nacional quedara tan atada al imaginario del gaucho. Me lo decían con pena y añoranza. Eso, en buena medida, me despertó el interés por tratar de mostrar y explicar que las identidades no son estáticas ni esenciales. Siempre se construyen, a veces se destruyen, y siempre están en transformación, son dinámicas. Lo que me desafía es poder demostrar que esos procesos tan solemnes, como la forja del nacionalismo y la identidad, se pueden observar en un campo en apariencia banal, como la cocina y las narrativas culinarias. La mesa es un escenario privilegiado donde estudiar este tipo de fenómenos. Igual, muchas veces fracaso en esta cruzada porque como, por un lado, la tradición intelectual y académica uruguaya no se tomó en serio a la cocina como campo de reflexión e investigación y, por otro, la comida está tan de moda, mis libros suelen ser confundidos con libros de cocina o gastronomía. Hace poco lo incluyeron en una lista de libros de cocina y en la reseña pusieron que para leerlo “exige cierto grado de concentración”.

¿Te sorprendió encontrarte con que, originalmente, el “plato nacional” oficial no era el asado sino la carbonada? Seguramente sea novedoso para la mayoría de los lectores.

Me sorprendió a medias. En la investigación anterior mostré que el asado no siempre fue considerado el plato nacional y que alcanzar ese lugar fue un proceso cargado de tensiones, por estar asociado al gaucho. La glorificación del gaucho como el ser nacional, que hoy tenemos tan incorporada a la conciencia pública, tuvo muchas resistencias y fricciones. Lo que me sorprendió fue que la carbonada, que hoy es un plato casi desconocido y que la mayoría de los actuales uruguayos nunca comió, tuviera una presencia tan importante en los recetarios, en los menús oficiales –se servía en la mesa del presidente– y que en las crónicas de la época lo consideraran “el gran plato nacional”. Pero, en términos históricos, es muy lógico. Como la mazamorra y el locro, es un plato de origen andino, y solemos olvidar que el actual territorio uruguayo estuvo tres siglos vinculado al Virreinato del Perú. En el léxico cotidiano de los uruguayos hay un número considerable de indigenismos, sobre todo del quechua y el guaraní. También olvidamos que la mitad de lo que hoy es nuestro país estuvo siglo y medio administrado por las misiones jesuíticas guaraníes, que nos dejaron influencias muy perdurables, como el alto consumo de mate y la orientación ganadera. La cocina nos muestra que ese fue el pasado colonial verdaderamente relevante. El Virreinato del Río de la Plata fue el último en crearse y en 1810 ya estaba disuelto: no duró ni 40 años. En Argentina la carbonada sigue siendo considerada un gran plato nacional, y eso es muy significativo. La gran escritora Juana Manuela Gorriti, autora de Cocina eclética, de 1890, escribió: “Salteña digo y no argentina, porque de nuestras 14 provincias sólo Salta tiene una cocina propia”. La historiografía liberal del siglo XIX impuso una visión, tanto en Uruguay como en Argentina, de que el proceso de construcción de estos países fue de sur a norte, privilegiando la posición de los puertos. Esto es un anacronismo porque, como se ha dicho, supone proyectar sobre comienzos de siglo lo que será su resultado.

Foto del artículo 'Los discursos de la gastronomía: de ciudadanos a consumidores'

A grandes rasgos, se podría decir que hacia el final del siglo XIX se conforma la “cocina criolla”, luego, en la primera mitad del siglo XX, la cocina “cocina uruguaya”, y que en las últimas décadas hay un protagonismo creciente de lo que vos llamás “cocina nativa”. ¿Podés explicar un poco cómo llegaste a esas denominaciones y por qué en la segunda mitad del siglo XX hay una especie de silencio discursivo en este tema?

Las denominaciones de cocina criolla, uruguaya y nativa responden a necesidades metodológicas, pero también se basan en la dimensión simbólica de la identidad a la que remiten. Son denominaciones problemáticas, como explico en el libro. Como se sabe, el criollismo, un movimiento artístico y político, fue el que formuló la primera versión de la identidad nacional. La cocina demuestra que hubo dos momentos o dimensiones del criollismo. Paradójicamente, el criollismo fue un movimiento de vanguardia y modernizador, que contenía el lenguaje de la civilidad, la sociabilidad y la cortesía. Por ejemplo, una práctica social muy importante en esa época era celebrar banquetes. Sus menús están todos escritos en francés y conviven las especialidades de la cocina internacional francesa con las locales, como la carbonada, las empanadas y el asado. De esta forma, las élites criollas locales se ponían, simbólica y culinariamente, en pie de igualdad con las élites de las metrópolis, sobre todo de Francia e Inglaterra. El primer recetario que se publica en Buenos Aires, y sin autorización en Montevideo, es El arte culinario, de Francisco Figueredo, un negro que no se sabe si era brasileño o uruguayo. En el prólogo él dice que su libro es sobre “nuestra cocina nacional científica” y “nuestra cocina criolla”. Es un recetario muy afrancesado por sus recetas y su forma de codificar, pero también va a representar un horizonte culinario muy amplio de toda la región, incluyendo Brasil. Sin embargo, con el tiempo se va a imponer una versión más acotada y ensimismada del criollismo, que va a reducirlo a la figura del gaucho.

En América los primeros recetarios nacionalistas se publicaron en México en 1831, antes de que se escribiera el himno patrio o el compendio de la historia mexicana. En toda América se publicaron este tipo de recetarios a lo largo del siglo XIX y fueron discursos muy potentes a la hora de construir la conciencia nacional de cada país. Uruguay fue el último en hacerlo. El primer recetario nacionalista es La cocinera oriental, de 1904. A este se sumaron cinco o seis más, como La cocinera económica y La cocinera uruguaya. Estos libros intentaron imponer una retórica patriótica a los platos y usaban muchas declinaciones como “a la oriental”, “a la montevideana”, “a la uruguaya”, pero también nombres de prohombres, como Huevos Diego Lamas, Perdices Saravia, o de localidades, como Mejillones a la moda de Pocitos, Coquillas Fray Bentos, Riñones Piriápolis o Cordero Parque Hotel. A esto yo le llamo el ciclo nacionalista porque intenta inventar una cocina “uruguaya”. Esta producción fue muy importante, algunos de estos libros se reimprimieron durante más de 40 años. Sin embargo, no quedó nada.

La segunda mitad del siglo XX estuvo dominada sobre todo por el Manual de cocina del Crandon y otros publicados por la industria para el uso de sus productos. Ahí la retórica nacionalista desaparece. Entiendo que triunfó esa idea, creada durante el Centenario, de que Uruguay es un país de inmigrantes, que somos un crisol de razas europeas y que todos bajamos de los barcos. Si somos bajados de los barcos, nuestra cocina también lo es y, por lo tanto, no hay una cocina uruguaya. Es una visión profundamente racista y concibe la identidad como algo inmutable. Nosotros no comemos como los italianos o los españoles. Basta ver el choque que se produce cuando alguien va o viene… Este discurso de que la cocina uruguaya es bajada de los barcos se siguió repitiendo entrado el siglo XXI por el crítico Hugo García Robles y otros. No sólo no considera la importancia del mate ni del resto de los productos de origen americano (maíz, papa, fariña, zapallo, boniato, etcétera), es una forma de escamotear el aporte indígena y sentirse superiores a los vecinos.

Aquello a lo que yo le llamo cocina nativa es una reacción a todo lo anterior y es el resultado de la convergencia de varias agendas, locales y globales. En lo local, tras la reanudación democrática se inició un proceso de revisión de la historia y la identidad uruguaya. Para diversos autores, el pecado original de Uruguay fue que durante el primer año de su vida independiente persiguió y mató a sus habitantes originarios en Salsipuedes. Salíamos de una dictadura que fue el resultado de uruguayos contra uruguayos. El tema indígena se volvió un tema de reflexión en el teatro, las artes plásticas y la literatura. El gran best seller de la novela histórica es Bernabé Bernabé [de Tomás de Mattos], precisamente. En la década de 1990, en el contexto neoliberal, avanzó la agenda multiculturalista, que volvió lo étnico un valor mercantil agregado, pero también se crearon políticas públicas globales, que se aterrizaron en cada uno de los países y promovieron ideas vinculadas a la sensibilidad ecológica y el desarrollo sustentable. Es un proceso complejo y largo, pero todo esto llegó a la cocina mediante la glorificación y valorización de los productos locales, como los camarones y cangrejos de las lagunas de Rocha y los frutos nativos como el butiá, el arazá, la pitanga o el guayabo. La cocinera Laura Rosano, que publicó ya dos recetarios de frutos nativos de Uruguay, dice en sus prólogos que hay que comer estos frutos porque era lo que comían nuestros indígenas.

Me pareció muy interesante la caracterización de la comida uruguaya por la negativa, como un rechazo a los condimentos fuertes y a la elaboración sofisticada de los platos (además de otras facetas tal vez más evidentes, como como el predominio de la carne vacuna, la omnipresencia de los sofritos como base aromática y la hegemonía del dulce de leche en la repostería).

Digamos que yo siempre obedezco al mandato etnográfico de organizar mi análisis en función de lo que me dicen mis informantes. Una de ellas fue la que, con gran lucidez, me dio esa clave interpretativa: que, a diferencia de otras cocinas, la uruguaya no es un gran sistema y que su principio de sabor característico es la no condimentación. Mis informantes han sido claves.

A lo largo del estudio se puede ver una especie de tensión entre lo popular y lo aceptado como “buen gusto”. También constatás en Uruguay las observaciones de Pierre Bourdieu sobre clase social y hábitos alimenticios, en cuanto a que “los ricos” comen menos y prefieren alimentos más magros que los sectores populares. ¿Estás de acuerdo en que hay una tensión o ves otros matices?

Sí, sin duda que existe una tensión y en todo momento histórico la hubo. En la historia de la alimentación siempre surge el debate de si fue la alta cocina la que produjo diferenciación social o si fue la jerarquización la que produjo la gastronomía. En todo caso, no importa, porque la gastronomía siempre reproduce la diferenciación social. Eso sí, en el caso de Uruguay creo que es una diferenciación no muy marcada. A diferencia de otros centros coloniales, no se desarrolló un verdadero patriciado en Montevideo ni en lo que sería Uruguay. No hubo nobleza ni alto clero, ni monasterios donde se dieran grandes fenómenos de síntesis culinaria como en otros lugares del continente, donde las cocinas reflejan el mestizaje cultural entre indígenas, europeos y africanos. Como señalaban mis informantes que trabajaban en casas acomodadas, las diferencias no son muy marcadas. Donde sí hay un cambio es en los cuerpos. Las clases altas están más asociadas a la delgadez, y las populares, a la obesidad. Hay muchos factores que lo explican, desde la calidad nutricional de los alimentos a los que acceden hasta factores vinculados al nivel educativo.

Si las narrativas culinarias aportan a la construcción de una identidad nacional, ¿adónde la encaminan las narrativas actuales?

Lo que planteo en el último capítulo es que se está produciendo un cambio bien marcado. En los siglos XIX y XX las narrativas culinarias en los países poscoloniales –desde América a India– sirvieron como dispositivos discursivos que fijaban un ideal de nación y daban cohesión interna en países que necesitaban definir un nosotros, una singularidad respecto a los otros. Eso fue muy eficaz. En el siglo XXI las narrativas culinarias no están dirigidas a la audiencia interna sino a unas audiencias externas. Lo que se conoce como gastrodiplomacia es una retórica nacionalista y turística, cumple la función de posicionar a los países en el gran escaparate de los destinos turísticos globales. Ya no está dirigida a los ciudadanos sino a los consumidores.

Los sabores de la nación: cocina e identidad en la historia de Uruguay. Banda Oriental, 2022. 318 páginas. $ 890.