La devastación causada por los ataques israelíes en Gaza y los casi tres años de guerra que comenzaron con la invasión de Rusia a Ucrania, en febrero de 2022, dejaron casi en el olvido otros conflictos que siguen arrasando distintos territorios del mundo.
Después de unos 13 años de enfrentamiento armado, Siria volvió a los titulares este mes cuando el avance de milicias opositoras, lideradas por el grupo islamista Hayat Tahrir al Sham, derrocaron al régimen instalado hace más de medio siglo por Hafez al Assad y heredado por su hijo, Bashar al Assad. Su caída marcó un punto de inflexión en una guerra interna que dejó más de medio millón de muertos.
El nuevo gobernante del país, Ahmed al Sharaa, anunció el martes que los grupos armados que tomaron el poder acordaron integrarse bajo el mando del Ministerio de Defensa. Sin embargo, persisten los combates, que el nuevo gobierno atribuye a “remanentes” del régimen anterior. Todo esto ocurre en un país que está fragmentado en distintas zonas, con diferentes identidades y autoridades locales.
Sin quiebres tan notorios, los conflictos armados siguen en Sudán, Yemen, Libia y Birmania, entre otros países.
Sudán, entre el ejército y las milicias
En 2019, Omar al Bashir, que gobernó Sudán por 30 años y es acusado de crímenes contra la humanidad, se vio obligado a renunciar al poder frente a masivas manifestaciones en su contra y presiones militares.
Se abrió entonces un proceso de transición hacia una democracia con la creación del Consejo Soberano de Sudán, creado ese año y liderado por Abdalla Hamdok, que fue nombrado primer ministro transitorio. Pero en 2021 este proceso se interrumpió. Un golpe de Estado que dieron el ejército y las paramilitares Fuerzas de Apoyo Rápido (FAR) derrocó a Hamdok.
El poder quedó entonces en manos del Consejo Soberano de Transición, en el que se instaló una disputa entre las FAR y el ejército. Cuando en 2023 las FAR pidieron integrarse a las Fuerzas Armadas y el ejército se opuso, este enfrentamiento derivó en una guerra sangrienta. El gobierno sudanés clasificó a sus exaliados como una organización terrorista y los combates se extendieron por amplias zonas del país.
El conflicto interno dejó más de diez millones de desplazados dentro de Sudán y en estados vecinos, 19.000 muertos y más de 30.000 heridos, según datos de agencias de la Organización de las Naciones Unidas (ONU).
La mitad de la población de este país del noreste de África, unos 25 millones de personas, sufre la falta de alimentos. Escasea el agua potable y el refugio, se derrumba el sistema de salud y se repiten las denuncias de que los bandos utilizan la violencia sexual como arma de guerra.
El jueves el último hospital que seguía operativo en la ciudad de El Fasher, la capital de la región de Darfur Norte, el Hospital Saudí, quedó inhabilitado por los ataques que sufrió de parte de las FAR. Los bombardeos obligaron a aquellos pacientes que podían desplazarse a abandonar sus tratamientos y huir hacia el campamento de desplazados de Zamzam y a una localidad cercana, Tauila, lugares en los que tampoco están a salvo, informó Europa Press.
De acuerdo con la ONU, los dos bandos pueden estar cometiendo crímenes de guerra. El fiscal general de Sudán, Taifur al Faté, acusa a los paramilitares de utilizar armas prohibidas, entre ellas, fósforo blanco, en “una clara violación del derecho internacional”, y de bloquear zonas para usar el hambre como arma de guerra. Según Al Faté, cerca de 250 hospitales del país quedaron fuera de servicio, y los paramilitares han atacado museos y misiones diplomáticas, además de saquear bancos.
Los combates se extienden por varias provincias del centro del país y también se reiteran en los alrededores de la capital, Jartum. Ninguno de los dos bandos se plantea negociar una solución al conflicto y los dos tienen como único objetivo derrotar a su enemigo.
El viernes 20, después de que tres trabajadores del Programa Mundial de Alimentos murieran en un bombardeo aéreo en Sudán, Stéphane Dujarric, el portavoz del secretario general de la ONU, António Guterres, manifestó que “2024 es el año más mortífero de la historia para los trabajadores humanitarios en Sudán”, con la muerte de 25 de ellos. Señaló que el conflicto que se desató en 2023 ha tenido consecuencias para millones de personas que necesitan ayuda humanitaria y también para aquellos que intentan brindársela.
Guerra interna y externa en Yemen
En 2011, durante la Primavera Árabe, Yemen fue uno de los países en los que surgieron manifestaciones masivas contra gobiernos autoritarios, en este caso, el de Alí Abdalah Saleh, que había permanecido 21 años en el poder. Como en Siria, las protestas pacíficas fueron reprimidas con violencia, pero la crisis social y política obligó a Saleh a renunciar al gobierno en 2012. En su lugar quedó el segundo al mando, Abd Rabbuh Mansur al-Hadi.
Pero la crisis continuó. En 2014, una milicia opuesta al gobierno, la de los hutíes, tomó la capital, Saná, y esta situación derivó en que distintos bandos pasaran a disputarse el control del país. Se instaló un gobierno apoyado por Arabia Saudita y Estados Unidos, que todavía está presente, pero cerca de 30% del territorio está en manos de los rebeldes hutíes, que habían participado en las protestas contra Saleh y que se vinculan con el islam chiita y con Irán.
Al igual que en otros conflictos en curso, la falta de agua potable y de acceso a la salud y a los alimentos está afectando a la población de Yemen, de la que 80% necesita ayuda humanitaria, según informó la BBC.
Parte del territorio que controlan los hutíes es una zona amplia de la costa del Mar Rojo, y desde allí han atacado barcos mercantes que transitan por el canal de Suez en una acción contra la ofensiva israelí en Gaza. Incluso han lanzado misiles contra Tel Aviv y otras ciudades israelíes.
En respuesta, han sido atacados en los últimos meses por Estados Unidos y Reino Unido, y desde el jueves por Israel. “Los hutíes también aprenderán lo que Hamas, Hezbolá, el régimen de Al Assad y otros han aprendido, y esto también llevará tiempo. Esta lección se aprenderá en todo Medio Oriente”, dijo el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, el miércoles. Al día siguiente, la aviación israelí informó que atacó infraestructuras de los hutíes en el aeropuerto de Saná, así como centrales energéticas y puertos.
Julien Harneis, coordinador residente de la ONU en Yemen, señaló que el aeropuerto de Saná es una estructura de uso civil y no militar, que tiene una ruta diaria hacia Jordania como resultado de una negociación internacional. Agregó que tampoco el puerto de Al Hodeida, bombardeado por Israel, es un blanco militar, sino que es la única vía de salida de muchos yemeníes que necesitan atención médica para dejar el país y recibir tratamiento en Jordania, señaló la agencia Efe. La propia ONU lo utiliza y por allí llega la mayoría de los alimentos y suministros médicos que recibe Yemen, agregó Harneis. En respuesta, en la madrugada de ayer, los hutíes atacaron el aeropuerto de Ben Gurion en Israel con un misil balístico.
Tanto los hutíes como el jefe del Estado Mayor del Ejército yemení, Sagheer bin Aziz, integrante del gobierno apoyado por Arabia Saudita, repudiaron los ataques israelíes en Yemen. Pero Bin Aziz responsabilizó también al líder político y religioso de los hutíes: “Condenamos en los términos más enérgicos los continuos ataques de la entidad sionista contra los intereses públicos yemeníes, y responsabilizamos plenamente al extremista Abdulmalik al Huti y a su grupo terrorista por la destrucción de infraestructuras”, dijo.
Libia partida en dos
También Libia vivió su Primavera Árabe en 2011, con protestas contra un gobierno autoritario que se extendió por 42 años, el de Muammar Gadafi. La represión a los manifestantes no le evitó a Gadafi ser derrocado. Tuvo que huir de Trípoli a Sirte, desde donde intentó gobernar hasta que fue capturado y asesinado por un grupo de opositores. Desde entonces, los grupos armados se enfrentaron en el país por el control de los territorios.
Actualmente, Libia está dividida entre un Gobierno de Unidad Nacional, con reconocimiento de países occidentales, con sede en Trípoli y liderado por Abdulhamdi Dbeiba, y un gobierno en el este, que cuenta con el respaldo del Parlamento libio, con sede en Bengasi, liderado por el mariscal Jalifa Haftar.
Este mes, la enviada especial interina de la ONU para Libia, Stephanie Khoury, anunció ante el Consejo de Seguridad una iniciativa para abrir un diálogo entre todos los actores, que dé paso a la organización de elecciones nacionales en Libia y a terminar con este conflicto. La propuesta contempla que un comité trabaje en “determinar ejes principales para la formación de un gobierno consensuado bajo los auspicios de la ONU”, y en el diálogo con distintos representantes sociales. Khoury manifestó que la situación actual de Libia “no es sostenible”.
Días antes, según Efe, dijo que la unidad de Libia está amenazada por la división política continua generada por las distintas partes en conflicto, que intentan controlar los recursos del país, y recordó que semanas atrás hubo enfrentamientos en distintas zonas, entre ellos, los de Zawiya que afectaron depósitos de petróleo.
La representante de la ONU también advirtió que si bien en algunas zonas hubo avances en materia de derechos humanos, todavía hay detenciones arbitrarias, torturas, desapariciones forzadas y ejecuciones extrajudiciales.
Birmania y los crímenes contra la humanidad
El golpe de Estado de 2021, que derrocó al presidente Win Myint y a la consejera de Estado, Aung San Suu Kyi, en Birmania, dio paso a un gobierno de facto encabezado por el comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, Min Aung Hlaing, al frente de una junta militar. A este régimen, que terminó con un inestable proceso de transición democrática que llevaba una década, se enfrentan diversas milicias que reclaman un gobierno democrático y a la vez representan distintos grupos étnicos. Cada vez más personas se unen a estas organizaciones armadas.
Los combates en Birmania dejaron más de 6.000 civiles asesinados por el ejército y 21.000 detenidos de manera arbitraria, según datos de la ONU. A la situación de crisis, se suman 3,3 millones de desplazados y 18,6 millones de personas que necesitan ayuda humanitaria.
En noviembre, el fiscal de la Corte Penal Internacional, Karim Khan, pidió la detención de Min Aung Hlaing, a quien acusa de crímenes de guerra y contra la humanidad cometidos contra la comunidad rohingya en 2017. Sospecha que pudo haber cometido los delitos de deportación forzada y persecución. Más de 720.000 personas de esa comunidad debieron dejar Birmania y refugiarse en Bangladesh.
La situación ha afectado la imagen de Aung San Suu Kyi, Premio Nobel de la Paz, que ha sido acusada de mirar para el costado frente a la persecución que sufren los rohingya y cuestionada por dar un testimonio favorable al ejército, que fue juzgado por cometer una matanza en esa población en 2017, en el estado de Rakáin. Pero no es por los cuestionamientos, sino por ser opositora al actual régimen que la líder birmana está encarcelada desde el golpe de Estado.
El jueves 19 representantes de los países vecinos de Birmania -China, India, Bangladesh, Laos y Tailandia- se reunieron con el responsable de la diplomacia del régimen que gobierna ese país, Than Swe, para tratar sobre esta crisis. Allí el representante birmano habló de convocar elecciones en 2025, pero varias veces la junta militar postergó la posibilidad de elegir un nuevo gobierno.
“Casi cuatro años después del golpe, la situación en Birmania sigue siendo desesperada. El pueblo birmano continúa enfrentándose a inmensas penurias causadas por el conflicto en curso” y “la liberación inmediata de Suu Kyi es vital para la reconciliación nacional”, dijo el ministro de Relaciones Exteriores de Singapur, Vivian Balakrishnan, el viernes 20, después de una reunión de cancilleres de la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático.
Según un informe de Unicef, entre enero y setiembre, 889 personas -28% de ellas niños- fueron alcanzadas por minas antipersonas en Birmania. Se trata de tres heridos o muertos por día. Esas armas son utilizadas en Birmania más que en cualquier otro conflicto armado, agregó.
La ONU estimó que en 2025, en Birmania, 5,5 millones de personas deberán ser asistidas por los distintos riesgos que implica el aumento de la violencia en el país.
Otros tantos conflictos
Con diferentes características, otros conflictos persisten en el mundo. En Afganistán, desde que los talibanes llegaron al poder, en 2021, la población enfrenta una crisis humanitaria grave. Además del hambre que afecta al país, la violencia del movimiento que está en el poder ha generado desplazamientos de población y sus acciones afectan en particular a las mujeres y niñas, que están excluidas de la educación y la vida pública. Tampoco han terminado los combates, que cada tanto se reavivan en la frontera con Pakistán.
En la República Democrática del Congo, decenas de milicias se disputan el poder y los recursos naturales -oro, coltán y otros minerales-, pese a la presencia de una misión de paz de la ONU.
Otro país africano, Etiopía, sufre las repercusiones de un conflicto en la región de Amhara, donde desde 2023 el gobierno, que intentó integrar a los grupos paramilitares al ejército o la Policía, se enfrenta con una milicia llamada Fano, que en el pasado fue un movimiento de protesta.
La región de Cachemira enfrenta a los dos países que la comparten, India y Pakistán, y allí están desplegados cerca de medio millón de militares. A lo largo de 2024, enfrentamientos esporádicos dejaron 122 muertos, según datos de India.
Las tensiones que no llegan a reflejarse en combates también se mantienen entre Corea del Norte y Corea del Sur, con pruebas armamentísticas frecuentes de parte de Pyongyang. También continúan las tensiones entre China y Taiwán, con ejercicios militares reiterados de parte de Pekín junto a la isla a la que considera una provincia rebelde, y con despliegues militares cerca de la zona, ejecutados por Estados Unidos, en conjunto con Japón.