La calle principal de la capital, Ross Road, concentra en poco más de cinco cuadras la mayoría de los servicios principales: el banco, la comisaría, la casa del gobierno, la sede de la asamblea legislativa, el correo y las dos principales iglesias –una católica y otra anglicana–. El domingo es día de misa y una veintena de fieles se congrega en la Christ Church Cathedral, de la Comunión anglicana, donde un bebé de menos de un año será bautizado. La luz que entra por los vitrales colorea el interior de un tono rojizo suave y el olor a madera inunda el aire. La misa es en inglés; muy pocos isleños saben hablar en español.

En Puerto Argentino (Stanley, en inglés) está soleado, la temperatura es agradable y acaba de llegar un crucero de turistas que por algunas horas se apropiarán de la pequeña capital de las Islas Malvinas (Falklands), en las que cerca de 3.600 isleños o kelpers (llamados así por una alga típica de sus costas) llevan una vida pacífica en lo social y próspera en lo económico, pero atravesada por la guerra de 1982 y el hecho de saberse usurpadores ante los ojos de sus vecinos.

La doble denominación, en este caso, no es una traducción lisa y llana, como puede ser Inglaterra o England, sino dos formas distintas de llamarle al archipiélago, que es un territorio británico de ultramar desde hace casi dos siglos pero del cual Argentina reclama su soberanía desde el asentamiento británico, en 1833.

“Esto es Inglaterra, ¿por qué querríamos ser argentinos? En 1982 la actitud era que los barcos argentinos venían a liberar las Falklands de Gran Bretaña. Para ellos fue una sorpresa: nosotros no queríamos ser liberados”, comenta Chris Locke, ayudante en la iglesia, mientras desecha el agua que quedó en la pila bautismal al terminar la misa. Locke tiene unos 60 años y llegó a las islas como marino de la fuerza naval británica en el conflicto de 1982. Dice que “la guerra está muy presente” en las islas y lamenta lo difícil que es mantener una relación amistosa con sus vecinos más cercanos: “A veces, el vecino de la casa de al lado se convierte en tu enemigo”.

La reverenda de la iglesia, Kathy Biles, hace una distinción entre los argentinos y sus gobiernos: “Durante la guerra y 40 años después la evidencia ha sido que no actúan con buena fe. No la gente; nosotros tenemos algunos argentinos aquí que son amorosos”, asegura. En efecto, hay una minoría de argentinos –unos 30– en un universo de 86 nacionalidades diferentes presentes en las islas, producto de la inmigración. Es que las prósperas islas gozan de una tasa de empleo de 95%, un ingreso promedio por hogar de 53.100 libras (64.500 dólares, más de 5.000 dólares mensuales) y ganancias anuales que superan las 100 millones de libras, generadas mayormente por la pesca.

Son pocos los vestigios que quedan de la civilización española y luego rioplatense que entre el siglo XVIII y comienzos del siglo XIX vivió y gobernó en las islas: probablemente el más significativo sea el uso de los términos “asado” o camp para referirse al campo (todo lo que no es la capital), en lugar del inglés country. En contrapartida, abundan los elementos arquitectónicos, urbanísticos y culturales heredados de la metrópoli: los teléfonos públicos con cabinas rojas, las Land Rover que circulan por la izquierda, las casas de colores con prolijos jardines frontales y cercos blancos y una población mayoritariamente caucásica, educada a partir del programa de Reino Unido, que toma el té de las cinco.

Iglesia Anglicana.

Iglesia Anglicana.

Foto: Alessandro Maradei

Para Biles, “es imposible” mantener una relación amistosa con Argentina, “primero, porque ellos ni siquiera negociarían la soberanía, entonces, cuando llaman a negociar a Reino Unido la única salida que ven es la soberanía total de las islas. ¿Cómo puede haber una discusión o negociación cuando la solución ya está sellada?”, inquiere. Como ejemplo de esto, menciona la ruptura del pacto Foradori-Duncan de 2016, de la que informó el canciller argentino, Santiago Cafiero, el 2 de marzo. En general, los isleños están muy informados sobre lo que pasa al otro lado del charco, sobre todo cuando les incumbe directamente.

Keith Heathman tiene 79 años de edad y durante 18 años se dedicó a cuidar los campos minados, que fueron un problema hasta 2020, cuando se desactivó la última mina que quedó de la guerra de 1982. Su trabajo era asegurarse de que “todos los letreros estuvieran donde tenían que estar y que las vallas estuvieran bien, para que nadie saliera herido, y nadie lo hizo”. En total cuidaba 76 campos, todos en la isla este, que es la más poblada –East Falkland y West Falkland son las dos islas más grandes en superficie y población del archipiélago–.

Heathman nació en Inglaterra pero lo trajeron a las islas cuando tenía tres años de edad. Por coincidencia –y por suerte– no estaba allí el 2 de abril de 1982, cuando se desató la guerra: “Me fui dos días antes de la invasión. No porque sabía, sino por casualidad. Estaba en Argentina”, cuenta, y se ríe al reconocer la paradoja. Cuando supo de los planes del dictador Leopoldo Galtieri huyó: “Antes de que me agarraran me fui a Inglaterra”. Sin dejar de sonreír, comenta que en ese momento temía que si lo encontraban le dispararían.

Volvió en octubre, cuatro meses después de la rendición de Argentina –en las islas conmemoran el 14 de junio como el “día de la liberación”–. Para Heathman, “los argentinos deberían decir gracias por haberse liberado de Galtieri. Nunca nos agradecieron por eso, o a los ingleses”, señaló. Asimismo, opina que “Argentina debería cuidar de la gente en su propio país primero, porque ellos tratan a su propia gente muy mal. Ellos perdieron a 30.000 personas [en referencia a los desaparecidos], ¿por qué no los buscan a ellos en lugar de intentar venir por nosotros, que somos 3.000 personas y una isla?”.

Seguir malvinizando

El tintineo de los rosarios que se rozan por el viento, en la cima de un cerro desolado, se empieza a escuchar antes de cruzar el perímetro que bordea el cementerio argentino, ubicado en Darwin. Cada una de las cruces que señalan las 232 tumbas, colocadas con una simetría perfecta, tiene decenas de ellos: algunos se notan más nuevos, otros están oxidados o desteñidos por el paso del tiempo. Los rosarios también sirven para sostener flores, prendas de ropa y otro tipo de objetos simbólicos que los visitantes dejan como ofrendas a los 649 soldados argentinos que murieron en la guerra: aunque físicamente muchos no están ahí, ese cementerio es el memorial que los representa a todos.

Armamento argentino en el museo de Goose Green.

Armamento argentino en el museo de Goose Green.

Foto: Alessandro Maradei

El cementerio fue construido por la Comisión de Familiares de Caídos en Malvinas e Islas del Atlántico Sur, que tiene su propiedad, y el mantenimiento lo realiza una compañía de las islas. La mayoría de las tumbas tienen nombres –algunas más de uno– producto de la identificación de los cuerpos que comenzó en 2013 mediante un trabajo conjunto entre el Comité Internacional de la Cruz Roja, el Equipo Argentino de Antropología Forense y los gobiernos de Argentina y Reino Unido. Siete de los que yacen en ese cementerio todavía no fueron identificados: sus lápidas rezan “Soldado argentino sólo conocido por Dios”.

Un hombre de 50 y tantos años y una mujer de unos 20 recorren el cementerio, en silencio. Al salir, algunos minutos después, ella se dirige a una Land Rover estacionada a varios metros. Él, que lleva pantalones camuflados, se detiene unos segundos en la entrada y observa. El sol hace que las cruces, pintadas de blanco, por momentos encandilen. Les dedica el saludo militar y se aleja lentamente. Se trata de un exmilitar inglés que sirvió en 1982 y apoyó las operaciones británicas, y aunque en su bando también hubo numerosas pérdidas –255 soldados ingleses fallecieron en el conflicto– eso no le impide conmoverse por los soldados enemigos: “Es muy triste. Ellos eran inocentes”.

“Marcelo empezó a hablar después de 40 años de lo que es la guerra. En realidad él no hablaba. Yo siempre digo que vengo a las Malvinas a buscar al joven que se quedó acá. Porque él nunca más fue el mismo”. Mirian Cao es argentina, de Berazategui, y por cuarta vez está de visita en las islas con su pareja, Jorge Zamudio. La excusa es la maratón del domingo 12, pero ellos mismos admiten que lo que los hace volver una y otra vez es ese cementerio y la necesidad de honrar la memoria de los excombatientes, los vivos –como Marcelo, su hermano– y los que nunca volvieron.

Cao tiene tatuada en el cuello la silueta de las islas –la misma que en Buenos Aires se puede ver en pegatinas enormes en los ómnibus, con la leyenda “Las Malvinas son argentinas”–, la campera con el escudo de la Asociación del Fútbol Argentino y otro tatuaje con la bandera argentina en la pantorrilla. Consultada sobre cómo la reciben los isleños, responde que bien y que a veces, incluso, tiene más problemas con los chilenos porque “tienen que cuidar su trabajo”.

En su relato queda claro que el conflicto histórico atraviesa su experiencia en las islas: “yo recién venía corriendo y no sabés la bronca, la ira y el dolor que sentía, por las lágrimas que mi madre había derramado por mi hermano, cuando veía a estos turistas que bajan del crucero y se abrazan a [el monumento a Margaret] Thatcher. Thatcher inició una guerra para salvarse en lo político”, afirma. Hace una pausa y segundos después agrega: “Y la dictadura [argentina], que hizo que murieran muchos jóvenes. Y muchos después, por estrés postraumático”. “Yo con nueve años veía a mi hermano abajo de la cama y mis padres no lo podían sacar porque soñaba y seguía en el bombardeo”, narra.

A Zamudio la guerra también lo tocó de cerca: en 1981 comenzó el servicio militar obligatorio en Río Gallegos, Santa Cruz; “cruzando la calle”, dice señalando el mar. Cuando comenzó la guerra operaba en la base aérea que atacaba la flota inglesa. Tenía 19 años y varios conocidos entre los que ahora yacen en Darwin. A su entender, “cada argentino tiene que hacer el viaje a las Malvinas en algún momento de su vida” porque “en Darwin hay 649 hermanos de la guerra y ellos nos están esperando. Cada día que pasa, todas las mañanas y todas las noches ellos están esperando que vengamos. Que les dejemos un rosario, que les recemos, que cantemos el himno con ellos. Y nosotros tenemos la obligación de estar acá cuando podemos”.

Keith Heathman.

Keith Heathman.

Foto: Alessandro Maradei

Para Cao, hacerse presentes en las Malvinas es una forma de “seguir malvinizando”: “Me ha pasado con veteranos de guerra [que] no han querido venir mientras tengamos que entrar con el pasaporte. Es un documento, como cuando en la calle te piden el registro de conducir. Yo les digo: ellos no te lo impiden, vos estás haciendo que te impidan el ingreso. Si no vas, es como que dejás que algo se herrumbre en tu patio”.

Una marca en el alma

“Es difícil de describir, pero que tu hogar sea invadido deja una marca profunda en el alma del país que es muy real. Aunque fue hace 40 años, la guerra sigue muy presente en todos nosotros. Es una parte triste de nuestra historia pero es crucial”, reflexiona Leona Roberts, legisladora y experiodista de Penguin News, el único medio de prensa escrito de la isla. Cuenta que tenía 10 años cuando estalló la guerra, y recuerda con detalle los últimos días antes de la “liberación” a manos de los ingleses. Fueron los días de las batallas más cruentas, y en los que ella y su familia empezaron a temer por sus vidas, pero el desenlace fue el que anhelaban: From the sea, freedom (“desde el mar, la libertad”) es una frase que se repite como mantra en cada rincón de las islas.

“Deseo fuertemente que nos dejen en paz. Hemos hecho todo lo que podemos para ser buenos vecinos y una responsable pequeña parte en la discusión, pero ellos lo hacen muy difícil con sus continuas amenazas. No de invasión ni nada parecido, pero sí en lo que respecta a nuestra economía, nuestra sociedad, nuestros vínculos con otros países”, considera la legisladora, que se define como de izquierda, aunque con la aclaración de que la asamblea legislativa (que ella integra con otros siete asambleístas) es de tendencia moderada.

Entre los isleños hay una idea compartida de que Reino Unido les empezó a prestar más atención luego de la guerra, en lo que fue un cambio de rumbo respecto de la estrategia que siguió entre 1960 y 1970, cuando negoció con Argentina un acuerdo de comunicaciones que, se suponía, en el largo plazo culminaría con la aceptación del reclamo de la soberanía, lo que algunos recuerdan con amargura. Este acuerdo incluía una conexión aérea directa entre las Malvinas y Buenos Aires –en lugar del buque Darwin, que hasta entonces conectaba las islas con Montevideo–, la atención en el Hospital Británico de Buenos Aires y la posibilidad de asistir a escuelas británicas en esa ciudad, entre otros puntos. Pero con la llegada de la dictadura militar ese acercamiento amigable se truncó.

“En la década de 1970, antes de la guerra, todo se venía abajo. Había incertidumbre acerca del futuro. Los argentinos estaban hablando con los británicos, todo el mundo estaba nervioso, no había confianza para invertir en la isla. Fue un muy mal momento”, recuerda Phyllis Rendell, exprofesora y exlegisladora, ahora retirada. Rendell recuerda que luego de la guerra, que duró 74 días, “la gente estaba muy apagada, muy triste. Yo estaba enseñando a los niños en ese momento y tenían muchos problemas. Todo lo que dibujaban era sobre la guerra: helicópteros, barcos, bombas. Esto tomó mucho tiempo cambiarlo”. Rendell vivía en la capital, al lado de una casa que fue bombardeada por error por los ingleses, en la que fallecieron los únicos tres civiles en la guerra.

A su entender, “los isleños más viejos siguen atrapados en ese momento” y hay quienes “siguen muy enojados”. “Lo llaman estrés postraumático”, afirma. También recuerda que en ese entonces “la mayoría de la gente se sentía muy apenada por los soldados argentinos, porque tenían malas botas, mala ropa, y tenían hambre. No estaban bien alimentados. Muchos isleños les daban comida”. Dice que, en general, había una idea de que la responsabilidad era de la Junta Militar, no de la gente: “No culpaban a los soldados”.

Rendell destaca que luego de la guerra el gobierno británico otorgó a las islas el control de las aguas jurisdiccionales y la pesca, lo cual mejoró significativamente la economía local: “Antes, cualquiera venía y se llevaba los peces, particularmente los rusos. Ahora vendemos licencias para pescar y eso nos da dinero. Nos hace autosuficientes”.

Puerto Stanley (Puerto Argentino).

Puerto Stanley (Puerto Argentino).

Foto: Alessandro Maradei

La cuestión de la autodeterminación

El 10 de marzo se cumplieron diez años del referéndum que convocó el gobierno de las islas –Falkland Islands Government– para consultar a los pobladores si su voluntad era mantener el estatus de territorio británico de ultramar, o sea, seguir siendo parte del Reino Unido, o no. En el marco de este aniversario el gobierno de las islas, por intermedio de la Embajada Británica en Uruguay, extendió invitaciones a periodistas y legisladores uruguayos en las últimas semanas.

El resultado en esa consulta fue arrollador: 99,8% de los votos fueron afirmativos, con un 92% de participación. En el museo histórico de la capital se conservan las fotos de las celebraciones, con la ciudad teñida de azul y rojo por las banderas y leyendas como Falkland Islands, british to the core (Islas Falkland, británicas hasta la médula). Sin embargo, aunque se llevó el resultado al Comité de Descolonización de las Naciones Unidas como argumento favorable a Reino Unido en el diferendo con Argentina, amparándose en el derecho a la autodeterminación, no fue un elemento concluyente a los ojos del organismo internacional, que desde 1965 llama a ambos países a encontrar una salida pacífica a la controversia.

El mismo día en que anunció la ruptura del pacto Foradori-Duncan, el canciller argentino Santiago Cafiero informó que el gobierno argentino propuso retomar las negociaciones por la cuestión de la soberanía, para lo cual impulsó una reunión en la sede de la ONU en Nueva York. En diálogo con la diaria, el secretario de Malvinas, Antártida y Atlántico Sur en la cancillería Argentina, Guillermo Carmona, sostuvo que el gobierno de Alberto Fernández está impulsando “un fuerte despliegue diplomático” para seguir con las negociaciones “que quedaron pendientes antes de la guerra”.

“Tras la guerra, el Reino Unido intenta posicionarse con el triunfo militar, pero las guerras no generan derechos. El Reino Unido ha intentado dar por cerrada la cuestión Malvinas por el resultado de la guerra, pero el derecho internacional marca otra cosa, y eso es lo que nosotros ponemos en valor hoy, al afirmar que Argentina está lista para retomar las negociaciones”, expresó Carmona, e indicó que el objetivo del gobierno es “reparar la violación de la integridad territorial argentina al haberse cercenado esa parte del territorio bajo un régimen colonial”; esto incluye a las Malvinas, Georgias del Sur, Sándwich del Sur y los espacios marítimos que corresponden.

Con este propósito, Argentina trabaja para “definir una agenda de plazos y formas para concretar esta recuperación”, y Carmona es optimista en que “tarde o temprano va a ocurrir: se va a abrir una instancia de negociación en la que definiremos los modos y los plazos, como en otros casos de descolonización”. Si bien consideró que tiene que ser una negociación entre las partes, remarcó que “es muy importante el papel que juega la comunidad internacional en crear condiciones para que se cumplan las resoluciones de Naciones Unidas”.

En cuanto al argumento de la autodeterminación y el resultado del referéndum de 2013, Carmona alegó que “la población que ahora existe en Malvinas es fruto de un proceso de colonialismo”, por lo que es una población “implantada” por la fuerza. “Es población británica que fue a reemplazar a la población argentina que había sido expulsada. ¿Se le puede reconocer al colonizador, al conquistador, el derecho de decir a quién pertenece ese espacio territorial? Definitivamente, no”, sentenció, y recordó que esta opinión es compartida por los países latinoamericanos y caribeños que históricamente han respaldado su reclamo de soberanía –entre ellos, Uruguay–.

Carmona recordó que “la invasión de 1833 fue una invasión violenta, por el uso de la fuerza, en tiempos de paz”, cuando se estaba desarrollando “un proceso de poblamiento por parte del gobierno argentino en las islas”, lo que incluso había implicado la creación de una comandancia político-militar a cargo de Luis Vernet. “Era una sociedad donde nacían, vivían y morían argentinos”, afirmó.

Aunque desde los primeros registros de avistamiento de las islas hasta la ocupación definitiva de las islas por parte de Gran Bretaña, en 1833, pasaron casi tres siglos, hay algunos hechos clave en ese proceso: Gran Bretaña envió en 1764 una expedición a las islas, según su versión (exhibida en el museo histórico de Puerto Argentino/Stanley) “inconsciente de la presencia de Francia” –primera colonizadora de las islas y por cuyo puerto Saint-Malo se originó el término Malvinas–, y el 21 de enero de 1765 tomó “posesión formal de las islas en nombre de la corona británica”. Pronto los ingleses fueron expulsados por España, que a su vez reclamó a Francia y consiguió la jurisdicción de las islas, que desde 1767 pasaron a depender del Virreinato del Río de la Plata.

Cuando Argentina reclama la soberanía de las islas se basa en el criterio legal de uti possidetis juris, por el cual se produce una transmisión de derechos hereditarios de España, que incluye a los territorios que antes de la independencia de las Provincias Unidas, más adelante Argentina, formaban parte del Virreinato.

Cementerio Argentino.

Cementerio Argentino.

Foto: Alessandro Maradei

Independencia: una fantasía que suena bajito

Tres isleños votaron que no querían permanecer como territorio de ultramar británico en el referéndum de 2013. “Debían estar borrachos” o “probablemente eran argentinos residentes”, dicen algunos isleños. Pero también hay quienes consideran que si la pregunta se hubiera formulado de otra forma, el apoyo rotundo al Sí podría haber cambiado: por ejemplo, si se hubiera consultado a la población si tenía intención de constituirse en una nación independiente.

Son pocos los que consideran la independencia respecto de Reino Unido como algo posible o alcanzable, y los que coquetean con la idea creen que sería viable en el largo plazo. “Es una pregunta difícil de escribir, pero quizá es la pregunta que algunas personas quisieron ver en el papel: la posibilidad de evolucionar y no permanecer como un territorio de ultramar de Reino Unido”, opina Rendell. A su entender, “la mayoría de la gente” entiende que es mejor seguir con el estatus actual para mantener la defensa de Gran Bretaña “en caso de que Argentina decida ponerse agresiva otra vez”. “Personalmente no creo que eso suceda; creo que aprendieron la lección en 1982. Pero mucha gente va a sentir miedo para siempre de Argentina y sus militares”, evaluó.

Pese a este temor, Rendell afirma que “otra gente quisiera desarrollar otro estatus político e ir hacia una suerte de independencia”, y ella es afín al planteo. “Creo que es muy difícil para Gran Bretaña mantener el estatus que tenemos a través de las décadas. Quizá los isleños tenemos que pensar en algún otro tipo de solución para ser más independientes, así Gran Bretaña no tiene que pelear por nosotros constantemente”, reflexionó.

Escándalo subyacente

El gobierno de las islas inició conversaciones con la compañía israelí Navitas Petroleum para explorar los yacimientos de hidrocarburos en el territorio. Por considerarlo ilegal, Argentina sancionó a la compañía el año pasado. Pese a esto, la iniciativa sigue avanzando, aunque en un estadio “muy temprano”, según dijeron integrantes del gobierno. “Ha habido mucha discusión acerca de si el petróleo debería ser un proyecto en las Falklands. El gobierno argentino dice que condenará a cualquier compañía que se vea involucrada en la exploración de petróleo en las islas. A mí no me gustaría iniciar ese camino, soy ambientalista, así que no lo apoyaría, pero creo que la autodeterminación es también tener la libertad de tomar decisiones económicas”, expuso en diálogo con la diaria Nicholas Roberts, subeditor en Penguin News.