El triunfo de Luiz Inácio Lula da Silva en las elecciones de Brasil no significa que lo que representa el actual presidente, Jair Bolsonaro, haya sido derrotado. El mero hecho de que haya habido una segunda vuelta subraya que el electorado de Brasil, como el de muchos otros países del mundo, se encuentra profundamente polarizado. Bolsonaro, cuyo respaldo es especialmente fuerte entre militares y cristianos conservadores, recibió más de 51 millones de votos en la primera vuelta y más de 58 millones en la segunda. También cuenta con un considerable apoyo entre bastidores -financieros e ideológicos- de poderosos intereses económicos, especialmente de la agroindustria. De hecho, 33 de los 50 mayores donantes de su campaña representaban a la agroindustria.

La agroindustria es un sector altamente industrializado en Brasil, responsable de más de una cuarta parte del PIB y de 48,3% de las exportaciones totales en la primera mitad de 2022. Y su alcance geográfico es enorme: cubre gran parte del norte -desde San Pablo-, un sector importante de los estados del sur, dos estados poderosos del centro-oeste del país -Mato Grosso y Mato Grosso do Sul- y Roraima en el norte. Gran parte de los incrementos de ingresos en Brasil durante la presidencia de Bolsonaro fueron a parar a estas regiones, ya que el sector agrícola resultó beneficiado gracias a una moneda nacional devaluada y los altos precios internacionales de las materias primas.

El resto de Brasil no tuvo tanta suerte. La alta inflación -los precios al consumo subieron 8,3% en 2021- ha ejercido mucha presión sobre un porcentaje importante de la población. Más de la mitad de los brasileños (125,2 millones de personas) viven con algún tipo de inseguridad y 15% de la población (33 millones de personas) enfrentan una inseguridad alimentaria severa. Esta es una triste ironía para un país que hace alarde de su condición de “granero del mundo”.

Resulta lógico que las regiones dominadas por la agroindustria fueran más propensas a apoyar a Bolsonaro que a Lula. Pero el presidente sólo es una pieza del rompecabezas político. Incluso sin Bolsonaro en el poder, la agroindustria goza de amplia representación legislativa. En 2021, el Frente Parlamentario Agrícola (FPA) -la poderosa “bancada rural” de Brasil- tenía como afiliados a 46% de la Cámara de Diputados y 48% del Senado. El Instituto Pensar Agropecuária, que agrupa a 48 entidades del sector agrícola, asesora al FPA.

La maquinaria política que la agroindustria ha construido en Brasil ha resultado ser muy eficaz. Durante la presidencia de Bolsonaro y la de su antecesor, Michel Temer, el FPA promovió sus intereses, de forma organizada y sistemática, rechazando muy particularmente los derechos territoriales indígenas para legitimar el uso de tierras nativas para la producción agrícola. El FPA también ayudó a articular propuestas y enmiendas sobre diversas cuestiones regulatorias, incluidos los derechos de los trabajadores, las licencias ambientales, la regularización de la tenencia de tierras y los pesticidas.

En otro hecho que ilustra la influencia del lobby agrícola, Tereza Cristina, expresidenta del FPA, fue elegida para encabezar el Ministerio de Agricultura de Bolsonaro en 2019. El 2 de octubre, en la primera ronda de las elecciones nacionales de este año, Cristina -también conocida como “Sra. Deforestación” y la “musa del veneno”- fue elegida senadora por Mato Grosso do Sul, con más de 60% de los votos.

Cristina no fue la única. 70% de los representantes del FPA en la Cámara de Diputados fueron reelegidos. La organización espera ocupar al menos 40 de las 81 bancas del Senado en 2023, y hasta proyecta nuevas adhesiones, que podrían elevar el total a 45.

El Congreso de Brasil también tendrá al exministro de Medio Ambiente de Bolsonaro, Ricardo Salles. En 2018, Salles fue condenado en un tribunal de primera instancia por “irregularidades administrativas” mientras era jefe de la agencia ambiental del estado de San Pablo. Sin embargo, un mes más tarde, fue nombrado ministro de Medio Ambiente y en su gestión se registró un aumento de la deforestación en la selva amazónica, así como importantes recortes de los programas de protección ambiental, antes de verse obligado a renunciar el año pasado por acusaciones de participación en un plan de tráfico de madera.

La influencia política del sector agrícola se condice con su autopromocionado rol como “pilar de la economía”. Pero también hay un importante componente social y cultural en su influencia. Para gran parte de la población, la vida rural es una suerte de identidad nacional, representada por la imagen romántica del sertanejo u hombre de campo.

Desde los rodeos y las vaquejadas (un deporte en el que participan dos vaqueros a caballo que persiguen a un toro hasta un objetivo) hasta la música folclórica y los festivales, las tradiciones culturales rurales son, en algunas áreas, tan populares como el fútbol y el carnaval. La agroindustria utiliza estas actividades como oportunidades para defender el discurso de que su rol resulta central para la identidad brasileña. No es casual que muchos de los principales cantantes de música folclórica del país respaldaran públicamente a Bolsonaro.

De manera que el bolsonarismo tiene la influencia económica, política y cultural como para sobrevivir a Bolsonaro. En muchos sentidos, la agroindustria -y el FPA, en particular- será decisiva en la presidencia de Lula, particularmente en lo que concierne a las políticas ambientales, la regularización de la tenencia de tierras y la defensa de los derechos de las poblaciones indígenas y quilombolas. Si los agentes del bolsonarismo ganan aún más influencia en las elecciones parlamentarias locales en dos años, el desafío para Lula será aún mayor.

La derrota de Bolsonaro merece celebrarse. Pero nadie -mucho menos Lula- debería olvidar que las fuerzas que le dieron poder no han desaparecido.

Este artículo fue publicado originalmente por Nueva Sociedad y Project Syndicate.