En los días previos a las elecciones, las encuestas apuntaban a una disputa pareja entre Donald Trump y Kamala Harris. Ni en 2016 ni en 2020 Trump había conseguido el apoyo mayoritario de los votantes estadounidenses. Pero esta vez las cosas cambiaron. La elección estuvo lejos de ser verdaderamente reñida. El electorado se desplazó significativamente hacia la derecha y el magnate neoyorquino atrajo a nuevos votantes. Mejoró sus resultados en casi todos los grupos demográficos. Una mayoría de estadounidenses quiere que vuelva a ser presidente y le otorgó, además, la mayoría en el Senado, mientras sigue en juego la composición de la cámara baja.
Para el triunfo del candidato republicano hay tres posibles hipótesis explicativas. La primera, que su campaña fue la más abiertamente racista e intolerante de la historia moderna de Estados Unidos. Esta convirtió a varios grupos de inmigrantes en enemigos ejemplares, afirmando que el país estaba siendo invadido por bandas de venezolanos, que los haitianos se comían a los animales domésticos y que Joe Biden y Kamala Harris estaban importando deliberadamente gente del “Tercer Mundo” para que los votaran. Por supuesto, nada de esto era cierto. Sin embargo, en la Convención Nacional Republicana los asistentes enarbolaron pancartas exigiendo “¡Deportación masiva ya!”. La campaña de Trump también dirigió el odio hacia las personas trans, afirmando en sus anuncios que “Harris es para elles, no para ti”. Se podría concluir simplemente que un país racista y sexista optó por el candidato racista y sexista, rechazando la coalición multicultural encabezada por la postulante que expresaba la posición contraria.
Una segunda hipótesis sostiene que el problema fue que los demócratas se equivocaron de candidata y tomaron malas decisiones estratégicas. Biden era reconfortante para los votantes moderados en 2020, pero Harris, una mujer racializada de San Francisco, podía ser presentada como demasiado “de izquierda”, incluso cuando cortejaba a los votantes moderados. Además, al sustituir a último momento a Biden, no fue elegida mediante un proceso de primarias competitivo. Y, finalmente, como vicepresidenta en funciones, no podía distanciarse significativamente del actual gobierno. Esto fue especialmente angustiante para los votantes palestinos y árabes y sus aliados del ala izquierda del Partido Demócrata, muchos de los cuales consideran el apoyo de Biden a la guerra de Israel en Gaza complicidad con un genocidio.
Ambas hipótesis captan sin duda una parte del cuadro, pero sólo una parte. Harris generó un entusiasmo considerable entre los demócratas. En todo el país, decenas de miles de voluntarios trabajaron para persuadir a sus vecinos y conseguir que votaran a la vicepresidenta, una movilización de la que careció la campaña de Trump. Harris aplastó a Trump en su único debate y centró de manera inteligente sus esfuerzos en los estados que necesitaba ganar para lograr una mayoría en el Colegio Electoral. Pero esto, al final, no tuvo ninguna importancia. Michigan, con un gran número de votantes árabes, resultó un estado menos reñido que Pensilvania, donde son menos. Los candidatos demócratas con un perfil diferente ―por ejemplo, el senador Sherrod Brown, de Ohio, un varón demócrata blanco y pro clase trabajadora― también perdieron.
Es cierto que Trump atrajo a votantes racistas. Y también es cierto que consiguió el apoyo de muchos grupos étnicos y raciales, a los que invitó a unirse a su coalición reaccionaria. El expresidente consiguió ganar terreno, sobre todo, entre los varones. En cuanto a los varones afroestadounidenses, la erosión de su voto fue relativamente pequeña. Hillary Clinton ganó este grupo por 69 puntos sobre Trump en 2016, Biden por 60 en 2020, y Harris ganó por 58 puntos. Pero entre los varones latinos, Trump hizo avances sorprendentes. En 2016, estos favorecían a Clinton por 31 puntos frente a Trump, mientras que en 2020 Biden ganó a ese grupo por 23 puntos. Ahora es Trump quien le ha ganado a Harris por diez puntos en este grupo.
Una perspectiva amplia confirma la tendencia de que la polarización educativa sustituye a la polarización de clase como eje central de la división política. Los votantes con estudios universitarios votan cada vez más a los demócratas y los que no tienen títulos tienden a votar a los republicanos. Trump ganó entre los votantes blancos con titulación universitaria por tres puntos en 2016. Harris ganó en ese grupo por diez puntos en 2024. Los votantes racializados sin título universitario favorecieron a Hillary Clinton por 56 puntos en 2016. La ventaja de Kamala Harris en ese grupo fue de sólo 32 puntos. Trump, sorprendentemente, ha hecho un Partido Republicano más multirracial, mientras se presenta con una plataforma que toma muchas de sus ideas de los nacionalistas blancos.
Eso nos conduce a la tercera hipótesis explicativa del resultado, que en cierto modo es la más sencilla. La gente culpa a Biden, un presidente impopular con índices de aprobación en torno de 38%, del estado de la economía, y Harris es su vicepresidenta.
Aunque Trump estuvo en el poder al principio de la pandemia de covid-19 ―y la gestionó muy mal―, Biden supervisó su final y sus secuelas. Mucha gente simplemente recuerda los tres primeros años de Trump como una época de prosperidad. Y esto sucede a pesar del hecho de que los efectos inflacionarios de la interrupción de la cadena de suministro (y el estímulo económico) fueron relativamente menores en Estados Unidos. La economía estadounidense ha emergido como la más fuerte en el mundo poscovid, y lo hizo sin recesión, aceptando algo de inflación en lugar de un aumento del desempleo. Pero el crecimiento salarial en el extremo inferior de ingresos ha contribuido a elevar los precios cotidianos de los alimentos, y los precios de la vivienda siguen siendo altísimos.
Trump, por lo tanto, podría presentarse como el candidato de la restauración. Su eslogan “Make America Great Again” (MAGA) solía hacer referencia a un pasado nostálgico, pero ahora puede referirse simplemente a la memoria reciente. Los medios de comunicación de derecha han amplificado el diagnóstico de que el problema son las élites demócratas desconectadas de la gente común, que intentan controlar sus vidas imponiendo su visión del mundo. Al parecer, esa campaña fue eficaz.
La campaña de Harris trató de hacer frente a esta situación con tres mensajes fundamentales. El primero, la amenaza a la democracia que supone Trump tras el intento de golpe de Estado del 6 de enero de 2021. El segundo, la promesa de restaurar el derecho al aborto arrebatado por los jueces que Trump nombró para la Corte Suprema. El tercero, una agenda económica de reducción de precios y ampliación de las ayudas al trabajo de cuidados. Los dos primeros estaban perfectamente enmarcados en la defensa de la “libertad”. El tercero no alcanzó nunca a superar la idea de muchos votantes de que las cosas iban mejor con Trump.
Estados Unidos ha llevado ahora a la presidencia a alguien con instintos autoritarios. Pero esta vez el gobierno de Trump será diferente del de 2016. Trump ya ha advertido que los primeros días de su gobierno serán especialmente duros y que movilizará a las fuerzas de seguridad contra los inmigrantes. A diferencia de 2016, cuando Trump no esperaba ganar, ahora tiene los cuadros para cubrir todas las áreas del gobierno. Ha remodelado el Partido Republicano a su imagen y semejanza. Ha llenado el Poder Judicial, incluida la Corte Suprema, con personas de su confianza. El Partido Republicano de finales de la Guerra Fría ―que combinaba el “libre mercado” inspirado en las ideas de Milton Friedman y el apoyo a una fuerte presencia militar mundial a través de la fuerza aglutinadora del anticomunismo― ha desaparecido en favor del movimiento MAGA. Trump ha invertido en cierto modo la fórmula: ha absorbido el antineoliberalismo en términos de política comercial, pero puede mostrarse en favor del laissez-faire ante las acciones de dictadores extranjeros. Ha logrado atraer a los votantes descontentos con el “sistema” a sus filas.
La lucha contra la pandemia de covid-19 y contra Trump convirtió a los demócratas en institucionalistas, pero ahora los republicanos controlan las instituciones. Trump es un necio y muchos de los que han trabajado estrechamente con él lo describen como un fascista. Y también puede ser la figura política más significativa del siglo XXI hasta ahora.
Patrick Iber es profesor asistente de Historia en la Universidad de Wisconsin. Es autor de Neither Peace nor Freedom: The Cultural Cold War in Latin America. Este artículo fue publicado originalmente en Nueva Sociedad.