La victoria del domingo pasado convirtió a Luiz Inácio Lula da Silva en el líder político más votado en la historia de la humanidad y en el único brasileño que llegará tres veces al Palacio de Planalto, aunque el exmetalúrgico batió otra marca que pone en cuestión la estrategia de lawfare desplegada por la derecha en la región en la última década: ser el primer líder político que vence el estigma de presidiario y es reivindicado por su pueblo.

“Quiero agradecer al pueblo brasileño, a quien me votó y a quien votó al adversario, por cumplir con un compromiso civil y, sobre todo, quiero darles las felicitaciones a quienes me votaron, porque me considero un ciudadano al que intentaron enterrar vivo y estoy aquí”, dijo el presidente electo en su discurso de victoria.

La abogada brasileña Carol Proner había advertido en setiembre, antes de los comicios, que lo que está en juego en la región va “más allá de la persecución política e involucra la condición de autonomía y soberanía popular y democrática de una sociedad”.

En coincidencia (o no), la campaña de Lula da Silva apuntó a la preservación de la democracia como consecuencia aparejada a su victoria, frente al autoritarismo de Jair Bolsonaro, presente en su discurso bélico y confrontativo, que se apoya en el pleno control de los tres poderes de la República, y que intentó potenciar con el aumento del número de ministros de la Suprema Corte a 15, con el objetivo de blindar aún más su influencia en la Justicia, exhibida como nunca en el encarcelamiento de su rival en 2018.

“En Brasil, se pueden aprender lecciones sobre vulnerabilidad observando el comportamiento de sectores del sistema de justicia. Las autonomías judiciales, el empoderamiento de fiscales y procuradurías sin el cuidado soberano y, fundamental, conectados con los medios de comunicación y sus intereses, generó una trampa incontenible para el poder de turno”, describió Proner.

En diálogo con la diaria, la también profesora de Derecho Internacional y fundadora del Grupo de Puebla admite que “es una posibilidad percibir la victoria como una especie de perdón popular hacia toda la campaña de difamación sobre la imagen del expresidente frente a procesos de persecución política”.

“Como se sabe, Lula ha sido acusado de diversos crímenes, todos en torno al concepto de corrupción utilizado en forma política por un exjuez [Sergio Moro] que ha sido descubierto, después de filtraciones, en procesos que están en curso y han sido juzgados por la Suprema Corte y lo han condenado por su comportamiento parcial y sospechoso”, recuerda.

Y añade: “Lula ha sido elegido y a pesar de estas acusaciones y de la operación mediática judicial que le hicieron en los últimos años, a pesar de pasar 580 días encarcelado, sí, la población acepta la figura política de Lula porque le reconoce la legitimidad política y jurídica del proceso que ha pasado”.

Entonces, la imagen del dirigente popular preso, buscada por diversos sectores de la derecha latinoamericana en los últimos tiempos y hecha cuerpo en Lula da Silva, parece perder valor a partir del balotaje del 30 de octubre, y del posterior silencio de Bolsonaro, que duró dos días.

Así también lo ve otro de los expresidentes procesados por la Justicia de su país, el ecuatoriano Rafael Correa, quien, en una reciente entrevista con la agencia argentina Télam, destacó que el triunfo de Lula “cambia totalmente el balance geopolítico en la región”, ya que “las cuatro mayores economías de América Latina por primera vez en la historia estarán dirigidas por gobiernos de izquierda: Brasil, México, Argentina y Colombia”.

“Yo tengo como 50 juicios penales, mi equipo de gobierno tiene centenas de juicios criminales, los más abusivos, los más absurdos”, dijo Correa, y lamentó: “La persecución ha sido brutal y el mundo no la conoce”.

Proner también recuerda otros episodios de lawfare que han acontecido en América Latina. “No es posible apartar lo que ocurre contra la expresidenta argentina Cristina Fernández, y eso se puede ver en los procedimientos de proceso penal, por las prisas, las formas, la relación entre fiscales y jueces en diferentes momentos de los procesos. Muchos de los juicios que son manejados sin el debido proceso penal son semejantes a lo que ha pasado con el expresidente Lula”, asevera.

Menciona el caso ecuatoriano y también enumera lo que pasó en Chile, en Colombia “de una forma bastante intensa durante las elecciones que resultaron en favor de Gustavo Petro”, y el caso de Honduras.

“Son diferentes formas porque los países tienen sistemas distintos, pero con objetivos semejantes, destinados a desestabilizar candidaturas progresistas en toda América Latina”, resume.

La profesora de Derecho Internacional de la Universidad Federal de Río de Janeiro recordó que en toda América Central hay un movimiento de las llamadas Task Forces (Grupo de Acción Financiera Internacional), “donde poco a poco las sociedades van percibiendo que deben combatir duramente la corrupción, pero cuando percibimos que el lawfare hoy es estudiado en algunos países que tienen condiciones jurídicas hegemónicas, como una de las formas geopolíticas de gestionar su competencia, entonces hay que estar más atentos, porque deja de ser un tema de combate a la corrupción y pasa a ser un tema de defensa de la soberanía y de la jurisdicción nacional”.

En Brasil, ya existe un movimiento llamado Lawfare Nunca Más, del cual forman parte integrantes de la sociedad civil y víctimas de persecución judicial, que en su página web señala: “Lawfare es el uso de la ley como arma de guerra con el propósito de deslegitimar, dañar o aniquilar a un enemigo. Combina la manipulación de la información por parte de los medios con la distorsión de las leyes”.

“[El lawfare] no es solamente contra dirigentes políticos, sino que hay un fenómeno que es la investigación sin fundamento de servidores públicos en las áreas de educación, universidades, rectores y gestores que están bajo vigilancia de los fiscales, quienes no tienen que comprobar un mínimo probatorio para iniciar procesos de investigación”, advierte la abogada, y llama a cuestionar estas prácticas “porque está en riesgo toda una estabilidad institucional y estatal, y se ve claramente que estos fiscales les dan más prioridad que a procesos que combaten la propia idea de Estado”.

Europa no está exenta. Allí aún hace eco el caso que atañe a la empresa francesa Alstom, que dos años antes del Lava Jato en Brasil ya estaba bajo investigación con finalidades de combate a la corrupción, pero, por otro lado, con una finalidad estratégica importante dado que se trata de una empresa que comercializa energía nuclear y expande negocios hacia Oriente.

“Se ve en ese caso una estrategia de desestabilización de una empresa como ha pasado con bancos y empresas alemanas”, explica Proner. “Se utiliza el hegemonismo de la extraterritorialidad que tiene su base en acuerdos de empresas con los sectores de capital abierto de Estados Unidos, como la Comisión de Valores Inmobiliarios, el Departamento de Justicia y la Bolsa de Valores. Es una estrategia formada por leyes vigentes y que hacen parte de la extraterritorialidad norteamericana”. Y recomienda: “Los países tienen que mirar su legislación y percibir las vulnerabilidades. Estamos vulnerables y cualquier empresa nacional de nuestros estados latinoamericanos que comercialicen en Estados Unidos en dólares en la bolsa de valores está bajo este sistema y puede ser procesada en caso de que haya una investigación de sobornos o corrupción”.

Lawfare y después

Para el sociólogo brasileño Leonardo Avritzer, “la victoria de Lula está poco ligada a la estrategia del lawfare, sino que está mucho más ligada a un fracaso del proyecto bolsonarista desde el punto de vista de la gobernabilidad, o sea, el proyecto bolsonarista no fue capaz de implementar políticas alternativas en los campos de la educación, los derechos humanos, la salud y el medioambiente”.

“Recién en el último año él dio una señal a la población implementando una renta baja, con un auxilio emergencial que es claramente provisorio. En ese sentido, la estrategia del lawfare es parte de un discurso que no sobrevive a la propia práctica del bolsonarismo”, afirma.

Para el titular del departamento de Ciencia Política de la Universidad Federal de Minas Gerais, “la cuestión de seguridad no es lo principal en la agenda de la nueva derecha. La nueva derecha tiene una agenda antipolítica y pretende argumentar que el sistema político es todo corrupto e impuro y que la verdad es que habría elementos de pureza en la sociedad y en representantes de fuera del sistema político”.

“Un complemento de una visión de que ciertos sectores de la sociedad serían violentos y otros no, pero en verdad la cuestión central que está colocada aquí es que la propia derecha tiene sus focos de violencia y de actividades ilegales, tal como vimos en Brasil en la última semana”, argumentó.

La búsqueda de un Brasil conforme a la ley parece ser el valor que muchos brasileños y brasileñas ponen incluso por delante de su preferencia política o su ideología partidaria. Así, una gran porción de la sociedad nunca volverá a votar a Lula da Silva por haber estado preso y otra condena el estilo militarista y de irrespeto a las instituciones que detenta Bolsonaro, y que quedó graficado en el episodio que protagonizó la diputada de su riñón Carla Zambelli, quien apuntó con su arma a un ciudadano y hasta disparó al aire, el día previo al balotaje, en supuesta respuesta a un empujón que el hombre le habría dado.

Otra muestra fue el episodio que involucró al exdiputado Ricardo Jefferson, aliado del actual presidente, quien una semana antes del balotaje resistió durante horas un arresto en su casa disparando con su rifle contra policías y arrojando dos granadas.

“Ese tema traspasó a la política, ahí no hay política, ahí hay un crimen. Ahí hay una escalada de aquellos que están queriendo promover un golpe, y parte de la derecha brasileña no quiere promover un golpe, quiere vivir dentro de un sistema democrático, no quiere perder su libertad”, afirmó a la diaria el diputado paulista y secretario general del Partido de los Trabajadores, Paulo Teixeira, en la previa electoral, vaticinando que muchos de los votos bolsonaristas se anularían por este suceso en el balotaje.

Aunque en números bajos, el legislador acertó: los votos en blanco bajaron de 1,59% a 1,43% y los anulados crecieron de 2,82% a 3,16%.

Voto visible y voto secreto

El voto de Lula fue un voto visible. Las caminatas en favor del exmetalúrgico se realizaron a la usanza del orgullo, sin tapujos, exhibiendo con desparpajo y de forma rabiosa una forma de ver la vida y, en consecuencia, de hacer política. “El voto es secreto”, decía en forma irónica una de las remeras rojas más repetidas en las movilizaciones.

Los adhesivos pegados en la ropa, incluso en la vida rutinaria. Igual que los prendedores en las mochilas. Los pocos muros libres en la Avenida Paulista fueron empapelados con las gráficas del expresidente y una simpática encuesta popular llamada “Datatoalha”, en alusión a la encuestadora más relevante (Datafolha), dio ganador a Lula durante toda la semana y se exhibió colgada de una cuerda frente al edificio de la Federación de Industrias del Estado de San Pablo.

El voto de Bolsonaro, en tanto, fue un voto secreto, y no sólo en las urnas electrónicas. Durante la semana previa a la primera vuelta, fueron muchos los que aseguraban que los simpatizantes del presidente respondían en forma falsa a las encuestas de intención de voto. Los “bolsominions”, como les llaman en sorna, sólo se identificaron por vestir camisetas de la selección o blandir banderas de Brasil.

La confesión de quien elegía votar a Bolsonaro se escuchaba en ámbitos semiprivados: un viaje en taxi, el diálogo con el mozo al recibir el vuelto o conversaciones en grupos reducidos. Sus simpatizantes entienden que la gestión del presidente se vio afectada por la pandemia de la covid-19 y el conflicto entre Rusia y Ucrania, y, fundamentalmente, lo prefieren por el simple hecho de no haberlo visto nunca tras las rejas, tener un perfil duro y preservar los valores morales establecidos.

Así fue que las manifestaciones de los partidarios de Lula se dieron hasta pasada la medianoche del lunes, el momento exacto en el que comenzaron la de los partidarios de Bolsonaro, primero, con los bloqueos de camioneros, luego, con protestas de un grupo de ciudadanos que en ningún caso se contó por miles, pero afectaron a la rutina paulista con cancelaciones de vuelos y viajes en ómnibus, y muchas complicaciones para llegar al trabajo, por tratarse de arterias clave.

El reclamo de base de quienes marcaron 22 en la urna electrónica es la seguridad, pero si Bolsonaro no es quien la pueda garantizar, entonces que sean los militares, dicen. “Tengo la certeza, la convicción de que [Bolsonaro] asumirá nuestro artículo primero de la Constitución de que todo poder emana del pueblo. Estamos pidiendo la intervención militar y él tendrá que cumplir, porque él responderá a las solicitudes de todos los brasileños, los millones que están en las calles y los que están en sus casas”, dijo a la diaria Luisinha Ramiro, una de las manifestantes que cortó la carretera Hélio Smidt durante tres días.

En ese panorama de violencia política, que desde ahora encontrará a Bolsonaro desprovisto de la poca diplomacia con la que gobernaba y manteniendo una evidente influencia en el sistema judicial, tendrá que gobernar Lula da Silva.

En suma, tendrá el congreso en su contra y deberá enfrentar un alto costo fiscal, en parte agravado por la campaña política y el adelanto de subsidios emergenciales. Se verá cuán aceitadas están aquellas alianzas conformadas con otras fuerzas políticas luego de la primera vuelta, para saber si se trató, apenas, de su propia estrategia electoral o si alcanza para lograr el consenso que acerque algo de calma al país más grande de Sudamérica, para que la democracia siga triunfando.

Ramiro Barreiro desde San Pablo.