La historia de España es el relato derivado de una pulsión civilizatoria constantemente boicoteada. Un conflicto entre una sociedad humanista que busca librarse de un cepo disciplinatorio y una reacción que se empeña en apretarlo sobre el pescuezo de quien busca el progreso. La moción de censura de 2018 contra el presidente conservador Mariano Rajoy (Partido Popular) inició una fase progresista que continuó con el gobierno de coalición entre la izquierda poscomunista y la socialdemocracia, lo que convirtió al gobierno español en el más izquierdista junto al portugués de Antonio Costa. Un espejismo dentro del avance reaccionario de Europa occidental, que puede acabar de manera prematura en las elecciones generales del próximo 23 de julio. El poeta José Braulio Toole acertó al describir la vocación funesta del país por volver a épocas oscuras cuando parecía remontar con fases humanistas: “España, / ¿por qué cuesta decirte? // ¿Por qué a veces pareces / una madre implacable / que le niega la leche a sus bastardos? // País de tanta luz, / ¿por qué esta vocación de ser tiniebla?”.
La realidad contemporánea viene capitalizada por una reacción posfascista de porte burgués y por el infantilismo de una izquierda que no ha sabido interpretar su papel institucional tras remover la política española desde el contrapoder, sin saber dejar atrás su carácter impugnatorio. El gobierno de marcado corte social del Partido Socialista Obrero Español (PSOE)-Unidas Podemos, que ha ampliado derechos para colectivos vulnerables con la finalidad de mitigar la desigualdad, se ha visto ahogado por las disputas internas impulsadas por Unidas Podemos, que como parte minoritaria temía quedar opacado por su socio socialdemócrata de más peso en el Ejecutivo. Mucho ruido que impedía establecer una estrategia de comunicación efectiva que trasladara a la ciudadanía la importancia de medidas como los Expedientes de Regulación Temporal de Empleo (Ertes), que salvaron el sustento de los trabajadores en pandemia, la subida de las pensiones en más de 8% para equipararlas a la inflación, o aumentos del salario mínimo interprofesional (SMI) de 46% en sus años de gobierno. De no haberse tomado estas medidas, se habría sumido a la clase trabajadora en una crisis tan profunda como la de 2008. España ha tenido el mejor gobierno posible en la peor situación imaginable, pero no ha sido suficiente.
El premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz declaró en su reciente visita a España, cuando se le preguntó por el presidente Pedro Sánchez, que le sorprendía que no tuviera más apoyo, porque “ha hecho un trabajo fantástico”. Lo cierto es que es difícil comprender desde fuera de España el proceso de involución sufrido en las elecciones autonómicas y municipales de mayo, cuando las urnas golpearon con fuerza a la izquierda del gobierno de coalición. El resultado electoral ha obligado a Sánchez a adelantar las elecciones previstas para final de año y que se celebrarán el 23 de julio.
La economía en España funciona mejor que en el resto de Europa, aumenta con un crecimiento robusto anual, crea más empleo que nunca en su historia y las medidas de corte social han sido las más ambiciosas desde la recuperación de la democracia. La llegada de los fondos europeos y la recuperación del turismo tras el final de las restricciones por la pandemia han provocado una inesperada buena salud de la economía, que ningún organismo económico local ni supranacional supo advertir. La experiencia histórica dicta que un gobierno no cae cuando la economía funciona con una fortaleza como la que muestra España, pero si algo explica el conocimiento del pasado es que cada coyuntura y contexto crean nuevas realidades.
La guerra de Ucrania, el incremento de los precios de la energía y el aumento de los fletes tras el cuello de botella provocado tras el final de la pandemia y la recuperación económica global provocaron una tensión inflacionaria por el aumento de los márgenes empresariales que han hecho crecer el PIB a costa de mermar el bienestar de la clase trabajadora rebajando sus salarios, que no se equiparaban al IPC. La macroeconomía funciona a pleno rendimiento, pero se reparte de manera desigual y crea una disonancia entre la realidad de las economías familiares y el discurso del gobierno vanagloriándose por los magníficos resultados que muestran las grandes cifras.
Lo cierto es que no hay una familia, desde las más vulnerables a una clase media ilustrada acomodada, que no haya visto su situación depauperada por la carestía de la vida. No hay escapatoria posible: el precio de la vivienda disparado por la protección de las actividades rentistas, unido a la presión de los turistas en la costa y las ciudades, ha provocado que el costo de la vivienda, ya sea en propiedad o mediante alquiler, se haya incrementado de manera exponencial sin que el crecimiento de los salarios haya acompasado ese golpe a las finanzas familiares. No es que la economía no importe, como dice Stiglitz, es que importa demasiado, simplemente hay que mirar otras cifras más mundanas. Un descontento que la extrema derecha ha sabido exprimir.
Avance reaccionario
La extrema derecha española no es diferente de la que opera en otras latitudes. Adapta los marcos que han funcionado en el resto de los países y los adorna con el folclore nacional y los aspectos culturales que pueden funcionar mejor en el nivel local. La ultraderecha española ha basado su crecimiento en una reacción ultranacionalista española frente al conflicto independentista en Cataluña de 2017, un antifeminismo furibundo y un mensaje descarnado contra los valores de progreso, que incluyen el rechazo al colectivo LGBTI, a la multiculturalidad y a los inmigrantes. El proceso de involución sufrido por el país es similar al que se ha visto a escala global y ha impregnado con sus ideas a los partidos conservadores tradicionales hasta hacer que defiendan sus postulados y hacerlos mayoritarios dentro de su espectro ideológico. Las batallas culturales han sido el caballo de Troya utilizado para mantener los privilegios asociados a la clase, el género y la raza y así perpetuar el orden social de estratificación capitalista que el genio de Tréveris denunció en el siglo XIX.
La estrategia de la derecha y la extrema derecha desde que se formó el gobierno de coalición ha sido la de calificarlo de ilegítimo para poner en duda su derecho a gobernar y así poder confrontarlo con modos antidemocráticos incluso desde la judicatura, con una constante y agresiva ofensiva judicial liderada por los más altos estamentos judiciales. La derecha no ha dudado incluso en bloquear el Consejo General del Poder Judicial o utilizar una mayoría bastarda en el Tribunal Constitucional para paralizar una votación en el Senado, por primera vez en la historia democrática, para intentar evitar la renovación de los jueces. No ha habido ninguna de las herramientas internacionales usada por los posfascismos que no haya sido aplicada en España para derribar al gobierno de Pedro Sánchez.
La depauperación de la clase técnica y los autónomos
Los trabajadores autónomos o por cuenta propia son el corpus fundacional de la reacción y el armazón sobre el que se construye el ascenso del posfascismo en España. Hombres blancos, heterosexuales, ultranacionalistas con un arraigado rencor antifeminista, con un componente aspiracional, con muchas dificultades para llegar a final de mes y autopercepción de empresarios, pero con el salario justo para pagar su vivienda y la cesta de la compra. Una composición de clase e identitaria que puede ser extrapolable, con los matices específicos de cada país y región, en muchos procesos de conformación de la extrema derecha a lo largo del mundo contemporáneo, pero también histórico. Durante la República de Weimar, la alta inflación inflamó a la clase media alemana conocida como Mittelstand, un cuerpo social compuesto por trabajadores independientes, artesanos y pequeños comerciantes. Su depauperación provocó que la ira y el resentimiento fueran dirigidos contra la alteridad que consideraban causante de su situación. La alianza entre esa clase media y el sector de la gran burguesía industrial auparon al nazismo. Hoy no son los años 30, pero España parece encaminarse a un tiempo de pasiones tristes.
Las clases medias aspiracionales han tenido problemas para encontrar un enemigo efectivo sobre el que volcar sus iras y resentimientos. La desigualdad de clase habría hecho racional que buscaran ese elemento estructural de su situación en la clase dirigente, la burguesía o el capital y el empresariado. Como en otros momentos de la historia, esto supondría iniciar un proceso de conflicto que apaciguaría ese resentimiento creando lazos de solidaridad, como ocurre con el movimiento obrero; en cambio, se ha buscado la salida sobre la que se sustenta la extrema derecha.
La negación del conflicto enardece el resentimiento. Hay que buscar una espita por donde soltar tensión y se acaba mirando hacia los que se considera que, estando cerca, tienen unos privilegios que derivan en una peor situación individual de esa clase media. Según François Dubet, es el momento en que aparece el estilo paranoico y los mecanismos de resentimiento, un caldo de cultivo perfecto para la asunción como reales de las teorías de la conspiración que los sitúan como víctimas de otros colectivos en peor situación social. Uno de los ejemplos más significativos es la teoría del “gran reemplazo”, que defiende que existe un plan orquestado por élites globalistas que buscan diluir la conciencia occidental blanca a través de procesos de migraciones masivas que pretenden devaluar el mercado del trabajo. El enemigo ya está presente; deja de ser el empresario, ya no hay que mirar hacia arriba, ahora es el inmigrante, se puede mirar hacia abajo. El posfascismo ya está instaurado en las mentes, ahora sólo hay que dirigirlo a quien ofrece una solución.
Los límites de lo posible
El primer gobierno progresista de coalición en España desde la II República, el período democrático de 1931 a 1936 que terminó con un golpe de Estado y que desembocó en una cruenta guerra civil y la dictadura de Francisco Franco, prometía un período de avances sociales, ampliación de derechos y horizonte de ilusión que la realidad se ha visto empeñada en opacar mediante todo tipo de catástrofes naturales, epidemias y conflictos bélicos. Los cuatro años de legislatura del gobierno de PSOE y Unidas Podemos han tenido desde una pandemia global hasta la erupción de un volcán, lo que ha imposibilitado llevar adelante una agenda de políticas públicas proactivas, dado que el gobierno se ha visto obligado a actuar como elemento mitigante de una crisis difícilmente previsible.
El gobierno de coalición ha sido el final de un camino ilusionante para la izquierda, que comenzó con la aparición de Podemos tras las movilizaciones masivas del 15M (de 2011). Un movimiento social que provocó transformaciones profundas mediante un cambio de paradigma político que hacía posible un período constituyente, que sí se conformó en lo social y que destruyó el sistema bipartidista que estaba implantado con mano férrea desde el inicio de la democracia. De forma paradójica, la entrada de Podemos en el gobierno marcó el final de la ilusión, y su presencia, políticas, usos y costumbres internas marcaron los límites de lo posible para la izquierda en lo que se refiere a la política institucional.
Nunca la izquierda poscomunista tuvo tanto poder en democracia, y ahora sabemos que el horizonte de posibilidad es estrecho y con unos márgenes de actuación que impiden reformas estructurales, lo que deja espacio sólo para medidas paliativas que hagan más soportable la existencia dentro del sistema capitalista. La izquierda disruptora que apareció electoralmente en 2014 ya no es un elemento sustancial con capacidad para movilizar y ha quedado marginalizada en las elecciones de mayo, hasta desaparecer de todas las asambleas y ayuntamientos importantes.
El surgimiento de Podemos encauzó una pulsión ciudadana indefinida que podría haber derivado en una construcción posfascista hacia unas vías de populismo democratizante que tenía como objetivo ampliar derechos y repartir riqueza. Pero esta formación política que pretendía crear transformaciones de carácter emancipatorio se ha ido diluyendo hasta destruir todo aquello que había logrado construir y convertirse en una formación residual destrozada por las peleas internas. Fue un movimiento ilusionante que se abrazó con pasión al infantilismo y el victimismo y que no acepta que, por encima de los tremendos golpes del sistema a su formación, ha primado la autodestrucción, provocada por una dirección política que puso por delante sus pulsiones personales paranoicas en vez de la reformulación del espacio político para adaptarse a un nuevo tiempo mucho más amable.
La historia tiene giros burlescos: la ley de hierro de las oligarquías ha golpeado con fuerza a Podemos hasta convertir el hiperliderazgo de Pablo Iglesias en una caricatura que ha transformado a su partido y a su militancia en un sombra distorsionada de sus propios miedos, complejos, actitudes vengativas e intereses personales. Sirve para comprenderlo leer el Informe Secreto al XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) que Nikita Jruschov presentó el 25 de febrero de 1956: “Camaradas: Debemos abolir el culto a la personalidad en forma absoluta y definitiva; debemos llegar a conclusiones correctas tanto en el campo ideológico y teórico, como en el campo del trabajo práctico. Es necesario adelantar la siguiente moción: condenar y eliminar de una manera bolchevique el culto a la personalidad por ser contrario al marxismo-leninismo y ajeno a los principios del Partido y a sus normas, y combatir inexorablemente todo intento de reintroducir su práctica en cualquiera forma. Debemos volver a respetar la tesis más importante del marxismo-leninismo científico, que establece que la historia la crean los pueblos, como así también todos los bienes espirituales y materiales de la humanidad”.
El bloque Partido Popular-Vox
Las encuestas marcan hoy una diferencia en favor del bloque de la derecha y la extrema derecha, frente al del PSOE y Sumar, la fuerza encabezada por la vicepresidenta segunda y ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, que agrupa al espacio a la izquierda de la socialdemocracia. En ese marco, el futuro pardo ya comienza a hacerse presente con los pactos en los niveles regionales que están alcanzando el Partido Popular y Vox y que anticipan lo que será un gobierno nacional entre la derecha tradicional y la extrema derecha. El acuerdo de gobierno en la Comunidad Valenciana es el ejemplo, ya construido, de lo que supone la presencia de las políticas posfascistas en un Ejecutivo: una entente con un candidato condenado por maltratar a su mujer y que promete derogar todas las políticas destinadas a paliar la violencia machista además de combatir la diversidad, con la eliminación de las políticas en defensa de la lengua valenciana y de las medidas de protección y visibilidad del colectivo LGBTI. En definitiva, la eliminación de la diferencia y la negación de la alteridad. No es necesario imaginar qué ocurrirá en las próximas elecciones del 23 de julio, porque la reacción y el atrasismo ultra ya han logrado imponerse como normalidad política.
Antonio Maestre es periodista y escritor, autor de los libros Franquismo SA (Akal, Barcelona, 2019); Infames. El retroceso de España (Ediciones B, Barcelona, 2020) y Los rotos. Las costuras abiertas de la clase obrera (Akal, Barcelona, 2022). Este artículo fue publicado originalmente por Nueva Sociedad.