Ramona Tolaba está angustiada, pero quiere decir su verdad. Las palabras brotan. La voz mantiene un tono suave durante una hora de charla hasta que la emoción gana la pulseada cuando recuerda los seis días que vivió privada de su libertad por hechos de los que se la acusa, pero con los que –jura y perjura– no tuvo nada que ver. Es una de las personas que fueron detenidas durante las protestas contra la llamada “ley bases”, el 12 de junio, cuando el proyecto era tratado en el Senado argentino.

“Nos dicen delincuentes y terroristas, pero el primer terrorista es él”, apunta la mujer, en alusión al presidente de Argentina, Javier Milei. “Dice que es un topo, que quiere destruir al Estado. Que a la sociedad no le parezca indignante eso me parece demasiado. Sin pruebas nos acusan de violentos, cuando el primer violento es él y su gobierno”, argumenta la trabajadora de casas particulares, que dejó hace 30 años su San Pedro natal, en la provincia de Jujuy, para radicarse en Buenos Aires.

Es jueves por la mañana. Ramona conversa con la diaria, 40 horas después de haber sido liberada del Complejo Penitenciario Federal IV de Mujeres de Ezeiza, luego de que la jueza María Servini determinara falta de mérito para ella y para otras personas imputadas por el fiscal Carlos Stornelli -sin describir pruebas ni hechos-, que fueron cazadas, al voleo, por las fuerzas de seguridad en Buenos Aires.

Nuevamente, la represión tuvo lugar en las cercanías del Congreso, donde la Policía Federal, la Gendarmería, la Prefectura y la Policía de la Ciudad actuaron como ese herbicida que limpia el terreno de la maleza indeseable -en este caso, de manifestantes-, de forma tal que la ley bases pudiera debatirse al interior de la Cámara alta sin más molestias que los estruendos de las balas de goma, los gases lacrimógenos o el ruido enloquecedor del Grupo de Operaciones Motorizadas Federales y del Grupo de Acción Motorizada de la Policía de la Ciudad.

Fuerzas de Seguridad cuya actuación fue reconocida, desde el gobierno de Milei, por su “excelente accionar reprimiendo a los grupos terroristas que, con palos, piedras e incluso granadas, intentaron perpetrar un golpe de Estado, atentando contra el normal funcionamiento del Congreso de la Nación Argentina”.

El compromiso de Ramona

Con 56 años, Ramona dice que estuvo en seis o siete movilizaciones. Antes del 12 de junio había asistido a la Marcha Universitaria Federal de abril, que reunió en Buenos Aires a 800.000 personas, para denunciar el ahogo presupuestario a las casas de estudio. Dice que fue porque una de sus hijas, que iba a una universidad pública, no pudo continuar por temas de trabajo; también por los jóvenes que, para costearse sus estudios, necesitan de la ayuda del Estado. Apoya la educación y la salud pública porque piensa en personas que, como ella, atraviesan una situación de vulnerabilidad, ganan poco y no pueden acceder a un servicio privado.

Sin filiación política ni amigos partidarios, se define como una persona simple, preocupada por el país. Busca aportar y visibilizar la lucha por una Argentina más justa; uno de los pocos países donde -sostiene- los niños, durante la escuela primaria, quieren ser abogados, contadores, astronautas o ingenieros, porque gozan del acceso a la educación pública.

Ella, que desembarcó en Buenos Aires detrás de su sueño: ser abogada. Que convivió, durante algún tiempo, con esa chispa, porque, en su fuero interno, siempre estuvo eso de la justicia para todas las personas, de la justicia social. “Nunca pude continuar estudiando, me estanqué, quedé en la situación en la que estoy. Pero admiro demasiado a la gente que estudia, que lucha por seguir adelante”, comenta. No sabe si estudiaría ahora. Cree que su hora ya pasó.

“¡Cómo puede ser que salga la ley bases!”

El 12 de junio se levantó a las seis de la mañana. Desayunó y salió para uno de los cuatro trabajos en los que realiza tareas de limpieza. Tomó el colectivo para el barrio porteño de Devoto. Fue al banco Galicia de San Martín y Beiró. Tenía claro que iría a la zona del Congreso. Subió a otro colectivo que la dejó en Callao y Corrientes. Se quedó chusmeando, como siempre, porque no es de estar en un solo lugar. En la Plaza de los Dos Congresos almorzó unas porciones de pizza. Se sentó a mirar. Eran cerca de las 15.30 cuando cruzó la plaza. En Hipólito Yrigoyen y Solís vio gente protestando. Como pudo se cobijó del efecto de los gases.

Habrá estado entre 20 y 30 minutos. Se retiró hacia la mitad de la plaza. Después al Burger King de Libertad y Corrientes. Se compró un café con leche y medialunas. Caminó hacia la parada del ómnibus que la llevaba a su casa. Desvió su camino. “Ese fue mi error, volver a la plaza”, se lamenta. Se preguntaba por la manifestación. Agarró su celular para filmar. Habrán pasado 15, 20 minutos. Se sentó en un banco a hablar con un hombre mayor.

-¡Qué situación tan fea! ¡Cómo puede ser que salga esta ley bases! -alcanzó a decirle el jubilado.

El zumbido de las balas selló la conversación. Ramona corrió hasta Avenida de Mayo y Santiago del Estero. Con Lucía Puglia se metieron detrás de un auto porque la Policía apuntaba sus balas de goma a la cara. Quedaron rodeadas por un pelotón de motos. Las arrojaron contra una pared hedionda junto a otros tres hombres. A Nicolás Munafó, periodista de C5N, lo sacaron a empujones cuando quiso acercarse. Además del tufo a orín que los detenidos sentían en su propio cuerpo, algo comenzaba a amasarse -y tampoco olía bien- a las 18.15 de la tarde del miércoles 12 de junio.

Amenazas policiales

Ramona calcula que estuvieron dos horas allí. Llevaba su bandera argentina colgada en la espalda. Las manos atadas con un precinto. Las de Lucía tenían tres. Había intentado hablar por teléfono para advertir a sus familiares de la situación. Uno de los policías comentó que la ley bases había salido. Estaba contento.

-¿Te gusta la ley? -quiso saber Ramona.

-Sí, igual tengo que trabajar -contestó tajante el oficial.

-¿Por qué no tenemos testigos? ¿Por qué no tenemos una cámara? -preguntó ella cuando los canales de televisión ya no estaban. Temía que le pusieran algo en el bolso, entre la ropa.

-¡Ah, querés cámaras! Ahora te traigo una -replicó el policía. Un compañero suyo filmó y fotografió a los detenidos.

-Tengo derecho a protestar, a manifestarme -indicó la trabajadora.

-¡Va a ser la última vez! -soltó el policía. A ella, que no es de confrontar, le pareció muy fuerte la amenaza del policía.

Lucía intentó cuestionar la detención. Ramona escuchó que otro policía amenazaba a la estudiante de Letras de la Universidad de Hurlingham. “¿Querés ver cómo te descargo esto en la cabeza o en el cuerpo?”, le dijeron a la joven. Y le mostraron un arma.

Peregrinar por las comisarías porteñas

Los subieron a un camión celular. Las mujeres fueron a parar al centro de monitoreo de la Policía de la Ciudad, al lado del Obelisco. Las juntaron con otras cinco mujeres detenidas durante la manifestación. Aunque el tiempo le pareció interminable, calcula que habrán estado dos horas más en ese lugar. Todas permanecieron esposadas a las bancas del móvil. El teléfono celular de Ramona comenzó a sonar. Su familia la buscaba. No la dejaron responder la llamada.

Las llevaron a la Alcaldía 15 de la Policía de la Ciudad, llegaron en la madrugada del jueves 13 de junio. El Defensor del Pueblo de la Ciudad pidió que las dejaran bajar del camión celular. En el medio se rompió el móvil de traslado. Estuvieron otras dos o tres horas más. Siempre engrilladas. Las dejaron bajar del móvil porque todas querían ir al baño. En la celda donde las alojaron había presas que gritaban. Durmieron en el piso gélido. Se taparon con los pocos abrigos que llevaban. Recién el jueves a la noche llegaron unas mantas acercadas por sus familiares. Casi no comieron ni tomaron agua.

Ramona tiene el recuerdo vívido del móvil. Como se había caído previamente, permanecer esposada a la banca del camión fue un padecimiento. El dolor en la zona lumbar era fuerte. “Sentí que era una tortura, un sufrimiento porque no podía levantarme a caminar, a estirarme. Después nos metieron a la comisaría y ahí sí pudimos movernos un poco. Siempre esposadas. Tuve la oportunidad de pararme, moverme un poco. Siempre esposadas. Estuvimos mucho tiempo hasta que nos llevaron a Comodoro Py el viernes a la mañana”, relata.

Llegaron a los tribunales porteños temprano, esposadas, para declarar. Esperaron en el camión, esposadas al banco. No probaron bocado durante la mañana. También las sometieron a una revisión médica. Las llevaron a un lugar oscuro. Pasaron de a una. Había una persona filmando para ver si tenían moretones. Les hicieron sacar la ropa, que se agacharan y se abrieran las nalgas con las dos manos. “Eso sí me pareció muy fuerte, muy traumático, invasivo de la dignidad. Es de locos que pase eso. ¿Qué puedo esconder ahí si estuve todo el tiempo esposada?”, se pregunta Ramona.

Al mediodía fueron recibidas en el juzgado de Servini. Luego, las siete mujeres fueron enviadas a una celda. Querían lavarse las manos, pero no había agua. Las llamaron una por una, nuevamente. Sofía Belén Ottogali salió en libertad. A Ramona y a las otras chicas les negaron la excarcelación. Una señora alta y delgada, que estaba con otras personas, fue la emisaria de la mala nueva.

Fueron muchas horas sentadas en el móvil, esposadas. Ramona no puede calcular cuántas. El traslado al Complejo Penitenciario Federal IV de Mujeres de Ezeiza fue entrada la noche. El arribo al Pabellón 3 del penal lo vivió como parte de una película, “donde te ponen el nombre y te sacan una foto”. Siempre estuvieron las seis solas. En la celda pudieron acceder a teléfonos. A veces lograban comunicarse; otras, la llamada no prosperaba. La primera noche no hubo frazadas. Ramona sufrió mucho el frío. Nadie durmió. A la mañana siguiente, les dieron el desayuno.

“Yo también quiero tener derechos”

Se pregunta cuándo va a pasar la pesadilla. Siente que la persiguen. Sostiene que debe hacerse fuerte en lo mental, que no puede dejarse caer. No descarta pedir ayuda psicológica. “Pensé que me agarraban, averiguaban mis antecedentes y me iban a soltar. En mi vida imaginé que iba a estar seis días detenida, interminables, que fueron una tortura. Más allá de que no sufrí violencia policial física, pero sí violencia moral”, señala. Hoy quiere olvidarse de todo. Sabe que debe seguir adelante con su vida.

“Soy una persona humilde, no puedo estar encerrada en casa todo el tiempo, tengo que salir a trabajar, ahora mismo estoy angustiada por el estrés que me generó esta situación”, dice. Aún no se comunicó con las personas para las que trabaja. “Tal vez me van a decir que no venga por todo esto de los antecedentes o se imaginen que voy a tirar piedras, qué sé yo. Pensaba comunicarme hoy [por el jueves], pero prefiero priorizar mi salud y mi familia”, asegura.

Ramona pide visibilizar el tema de las empleadas domésticas. “Siempre trabajé en negro. Hay que lograr algo para nosotras, que no tenemos derechos de ningún tipo. Cuando la gente se enferma tiene un hospital y una obra social atrás. No es mi caso. Eso me genera ganas de luchar, de decir yo también quiero tener derechos, pero como te digo, por ahora, yo no hablé con ninguno de mis empleadores”.

El incendio del móvil de Cadena 3

Agustín Hartridge tiene 40 años, se desempeña como abogado en la Fiscalía General ante la Cámara Comercial y es subsecretario letrado del Ministerio Público Fiscal, donde trabaja hace 20 años. El delegado gremial en la Fiscalía por la Unión de Empleados Judiciales de la Nación pudo ver, durante el debate de la ley bases en el Senado, cuando un grupo de encapuchados se abalanzó sobre el móvil de Cadena 3 -conducido por el periodista Orlando Morales-, zarandeó el auto hasta darlo vuelta y lo prendió fuego.

A las 15.30 del 12 de junio, aproximadamente, cruzó por la mitad de la Plaza de los Dos Congresos, desde Avenida de Mayo, y llegó caminando con su compañera hasta la esquina de Hipólito Yrigoyen y Solís, donde registraron la situación que se vivía con sus teléfonos celulares. Era un ambiente distendido, pacífico, la gente se manifestaba, cantaba, había agrupaciones, gente autoconvocada, adultos mayores, movimientos sociales.

A las 16.00 el ambiente se tensó. El abogado ubica los primeros incidentes que vio en la intersección de Entre Ríos e Hipólito Yrigoyen. “Gendarmería avanzó con infantería y empezó a tirar gases lacrimógenos sobre la gente que estaba más al interior de la plaza, hacia Solís e Yrigoyen, pacíficamente; a 100 metros de donde estaban teniendo un encontronazo con un sector minúsculo de manifestantes”, relata a la diaria.

Hartridge destaca que los gases se dispararon no hacia el grupo más revoltoso y cercano a la valla, sino hacia el lugar que ocupaban las agrupaciones políticas y los autoconvocados. Entre las 16.00 y las 16.30, se adelantó porque su pareja tenía una llamada telefónica. Entonces, observó cómo seis personas -todas con las caras cubiertas, encapuchadas- comenzaron a mover el móvil de Cadena 3, con la intención de voltearlo.

Les gritó que no lo hicieran, que era el auto de un laburante. “No me dieron pelota, se sumaron algunas personas más, también encapuchadas o con el rostro semicubierto. Voltearon el auto, y en cuestión de segundos, el coche estaba prendido fuego. Tiraron algo que a los dos segundos prendió con mucha fuerza”, relata el abogado. “Fue todo un tumulto y los que hicieron eso se dispersaron inmediatamente”.

“En ese momento, cuando el auto se prende fuego, inmediatamente me doy vuelta y voy a buscar a mi pareja, que estaba más atrás, para retirarnos de ahí, porque lo lógico era que las fuerzas de seguridad iban a reprimir o a intentar frenar esa situación. Pero nada de eso sucedió”, dice. Las fuerzas de seguridad estaban a unos 50 o 60 metros, agrega.

-¿Pudo observar algún tipo de coordinación entre los encapuchados, en sus movimientos?

-Los cinco encapuchados que vi primero fueron juntos sobre el auto. Después veo los videos de Cadena 3. Es como que se hablan y se dicen algo entre ellos y van sobre el auto. En el video se ve como que es el coche que está más alejado de ellos, no es el auto que está más próximo. Pasan por al lado de otro y después está el de Cadena 3. Creo que hay otro auto en el video. Pero bueno, voltean el de Cadena 3 y lo prenden fuego rápidamente.

Hartridge compartió en un grupo de Whatsapp que había sido testigo de la quema del auto y el secretario general de su sindicato, Julio Piumato, le recomendó hacer la denuncia. Además, se decidió a denunciar porque “ya estaba al tanto de que habían detenido gente inocente, los estaban acusando de cualquier cosa y los iban a trasladar a cárceles comunes”.

-¿Cuál es su opinión sobre las imputaciones por saltar una valla o tirar piedras?

-Es un impulso de querer contrarrestar o devolver la agresión cuando uno está pacíficamente manifestándose. Por lo cual entiendo también que hay gente detenida por tirar piedras o por querer saltar una valla, y eso no justifica que se nos acuse de terroristas. Tendrán que responder por los daños que generaron, pero no les cabe la figura del terrorismo, desde ya. Es muy lógico reaccionar violentamente cuando te están atacando y vos no hiciste absolutamente nada.

Desde hace algún tiempo, Ramona Tolaba amasa otro sueño: irse a vivir al campo, a una parcela de tierra que su padre tiene en Bolivia, lindante con Jujuy. La ciudad que la recibió hace 30 años hoy la estresa, la expulsa. Como el taller de su exmarido empezó a sufrir los embates de una economía en recesión, tuvo que quedarse para apoyar a sus hijas. Dice que su trabajo también flaquea. En algunos lugares le dijeron que ya no vaya porque no hay plata. Ramona saluda y cierra la videollamada. Sale con Paola, una de sus dos hijas, a dar una caminata para despejar la cabeza, para hacer el intento de retomar su vida, la que tenía antes del 12 de junio.