En enero de 2020 varios medios argentinos pusieron fugazmente el foco en una activista sindical ferroviaria. Mónica Schlotthauer había pasado de su banca en el Congreso a su trabajo de siempre en el ferrocarril: la limpieza de la estación Once, ubicada en el centro de la ciudad de Buenos Aires. En tiempo de críticas a la “casta política”, el caso de esta parlamentaria resultaba una excepción. Una “puerta giratoria” no hacia las empresas, como ocurre a menudo, sino hacia su trabajo habitual, desde donde lleva adelante su activismo por un sindicalismo “de clase”. Un año después asumió otra banca Alejandro Vilca, hasta ese entonces recolector de basura, quien obtuvo 25% de los votos en la provincia norteña de Jujuy, en la frontera con Bolivia, y el 8 de mayo de este año revalidó su popularidad con 13% de los votos como candidato a gobernador. Ambos pertenecen al Frente de Izquierda y de Trabajadores Unidad (FIT-U), que agrupa a las principales fuerzas trotskistas del país.
Nacido en 2011, el FIT constituyó un hecho inédito en un espacio ideológico propenso como pocos a la fragmentación: el de los seguidores del líder bolchevique ruso León Trotski, asesinado por un sicario de Stalin en 1940 (una historia popularizada por la novela El hombre que amaba a los perros, del cubano Leonardo Padura). Y más recientemente incorporó a otros grupos y se transformó en el FIT-Unidad (FIT-U). Argentina, junto con Francia, es uno de los pocos países en los que el trotskismo tiene un peso político-cultural significativo en el campo de la izquierda. Pero mientras que en Francia los trotskistas transitan una fuerte crisis, en Argentina hoy ellos son “la izquierda” y cuentan con una bancada parlamentaria. La razón no es difícil de entender: tras la conformación del Frente de Todos (nombre de la coalición panperonista que gobierna el país), los troskos constituyen la única izquierda significativa por fuera del espacio peronista ampliado, que desde los años 2000 presenta un perfil de centroizquierda, ahora en proceso de mutación.
Si cuando el peronismo gira a la derecha se “come” a la centroderecha, como ocurrió en los años 90 con Carlos Menem, cuando gira a la izquierda hace lo propio con ese espacio, como ocurrió con Néstor Kirchner y Cristina Fernández. Y eso se profundizó desde 2015 cuando la llegada del empresario conservador Mauricio Macri al poder hizo que muchos apoyaran al peronismo como forma de “resistir a la derecha”. Así, lo que queda del Partido Comunista, los maoístas, los diversos populismos de izquierda e incluso muchos de quienes durante la crisis de 2001 eran radicalmente anti Estado y se inspiraban en los zapatistas terminaron orbitando en torno del peronismo. Los únicos irreductibles fueron los trotskistas. En paralelo, la centroizquierda no peronista se desdibujó con acuerdos con la centroderecha de Juntos por el Cambio (JxC) en las provincias, como en el caso del Partido Socialista.
Pese a que los partidos del FIT-U, sobre todo el Partido de los Trabajadores Socialistas (PTS) y el Partido Obrero (PO), siguen criticándose mutuamente con poca piedad, han logrado mantener la alianza electoral y se han transformado en un voto refugio para quienes, desde la izquierda, no quieren votar al peronismo, sobre todo en las primeras vueltas electorales. En los balotajes, el trotskismo llama a votar en blanco, lo que enfurece a los peronistas, sobre todo a los kirchneristas. Aunque con diferencias, los trotskistas consideran que el peronismo y el macrismo son variantes “burguesas” del mismo sistema, y argumentan que si Macri sobreendeudó al país, Alberto Fernández pactó con el Fondo Monetario Internacional (FMI). Su sueño, siempre intacto, es ganarle la clase obrera al peronismo.
En estos años han logrado mantener su presencia parlamentaria, con cuatro diputados nacionales. Su influencia es visible en varios sindicatos –donde aparecen como luchadores combativos frente a los viejos sindicalistas empresarios eternos en sus cargos– y han logrado una incidencia importante en el mundo estudiantil y en los movimientos de mujeres. En provincias como Salta, Mendoza o Jujuy han tenido momentos de gloria y han superado en ocasiones el 10% de los votos. Su peso es fuerte en el “movimiento piquetero”, como se conoce desde fines de los años 90 a los grupos de desocupados organizados para reclamar “planes sociales” y financiamiento de proyectos cooperativos de “economía popular”, y lideraron también algunas experiencias de autogestión obrera.
El PTS lanzó incluso un periódico digital, La Izquierda Diario, y una de sus referentes, la abogada de derechos humanos Myriam Bregman, es invitada con frecuencia a las tertulias televisivas. En 2021 obtuvo casi 8% de los votos en la Ciudad de Buenos Aires e ingresó al Congreso Nacional. Con un discurso “fresco”, que incluye no pocas referencias al rock nacional, la Rusa busca atraer el voto kirchnerista, y entre los seguidores de izquierda de la expresidenta Cristina Kirchner muchos simpatizan con ella.
Que el trotskismo argentino haya encontrado sus mejores momentos tras la caída del Muro de Berlín –y la “crisis de las utopías”– no deja de ser paradójico: se trata de fuerzas que siguen discutiendo la Revolución rusa como si se tratara de un hecho actual, en cuyos dilemas buscan, infructuosamente, respuestas tácticas y estratégicas para enfrentar al capitalismo. Son fuerzas que, en síntesis, siguen creyendo en la revolución, aunque pocos de sus votantes aspiren a ella. El escenario imprevisto de este movimiento es que crecen en votos en contextos en los que no se verifica una radicalización social: en el esquema clásico, ambos elementos debían ir alineados, para generar el llamado “doble poder” (cuya versión más desarrollada fueron los soviets de 1917). Por eso también, al FIT-U le cuesta mantener los buenos resultados en las provincias, ya que una gran parte de su electorado no termina de consolidarse ideológicamente. Por su propia historia, el ethos militante trotskista se construyó en la adversidad y eso prepara mejor para resistir que para crecer, cuando los esquemas rígidos pueden romperse. Algo de eso le pasó al viejo Movimiento al Socialismo (MAS), que logró un fuerte crecimiento militante, e incluso electoral, en las décadas de 1980 y 1990 y luego terminó dividido en varias fracciones.
De manera más general, a los candidatos trotskistas les cuesta delinear mínimamente los trazos gruesos de la sociedad deseada (del socialismo deseado, más allá de frases generales como un “gobierno de trabajadores”), lo que los lleva a recluirse en el “reivindicativismo” de tipo sindical y en un discurso de “las luchas”: poner el cuerpo define al trotskismo actual (por ejemplo, en comparación con el denominado “progresismo”), y por ello es posible ver a sus diputados en la primera línea de las movilizaciones, como en las recientes protestas en la provincia de Jujuy, donde fueron reprimidos por la Policía.
El PTS habla hoy de “parlamentarismo revolucionario” y ha incorporado ciertas lecturas del comunista italiano Antonio Gramsci como forma de enfrentar estos problemas sin aceptar, al menos de manera explícita, ninguna forma de reformismo. Y, de manera amplia, el FIT-U se ha articulado con las luchas del movimiento de mujeres –cuyo hito fue la legalización del aborto–, de las minorías sexuales y los ambientalistas –en un contexto de auge del neoextractivismo vinculado a la transición energética en el Norte global, como lo ejemplifica la minería del litio–. Pero la propia identidad trotskista, asociada a un marxismo-leninismo a menudo demasiado atado a los “textos sagrados”, junto con cierta arrogancia teleológica, funciona como límite a una articulación político-social más amplia y a la posibilidad de actualizar el proyecto socialista frente a las nuevas condiciones materiales y simbólicas, y esto se suma al foso que separa a las nuevas generaciones de la cultura de izquierda tradicional.
Sea como fuere, contra la imagen de división que predomina en el mundo trotskista, el FIT-U viene logrando mantener su unidad. En las próximas Primarias, Abiertas, Simultáneas y Obligatorias (PASO) del 13 de agosto, Bregman competirá contra la precandidatura de Gabriel Solano, del PO. Ambos buscarán aprovechar que el peronismo lleva un candidato centrista y ultrapragmático como Sergio Massa para atraer algunos votos de la Unión por la Patria, nuevo nombre del frente panperonista.
La estética ha cambiado en función de estos tiempos; del Agitprop a la publicidad; de los densos debates teóricos a las redes sociales... Como escribimos en una oportunidad con Horacio Tarcus, “los antiguos afiches políticos en blanco y negro que mostraban dirigentes obreros con tonalidades plebeyas han cedido su lugar a coloridas fotos de estudio publicitario que muestran candidatos sonrientes y reposados. Ya no están sobrecargados de texto ni plagados de consignas, sino que invitan a votar a los candidatos de turno o simplemente ‘a la izquierda’ (...) La vieja cultura obrerista de la izquierda radical, el reclamo en voz airada, el ceño fruncido, el puño golpeando la mesa, la refutación fulminante del adversario político, se han visto parcialmente desplazados por intervenciones más argumentativas y persuasivas, enunciadas en tono enérgico pero sin vulnerar la amabilidad de los códigos televisivos”. El último spot de Solano retoma la popular serie Succession y el de Bregman llama a levantar “la izquierda”, ambos con una estética publicitaria moderna, no ajena a la cultura pop y adecuada a las redes sociales.
Hoy los trotskistas argentinos, que tienen a los jóvenes como meta, sienten la competencia de los libertarios de extrema derecha, liderados por Javier Milei. Solano se ha embarcado en varios debates para tratar de refutarles que el capitalismo sea superior, “productiva, moral y estéticamente”, al socialismo. Estos libertarios vienen captando jóvenes enarbolando un fuerte discurso “anticasta” política y la defensa de un capitalismo sin Estado (tan utópico como el socialismo que critican). Desde esas posiciones, Milei aparece en las encuestas en tercer lugar para la disputa presidencial de fines de este año. Pero el trotskismo se empeña en que “la rebeldía sólo puede ser de izquierda”.