En las últimas semanas, la guerra entre Ucrania y Rusia desencadenó análisis militares, económicos y geopolíticos de todo tipo. Nos hemos familiarizado con términos como “misiles hipersónicos” o “sistema SWIFT” y hemos aprendido incluso los nombres de las principales ciudades del este ucraniano. Recurrimos a Wikipedia para averiguar la ubicación del río Dniéper o la ciudad de Kiev y, entre otras cosas, hemos “descubierto” que tanto en Ucrania como en Rusia se profesa mayoritariamente el cristianismo ortodoxo. Se trata de un universo religioso sobre el que sabemos poco en una América Latina forjada históricamente en el catolicismo romano.
Ante las consecuencias materiales y humanas de la guerra, el aspecto religioso puede parecer una mera curiosidad. Pero no lo es en absoluto. En primer lugar, porque las iglesias cristianas ortodoxas juegan un papel importante en la definición de los nacionalismos ruso y ucraniano. En segundo término, porque desde antes del estallido bélico, los ortodoxos rusos y ucranianos se encontraban en una difícil pulseada, en el marco del conflictivo proceso de conformación de una iglesia ucraniana autocéfala, separada y en tensión con Moscú. En este marco, la guerra no ha hecho más que profundizar el intrincado escenario de disputas dentro del cristianismo ortodoxo.
¿Quién es el papa ortodoxo?
A diferencia de las iglesias protestantes y evangélicas, las ortodoxas son, como las católicas, de naturaleza “apostólica”. Es decir, no fundan su prédica y sus principios de autoridad solamente en la Biblia, sino también en los apóstoles y su sucesión. Ortodoxos y católicos se consideran herederos del cristianismo del primer milenio, hasta el cisma que los separó en 1054. Por eso, entre otras cosas, comparten los mismos santos hasta el siglo XI. El cisma fue la expresión de algunas diferencias teológicas, pero, sobre todo, una resultante de las disputas políticas entre diferentes liderazgos dentro del cristianismo. Por un lado, el obispo de Roma, el papa; por otro, los patriarcas de las iglesias orientales.
No nos interesan ahora las razones históricas que llevaron a dichos enfrentamientos, sino sus consecuencias en la forma de organizar y gobernar el cristianismo. En la iglesia católica se consolidó la figura del papa como máxima autoridad y, fundamentalmente a partir del siglo XIX, su poder y sus atribuciones aumentaron hasta convertir al obispo de Roma en una suerte de monarca absoluto. Por ejemplo, hoy en día es el papa el que designa a los obispos en cada diócesis a lo largo y ancho del planeta. Este proceso de centralización, que en el mundo católico se conoce como “romanización”, trajo consigo un estrechamiento de los vínculos entre la Santa Sede y numerosas iglesias que, hasta entonces, habían tenido escasos vínculos con Roma. Por el contrario, en el cristianismo ortodoxo, si bien el patriarca de Constantinopla (hoy Estambul) es considerado un primus inter pares, lo es sólo en términos honoríficos y simbólicos, puesto que no tiene injerencia ni potestad en el gobierno de las diferentes iglesias –organizadas todas ellas en patriarcados–.
Se trata de instituciones autocéfalas, es decir, con “su propia cabeza” y, por tanto, autónomas unas de otras. Por supuesto, se mantienen unidas en términos teológicos y tienen estrechos vínculos, pero cada patriarca es el gobernante de su iglesia con autonomía del resto. No existe entre los ortodoxos ningún papa o líder de esas características y, por tanto, no debemos pensar en Bartolomé I, el actual patriarca de Constantinopla (el llamado Patriarcado Ecuménico), o en Kirill, el patriarca de la iglesia ortodoxa rusa –la más importante por número de fieles (alrededor de 140 millones)–, como cabezas de un mundo ortodoxo por definición atomizado. A su vez, las diferentes iglesias se encuentran la mayoría de las veces vinculadas fuertemente a los estados como consecuencia de un proceso de reorganización del cristianismo oriental que se inició en el siglo XV con la caída de Constantinopla a manos del Imperio Otomano.
No es cuestión de fe
Entre católicos y ortodoxos, a diferencia de lo que ocurre con las iglesias protestantes, no hay posiciones sustancialmente distintas en términos de fe, sino más bien rituales. De hecho, uno de los principales motivos históricos de controversia, la inclusión de la fórmula “y del hijo” en el credo niceno, es a fin de cuentas una cuestión que puede parecer menor. Según el credo establecido por el Concilio de Nicea en el siglo IV, al que todavía hoy responden los ortodoxos, el Espíritu Santo proviene solamente del Padre y no, como se establece en el Concilio de Toledo en el siglo VI, “del Padre y del Hijo”. La distinción tiene poca relevancia si partimos de la base de que tanto los católicos como los ortodoxos aceptan el dogma de la trinidad: tres personas y un único dios. Sin embargo, a partir de entonces, la nueva versión del credo fue motivo de diferentes altercados y conflictos que se profundizaron en los siglos X y XI, en el marco de las disputas por el liderazgo político de la cristiandad. Posteriormente, en los siglos XIII y XV, en los concilios de Lyon y Florencia, se intentaron reunificaciones que finalmente no llegaron a buen puerto.
Más recientemente, tras el Concilio Vaticano II en la década de 1960, se produjeron sucesivos acercamientos que dieron mejores resultados. En 1964, en una muestra de ello, el papa Pablo VI y el patriarca de Constantinopla Atenágoras se fundieron en un abrazo en Jerusalén. Cuando le preguntaron a Atenágoras por qué había ido a ver al papa respondió: “¡Hace 500 años que no nos hablábamos!”. Poco después, el 7 de diciembre de 1965, se levantaron las excomuniones que se habían lanzado mutuamente en 1054. Los acercamientos continuaron en las décadas siguientes. En 2016, Francisco y Kirill, el patriarca de la iglesia ortodoxa rusa, se encontraron en el aeropuerto de la ciudad de La Habana. En esa ocasión Francisco le dijo a Kirill: “Finalmente nos encontramos. Somos hermanos”. La reunión sirvió, además, para firmar un documento conjunto con un “llamamiento a la comunidad internacional” para tomar “medidas inmediatas para evitar un mayor desplazamiento de los cristianos de Oriente Medio”, concluyendo que “levantando nuestras voces en defensa de los cristianos perseguidos, también nos solidarizamos con los sufrimientos de los seguidores de otras tradiciones religiosas”.
En 2021, durante su visita a Grecia, el papa Francisco resaltó las “raíces apostólicas comunes” de católicos y ortodoxos y, a su vez, lamentó que “la cizaña de la sospecha” hubiera aumentado “la distancia” entre ambos cristianismos. Como ya lo había hecho Juan Pablo II en 2001, ensayó nuevamente un pedido de perdón y reconoció “con vergüenza” que la iglesia católica era parcialmente responsable de “marchitar la comunión” con los ortodoxos debido a “acciones y decisiones que tienen poco o nada que ver con Jesús y el Evangelio”.
La iglesia ucraniana, lejos de Moscú
La anexión de la península de Crimea a la Federación Rusa en 2014 y los extendidos conflictos en la región del Donbás profundizaron las tensiones religiosas preexistentes entre la iglesia ortodoxa de Ucrania y la de Rusia. Tras el colapso de la Unión Soviética, tanto en Ucrania como en Rusia el papel de las iglesias ortodoxas se fortaleció. Si bien existieron varias iglesias del universo ortodoxo, la única reconocida por las demás fue, hasta hace poco, la que respondía al Patriarcado de Moscú. En 2018, sin embargo, tras cuatro años de guerra, Bartolomé I, el patriarca de Constantinopla cada vez más enfrentado a Moscú, accedió a otorgar a los ortodoxos ucranianos la autocefalía, es decir, su independencia de Rusia. Además, el Sínodo de Constantinopla fue incluso más allá y revocó la excomunión que la iglesia ortodoxa rusa había aplicado al primer patriarca de la iglesia ucraniana a comienzos de la década de 1990. La respuesta de Moscú no se hizo esperar. El sínodo de la iglesia ortodoxa rusa anunció la ruptura de sus lazos con el Patriarcado de Constantinopla y cuestionó su potestad para otorgar la autocefalía a los ucranianos. Según Moscú, un proceso de esas características requeriría el acuerdo de todas las restantes iglesias ortodoxas “hermanadas”.
Más allá de la querella, el resultado ha sido el surgimiento de una iglesia ucraniana ortodoxa independiente de Moscú y conformada por las iglesias consideradas “cismáticas”, surgidas tras la caída de la Unión Soviética a inicios de 1990, y algunas parroquias que hasta entonces habían respondido al Patriarcado de Moscú. Si bien por el momento los ortodoxos que dependen del Patriarcado de Moscú controlan una parte mayoritaria de las estructuras eclesiásticas, su futuro es incierto en el contexto de la guerra actual.
Un juego peligroso
El apoyo del patriarca Kirill a lo que Vladimir Putin ha denominado “operación militar especial” de las Fuerzas Armadas rusas en Ucrania, así como los encendidos llamados a la resistencia por parte de referentes ortodoxos ucranianos, se enmarcan en una extensa disputa. Para Kirill, Ucrania es una parte inalienable del cristianismo ortodoxo ruso, como dejó en claro en 2013 durante el aniversario 1.025 de la conversión del príncipe Vladimir de Kiev al cristianismo. Durante esas celebraciones, a las que asistieron otros patriarcas y el propio presidente Putin, se multiplicaron las muestras de descontento de los grupos nacionalistas ucranianos. La postura de Kirill hace ruido también en la iglesia católica. Recientemente, el papa Francisco mantuvo un tenso encuentro virtual con Kirill al que le recordó que ya no puede hablarse de guerras “santas” o “justas” como en otros tiempos porque los cristianos han “desarrollado una conciencia cristiana de la importancia de la paz”.
La invasión de Ucrania ha alimentado las tensiones en el interior del mundo ortodoxo. La retórica política de ambos nacionalismos ha encontrado en la religión nutrientes para alimentar una confrontación que no ha hecho más que escalar. Si bien todavía es muy temprano para hacer un balance de las consecuencias religiosas del conflicto, caben pocas dudas de que sus efectos serán, como en otros planos, profundos y duraderos.
Diego Mauro es doctor en Humanidades y Artes por la Universidad Nacional de Rosario e investigador independiente del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet) en el Instituto Investigaciones Socio Históricas Regionales. Es docente y coordinador del Doctorado en Historia en la misma universidad. Su trabajo se centra en la historia del catolicismo y la secularización en el mundo contemporáneo. Este artículo fue publicado originalmente en Nueva Sociedad.