La ciudad de Bucha, formada por pequeños chalets, bloques de edificios bajos y grandes supermercados, fue el centro de una de las masacres más grandes de esta guerra. Casi un mes después de que las imágenes dieran la vuelta al mundo, las calles están limpias y los pobladores empiezan a volver a sus casas.

Llegamos a Bucha desde Irpin, una avenida pintoresca y rodeada de árboles por la que hace un mes circulaban tanques y vehículos de combate. La carretera desde Kiev, a poco menos de una hora de distancia, está sembrada de agujeros dejados por los misiles, árboles caídos y check points donde militares pasmosos piden documentos. Como ven que llevo colgado al cuello el green pass, la acreditación de prensa que dan las Fuerzas Armadas ucranianas, nos dejan pasar casi sin hacer preguntas. Son legión los periodistas que llegan cada día a Bucha, y ya se cansaron de interrogarlos.

Todo es silencio, apenas roto por unas voces lejanas, un auto que circula despacio.

A la entrada, a la derecha, un enorme centro comercial cerrado y desvalijado y un edificio perfectamente en pie, con un agujero de lado a lado en el cuarto piso. A la izquierda, el parque donde un tanque ornamental homenajea a los caídos en Afganistán, al que los rusos, confundiéndolo con uno verdadero, combatieron sin descanso haciendo añicos los apartamentos que estaban detrás.

La ciudad está limpia y vacía. Han barrido las calles. Han recogido los escombros en enormes montones que se acumulan a los lados de las veredas.

Los tanques carbonizados a lo largo de la calle Vokzalnaya fueron retirados y apilados en un depósito en las afueras de la ciudad, convertido en lugar de peregrinación. Tanques, camiones blindados y autos calcinados se apilan como juguetes ante la mirada fascinada de periodistas y fanáticos de las armas. “¿Acaso esto es un T-72?”. “Mirá, estos son los restos de un BMP-2”. Los curiosos rebuscan entre los hierros retorcidos algún trofeo de los rusos para llevarse a casa.

Bajamos despacio por la calle Vokzalnaya, donde empiezan a tapar los baches dejados por los morteros y todavía permanecen las marcas renegridas de los incendios. Aquí, un coqueto chalet pintado de amarillo al que le falta el techo. Más allá, un cerco de madera verde, despedazado por la metralla. Enfrente, un centro comercial reducido a cenizas, una oficina de la que sólo queda una pila de ladrillos y un edificio al que le falta el cuarto piso.

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Anatoli mira desde su casa cómo un equipo de periodistas de CBS graba entre las ruinas de las casas destruidas y vocifera enojado. El periodista lleva chaleco antibalas con la inscripción “press” en letras blancas. Anatoli se enoja porque cada día vienen periodistas a la calle Vokzalnaya, que se ha hecho famosa (es la calle que encontraron sembrada de tanques y cadáveres después de la retirada rusa), pero ninguno viene a la suya, Vodoprodivna, donde también pasaron cosas terribles.

Tendrá 70 años, es corpulento y enérgico. Sin parar nunca de hablar, nos conduce por los jardines interiores de las casas de sus vecinos, que han quedado a su cuidado. Su esposa está en Kiev con sus hijos; por ahora es mejor que no venga porque sufre de los nervios. Nos señala a su vecina, Olga, de 86 años, arrodillada sobre la tierra, plantando su huerta. “¡Plantó su huerta durante toda la ocupación! Eso no lo dicen en la televisión”. No dicen que cada día Anatoli y Olga juntaron los vidrios y los trozos de metralla, y las vigas de madera, y la hojalata que dejaban las explosiones cercanas, y volvían a plantar la huerta.

“¡Mira mi techo”, señala. “¡Un misil dio en mi techo!” Una tela verde cubre los tablones quebrados, un fragmento de mortero está todavía clavado en el jardín y la pared está marcada por la metralla.

Anatoli no para. “Porque una cosa es un misil en el techo, vaya y pase, es una guerra, pero ¿y esto?”. Nos invita a entrar a la casa de su hijo, contigua a la suya. Intentaron forzar la puerta y, como no pudieron, entraron rompiendo la ventana. La puerta está marcada por disparos alrededor de la cerradura, pero no cedió, dice orgulloso. Al entrar, es la desolación. Por el piso se desparrama ropa, juegos de mesa, libros, lápices, cajones, perchas, cristales rotos. “¡El wáter rompieron! ¿Qué enemigo es ese, el wáter?”, se queja Anatoli blandiendo su escoba.

En el patio se acumulan, prolijas, muchas bolsas azules, llenas de escombros y cosas rotas. Todavía no hay luz ni gas, pero el agua, en la calle Vodoprodivna (que en ucraniano significa “curso de agua”) nunca ha faltado (en Kiev, donde estoy, empiezan a sonar las alarmas antiaéreas. Opto por seguir escribiendo y no bajar al refugio del sótano).

Muy pocos vecinos están volviendo a los chalets de su calle. La familia de la casa contigua, que tiene un hijo con discapacidad, está en Roma. En la casa siguiente, que tiene todo el porche derrumbado, vivía una familia que está en Lviv y ya no regresará. “No quieren volver a esta ciudad ni quieren volver a saber nada con lo que pasó en esta calle”.

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En medio de los senderos que comunican varios bloques de edificios bajos, renegridos de la guerra, de la miseria y de la pobreza que viene de mucho antes, hay un grupo de mujeres preparando borsch en dos fogones improvisados. Anastasia hierve el caldo en una olla envuelta en humo y en otra revuelve la salsa mientras agrega tomate. Le gusta conversar. El almuerzo está casi pronto y nos invita a comer. En un tablón contra la pared alguien pela verduras. Los enseres de cocina se acomodan prolijos y abollados bajo un techo improvisado con nailon: cubiertos, platos de hojalata, dos calderas de hierro, algunas latas en las que hervirían agua. Sobrevivieron así durante la ocupación: como los edificios no tenían agua, gas ni electricidad, juntaban entre todos los vecinos lo que tenían y cocinaban en la calle. Unos cortaban leña, otros buscaban agua, los que se animaban salían a buscar comida. Son diez, dice, los que quedaron en todo el complejo de viviendas, y ahora son como una familia. Casi todos personas mayores, retirados, que no quisieron irse. “¿Por qué?”, dice indiferente, y después afirma: “La gente no tiene que irse de su casa”.

Anastasia.

Anastasia.

Foto: Eugenia Rodríguez Cattaneo

Durante los bombardeos se escondían en el sótano y, cuando podían, subían a sus apartamentos a buscar algo para cocinar. El hijo de Anastasia y su esposa pasaron el mes entero en el sótano. No salieron nunca, aterrorizados. Las más viejas aprendieron a distinguir cuándo un bombardeo era peligroso y cuándo no, y sabían cuándo hacía falta esconderse o cuándo sólo era una escaramuza. Lo peor, le parece, era el frío, no las bombas. A pocas cuadras de allí, en el patio de la iglesia donde se encontraba la fosa común descubierta poco después de la retirada rusa, sólo queda una gran explanada de arena. Los cadáveres han sido removidos y están en la morgue, o han sido enterrados. En Pascua se celebró allí una ceremonia, silenciosa y amarga.

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Algunas cuadras más adelante, cuatro mujeres toman té en la vereda, sentadas en bancos de madera y reposeras desvencijadas. Llevamos toda la mañana recorriendo la zona, es casi mediodía y tenemos hambre. Nos acercamos a preguntar dónde podemos comprar comida. No hay. Anna nos invita café, y finalmente aceptamos. Se excusa por la demora: el gas acaba de ser restablecido y es muy bajo, por eso demora en calentar. Todavía no hay luz o agua corriente. Anna trae además tres generosas rodajas de pan cubiertas de corned beef, y galletitas. No hay ningún mercado abierto en Bucha. No hay donde comprar agua, pan o aspirinas. Todos los negocios cerraron, fueron bombardeados o saqueados.

Durante la ocupación sobrevivieron como pudieron. “Había rusos buenos y rusos malos. Los primeros sólo ocupaban la zona y controlaban a los ciudadanos, pero después vinieron la segunda y la tercera oleada, y esos no, esos no respetaban nada”. Natalia asiente: no respetaban nada.

No todos los barrios estaban controlados por las mismas brigadas. Los propios rusos les advertían: no vayan a esta zona porque allí es peligroso. “¿Allí estaban los kadyrov?”, pregunta Alex, el traductor, que es ucraniano del Donbás. Natalia responde enseguida: “No, eran rusos. Eran los rusos los que disparaban y listo”. La presencia de los combatientes chechenos, legendarios por su crueldad, es especialmente repudiada en Ucrania, aunque las investigaciones sobre la autoría de los crímenes demandarán años.

Natalia se quedó, como todos los que lo hicieron, porque no tenía dónde ir. Su apartamento, ya pobre, no fue dañado. Ella misma es sobreviviente de Chernóbil, tiene su tarjeta que lo acredita y por la que el gobierno le paga una pensión por mes. Cuenta de Chernóbil, donde murió su esposo, que mandó a sus hijos lejos para salvarlos y que ella nunca quiso irse.

A lo lejos, se escuchan explosiones. Natalia se ríe y el traductor también. Son explosiones contraladas por el Ejército, de los proyectiles que cayeron y no detonaron, o de minas antipersona sembradas en los patios de algunas casas. Los lugares que ya han sido “limpiados” lucen una marca redonda con espray verde.

Un hombre en bicicleta, flaco y mal vestido, interrumpe la conversación para contar que en la iglesia el cura está entregando roscas bendecidas. Él mismo lleva dos roscas esponjosas envueltas en papel celofán. Les brillan los ojos a todos.

Terminamos el café, nos despedimos y agradecemos la comida. Anna me abraza, se encaja hasta las orejas un gorro de lana y sale rumbo a la iglesia. La mañana es helada en la primavera de Ucrania.

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En la calle principal de Borodianka, a pocos kilómetros de Bucha, un hombre recoge los vidrios rotos de su negocio. Tenía una tienda de mascotas. Al lado de la puerta apila las jaulas de colores de los pájaros; un poco más atrás, los almohadones para gatos, todavía intactos. La biblioteca de la ciudad es ahora un cuartel militar, y en el enorme hall de entrada cuelgan, entre las columnas, botas, medias y casacas recién lavadas. Por todas partes en Borodianka hay militares.

La destrucción de la ciudad es absoluta. En la calle Shevchenko aún hay un misil clavado en el cemento, señalizado con una bandera roja. Todas las casas de la cuadra son sólo ladrillos apilados. Cerca de la plaza, donde estaban los edificios más altos, hay un edificio cortado al medio como si fuera una tarta. Los apartamentos se ven desnudos, todavía con sus sillas, sus mesas, con las bibliotecas llenas de libros. El viento vuela las cortinas descolgadas, la ceniza lo envuelve todo, el olor a quemado sigue adherido a los bloques desvencijados. “Es que la ciudad se preparó para la resistencia”, explica Alex, el traductor. “Recibieron los tanques tirándoles cócteles molotov, entonces bombardearon desde el aire”. A una amiga suya, que era fotógrafa, le dieron 30 minutos para irse de su casa. Llegaron, les dijeron aquí será nuestro cuartel general, y punto.

Tomó a las niñas del brazo y salió en el auto rumbo a Kiev. Ahora vive en Alemania y dice que no va a regresar jamás. Otros sí han regresado para llevarse lo poco que han podido salvar. De entre los escombros de un edificio de más de diez pisos, varios hombres sacan cocinas, lavarropas y colchones casi intactos y los cargan en una camioneta militar. En el jardín que bordea el bloque de edificios un hombre recoge fragmentos de vidrio, metralla y cemento. Me mira con los ojos tan cansados que ni siquiera me atrevo a preguntarle nada.

Eugenia Rodríguez Cattaneo, desde Bucha.