El canciller de Surinam, Albert Ramdin, fue elegido “por aclamación”, el 10 de marzo, como nuevo secretario general de la Organización de los Estados Americanos (OEA) hasta 2030. Con una larga trayectoria diplomática, Ramdin llegó a la jefatura de la OEA tras una contienda con el canciller paraguayo, Rubén Ramírez Lezcano, quien terminó retirando su candidatura por no haber conseguido los apoyos suficientes.
Durante la “campaña electoral” para reemplazar al uruguayo Luis Almagro, las divergencias entre ambos contendientes en algunos temas decisivos se hicieron ostensibles: mientras que Ramdin rechazaba las sanciones y proponía la negociación como solución a la crisis venezolana, Ramírez Lezcano planteaba que la OEA debía impulsar un cambio de régimen en Venezuela, así como en Cuba y Nicaragua. De igual forma, Ramdin se ha mostrado reacio a transformar a la OEA en una plataforma “anti-China”, al tiempo que Ramírez Lezcano se mostraba alineado con las preocupaciones de Estados Unidos, principal sostén económico de la OEA. En este marco, el apoyo de los países latinoamericanos y de la Comunidad del Caribe (Caricom) a Ramdin y la poca voluntad de Washington para tratar de imponer al candidato paraguayo sellaron la suerte de la contienda a favor del diplomático surinamés.
En su primer discurso como secretario general electo, Ramdin –quien fue en el pasado secretario adjunto de la OEA– instó a fomentar el diálogo para resolver los desafíos regionales, puso en primer plano la necesidad de actuar frente al cambio climático y prometió trabajar para que el organismo interamericano vuelva a ser relevante. No obstante, el escenario, como ya es habitual señalar, no es el más favorable: a la presión sistémica que impone la creciente rivalidad entre China y Estados Unidos se suma el retorno de Donald Trump a la Casa Blanca.
En tan sólo dos meses, el líder republicano ha dado algunos indicios concretos de su impronta internacional: rechazo al multilateralismo y amenazas de aranceles, anexiones territoriales y deportaciones masivas. Por otro lado, al sur del río Bravo los proyectos de integración y concertación regional navegan en piloto automático o languidecen hacia una virtual disolución, mientras que la polarización entre gobiernos progresistas y de (extrema) derecha consolidan la fragmentación. Dicho esto, a continuación se planean cuatro factores claves para comprender la elección de Ramdin y el futuro de las relaciones interamericanas.
1. Una gestión divisiva
Luis Almagro asumió como secretario general de la OEA en mayo de 2015, tras dos períodos del socialista chileno José Miguel Insulza al frente de la organización y Ramdin como segundo al mando. La llegada de Almagro coincidió con el declive de la llamada “marea rosa” progresista latinoamericana, el estallido de la crisis venezolana y el final del gobierno de Barack Obama.
Bajo el lema “Una OEA del siglo XXI”, Almagro asumió con la promesa de modernizar el organismo y volver a convertirlo en un actor clave para resolver los problemas del hemisferio, luego de una etapa de descrédito y surgimiento de instancias alternativas de concertación regional, como la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur) y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac). Excanciller del gobierno de José Mujica, Almagro se fue alejando del Frente Amplio y de la izquierda, con un estilo de agitador en las redes sociales.
Uno de los temas que Almagro puso como prioridad de su gestión fue la defensa de la democracia en la región. Sin embargo, el enfoque de la crisis venezolana recibió serios cuestionamientos por no haber actuado como mediador: la OEA se alineó abiertamente con la posición de Estados Unidos, apoyando los intentos de cambio de régimen en Caracas. La invocación del Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR) en 2019, con el objetivo de aumentar la presión sobre el gobierno de Nicolás Maduro, fue otro momento controvertido.
Esta decisión evidenció las divisiones internas en la OEA y la dificultad para construir consensos en temas sensibles. De hecho, la activación del TIAR generó el rechazo del gobierno de Uruguay, lo que incluyó el retiro del país sudamericano del tratado.
Otro punto controvertido de la gestión almagrista fue el accionar del organismo frente al golpe de Estado en Bolivia, en noviembre de 2019. La posición de Almagro terminó echando más leña al fuego: primero avaló la cuestionada posibilidad de reelección de Evo Morales, e incluso apareció en actos con el entonces presidente boliviano, lo que le valió el rechazo de la derecha boliviana. Pero tras las elecciones, en medio de la crisis, avaló un informe cuestionado sobre las elecciones bolivianas que sirvió como justificación para el derrocamiento del gobierno y luego no condenó con firmeza la interrupción del orden constitucional, lo que afectó aún más la credibilidad de la OEA.
Como balance, a pesar de haber logrado algunos avances en áreas como ciberseguridad y cambio climático, el decenio de Almagro terminó con críticas a su desempeño tanto por izquierda como por derecha y dejó un organismo carente de legitimidad para abordar las crisis regionales.
2. El retorno de Brasil y la puja caribeña
La segunda dimensión para entender la elección de Ramdin se vincula con la política regional de Brasil tras el retorno de Luiz Inácio Lula da Silva a la presidencia. El académico y excanciller brasileño Celso Lafer explica en su libro A identidade internacional do Brasil e a política externa brasileira (Perspectiva, 2021) que la “vocación suramericana” ha sido uno de los rasgos fundamentales de la política exterior brasileña desde comienzos del siglo XX. Como resultado de ello, Brasil ha intentado históricamente constituir a América del Sur como algo más que una expresión geográfica, transformándola en una entidad política y económica específica.
En las últimas décadas, fue durante las gestiones de Fernando Henrique Cardoso (1995-2003) y los primeros gobiernos de Lula da Silva (2003-2011) que Brasil diseñó un proyecto de política regional con epicentro en América del Sur. Un punto cumbre de este proyecto fue la creación de la Unasur en 2008. Para ello, Lula promovió la inclusión de dos países tradicionalmente alejados de la región: Guyana y Surinam, excolonias británica y holandesa, respectivamente. La idea no era concretar una unión meramente geográfica, sino configurar una entidad que fuera más allá de la conjunción hispano-portuguesa. En la práctica, eso significó que Guyana y Surinam participaran en la Unasur de manera activa. Así, por ejemplo, Guyana asumió la presidencia pro témpore de la Unasur en 2011 y Surinam hizo lo propio en 2013. La excolonia holandesa también tuvo un papel destacado en el Consejo de Defensa Suramericano y, en 2015, se incorporó al Mercosur como miembro asociado.
Ahora bien, luego de la etapa bolsonarista, en la que Brasil se retiró de proyectos regionales como la Unasur y la Celac, el tercer Lula busca reinstalar a América del Sur como un eje fundamental de la política exterior brasileña. En palabras de su ministro de Relaciones Exteriores, Mauro Vieira, la “doctrina Lula” está centrada en la recuperación de la imagen y el protagonismo de Brasil tanto en el mundo como en la región.
Como reflejo de eso, el presidente brasileño decidió el retorno de Brasil a la Celac, volvió a priorizar el Mercosur y propuso reactivar la Unasur. Si bien es cierto que varias de esas iniciativas no pudieron concretarse (el Mercosur se encuentra amenazado por la intención del presidente argentino, Javier Milei, de firmar un acuerdo de libre comercio con Estados Unidos, y el restablecimiento de la Unasur sigue en stand by), la agenda regional de Lula sigue siendo prioritaria y la elección de Ramdin debe ser leída como un logro de la diplomacia brasileña. Por el lugar que Lula ha intentado otorgarle a Surinam en la región y también porque Ramdin, al igual que el gobierno brasileño, promueve el diálogo y la negociación con el gobierno de Nicolás Maduro. De hecho, Lula aprovechó la asunción de Yamandú Orsi en Uruguay para discutir el tema con otros presidentes de izquierda de la región, buscar apoyos para el canciller surinamés y aislar al paraguayo, hasta entonces favorito.
El apoyo de los países del Caribe a la candidatura de Ramdin también ha sido uno de los factores fundamentales en la elección del nuevo mandamás de la OEA. Surinam es miembro de la Caricom, y la elección del canciller de ese país marca una intención por parte de los caribeños de tener una mayor gravitación en los asuntos interamericanos. A ello hay que agregar dos elementos más.
En primer lugar, el voto de la mayoría de los miembros de la Caricom ha sido decisivo para evitar la aplicación de sanciones contra Venezuela en los últimos años. Vale resaltar que muchos de estos países han recibido en las últimas dos décadas grandes cargamentos de petróleo subsidiado enviado por Caracas. De igual forma, aunque la Caricom está alineada con Guyana en la disputa fronteriza que ese país mantiene con Venezuela por el territorio del Esequibo, el organismo caribeño viene abogando por una desescalada del conflicto y suele remarcar la importancia del diálogo entre ambos países para asegurar la paz. En este marco, la presencia de Ramdin al frente de la OEA puede facilitar el clima de negociación, manteniendo una voz fuerte de los países caribeños.
En segundo lugar, los países del Caribe le otorgan especial importancia a la agenda del cambio climático y la coordinación de acciones frente a desastres naturales. En este escenario, el negacionismo ambiental de Trump y las declaraciones de Ramdin en favor de priorizar la agenda climática son aspectos que pueden haber reducido el apoyo de la Caricom a la candidatura de Ramírez Lezcano.
3. Trump contra todos
La tercera variable a tener en cuenta es el retorno de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos. El Trump 2.0, como muchos han catalogado al segundo gobierno del magnate inmobiliario, tiene como un rasgo distintivo una intención de abandonar definitivamente el compromiso estadounidense con el orden liberal internacional. Concretamente, esto significa dejar de promover la construcción de un mundo basado en mercados abiertos, reglas consensuadas e instituciones multilaterales. Tal como explica John Ikenberry, el orden liberal se basa (¿o se basaba?) en la hegemonía global estadounidense bajo la premisa de una “restricción estratégica”. Esto es: el hegemón logra que los demás Estados se comprometan a participar dentro del orden internacional y, a cambio, se compromete a restringir el ejercicio de su poder. De esta forma, los estados más débiles no temen ser dominados o abandonados, se benefician de bienes públicos globales como seguridad y comercio, y el Estado líder no necesita hacer un uso coercitivo de su poder para mantener el orden.
El desprecio de Trump por las instituciones multilaterales y el derecho internacional, la pauperización de la diplomacia, el proteccionismo económico, el desfinanciamiento de la ayuda al exterior, el negacionismo climático y la política de amenazas de anexión territorial y chantajes arancelarios contra sus propios aliados son algunas de las expresiones más notables del divorcio de Estados Unidos con el orden liberal internacional y sus premisas básicas.
En el caso de América Latina y el Caribe, esto dificulta la capacidad de Washington para liderar e influir sobre el continente. En primer lugar, porque desaparecen los incentivos “positivos” y las recompensas que generan consenso y queda, en su lugar, una política de amenazas, sanciones y retaliaciones. En segundo término, porque la política exterior estadounidense viene siendo cada más ideologizada y dependiente de la agenda doméstica.
Ante este panorama, se configura una política hemisférica estadounidense con tres características sobresalientes: fragmentación (con países y temas marcadamente protagónicos y otros completamente relegados); partidización (subordinada a la línea dura del Partido Republicano, en especial, del estado de Florida); y dogmatismo (la única finalidad es contener la influencia china en la región, desatendiendo los verdaderos problemas de América Latina), todo ello condimentado con la incertidumbre que añade el estilo Trump.
El perfil de Leandro Rizzuto Jr., embajador ante la OEA designado por Trump, es una expresión elocuente de las particularidades de la política de Washington hacia la región: Rizzuto Jr. es un empresario del estado de Florida ligado al sector de productos de belleza, con un único y modesto antecedente diplomático como cónsul en Bermudas y cuyo mérito parece ser el haber aportado mucho dinero al Partido Republicano.
4. La paciencia estratégica china
En cuarto lugar, está “el factor China”. Es importante destacar que uno de los temas que ocuparon las discusiones y plataformas informales de los candidatos a la Secretaría General fue el creciente rol del país asiático en la región y su relación con la OEA (China es miembro observador permanente del organismo desde 2004). Como ya señalamos, contrarrestar la influencia China es el principio rector de la política estadounidense hacia la región y, con esa meta por delante, Washington se inclinó por la candidatura de Ramírez Lezcano. El hecho de apoyar a un representante paraguayo puede ser interpretado en sí mismo como una actitud “antichina”, en tanto Paraguay es el único país sudamericano (y uno de los 12 del mundo) que no tiene relaciones diplomáticas con Pekín y sigue manteniendo estrechos vínculos con Taiwán. Además, Lezcano ha tenido una intensa actividad como canciller para fortalecer los lazos de su país con Taipéi –pese a la presión de sectores económicos, como los ganaderos, para acercarse económicamente a la República Popular China– y disipar cualquier rumor de cambio de postura de Asunción.
En este marco, la falta de apoyo que recibió el candidato paraguayo debe entenderse también como un triunfo de Pekín. Ramdin, a su vez, se ha manifestado contrario a transformar a la OEA en un eslabón de Estados Unidos en su política contra China. El día en que presentó su candidatura, el surinamés manifestó que el rol del país asiático en la región “es cada vez más importante, especialmente en términos de comercio e inversión, pero también en términos de conexiones diplomáticas”.
Frente a la política de amenazas y presiones que impulsa Trump, China ha optado por un enfoque opuesto, basado en la “paciencia estratégica”. En la práctica, esto implica persuadir en lugar de imponer, evitar interferir en los asuntos internos de las naciones latinoamericanas y apostar por asociaciones a largo plazo, aun cuando circunstancialmente haya gobiernos hostiles, como el caso de Jair Bolsonaro en Brasil o Javier Milei en Argentina. Como señala Juan Gabriel Tokatlian, China cuenta con una ventaja: ofrece muchos recursos y, al menos por ahora, exige pocos compromisos. Estados Unidos, en cambio, provee escasos recursos y exige muchos compromisos.
Corolario: ¿qué región a futuro?
La elección de un nuevo secretario general es una buena oportunidad para que la OEA recupere algo de la legitimidad perdida y vuelva a ser considerada un instrumento apropiado para resolver conflictos regionales. Sin embargo, para llegar a buen puerto tanto Ramdin como la comunidad interamericana deberán sortear algunos escollos. Uno de los principales es que la creciente rivalidad entre Estados Unidos y China presiona a los países de la región y a los organismos regionales a alinearse con los intereses de Washington.
Esta dinámica geopolítica restringe la capacidad de maniobra de los estados, empresas y demás grupos sociales latinoamericanos y dificulta la construcción de consensos. A eso se suma la forma de ver el mundo de Trump, su desprecio por el multilateralismo, las normas y reglas y su ponderación de los regímenes y organismos internacionales desde una lógica transaccional y cortoplacista. Para el líder republicano, si la relación con un país o la pertenencia a un organismo no genera beneficios económicos inmediatos, resulta prescindible. Esta visión, sumada a una política exterior basada en amenazas y chantajes, pone en jaque la confianza de los países latinoamericanos en el liderazgo estadounidense y, por extensión, en la OEA.
Finalmente, la fragmentación política y económica de América Latina, junto con la parálisis de los organismos de integración regional, debilita la capacidad de los países para actuar de manera coordinada y presentar una voz unida frente a los desafíos comunes.
Dicho esto, se puede señalar algunos elementos que podrían facilitar la revitalización de la OEA. Por lo pronto, la acción conjunta de la mayoría de los países latinoamericanos y caribeños para ungir a Ramdin representa en sí mismo un indicio alentador. Asimismo, de acuerdo con el último informe de Latinobarómetro, en las sociedades latinoamericanas existe un altísimo apoyo a la cooperación e integración regional. 83% de los latinoamericanos apoya que su país coopere con otros dentro de América Latina y 78% respalda la colaboración con el resto del mundo.
De igual forma, la mayoría de la población latinoamericana tiene una opinión positiva de Estados Unidos, con un promedio regional de 73%, lo que supera a otras potencias, como China (54%), la Unión Europea (58%) y Rusia (37%). Si bien esta medición es anterior al inicio del segundo período de Trump, todavía existe una base de apoyo ciudadano favorable para intentar revitalizar las relaciones interamericanas.
Alejandro Frenkel es doctor en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires, profesor de la Escuela de Política y Gobierno en la Universidad Nacional de San Martín e investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet) de Argentina. Este artículo fue publicado originalmente en Nueva Sociedad.