La ética de los políticos es necesaria, pero no suficiente, para que la democracia nos permita construir un país mejor. Resulta fundamental que una sociedad cuente con recursos para evitar que personas inescrupulosas la gobiernen, pero con eso no basta. La finalidad de las elecciones no es seleccionar a los más virtuosos.
Un político puede ser absolutamente incapaz de robar, mentir o procurar privilegios indebidos, y también absolutamente incapaz de administrar un organismo público en forma aceptable. Otro puede actuar con la noble intención de terminar con la injusticia, pero equivocarse por completo a la hora de discernir qué medidas de gobierno son más adecuadas para avanzar hacia el cumplimiento de ese propósito ante cada situación concreta.
La oposición, cuyo objetivo legítimo es desplazar al oficialismo del gobierno nacional, centró excesivamente sus baterías, durante un período prolongado, en cuestionar la honestidad de Raúl Sendic. Este había ofrecido, sin duda, flancos a esos ataques, pero el énfasis casi exclusivo en la ética de un solo individuo implicaba por lo menos tres riesgos políticos graves, que los acusadores afrontan ahora.
Por un lado, sacaron de escena la evaluación colectiva y política de la actuación del Frente Amplio (FA), dándole a este la posibilidad de hacer como si lo único reprochable de tal actuación fuera la presencia de Sendic en la vicepresidencia de la República. Esto fue quizá lo más fácil para partidos opositores que no se han destacado por su capacidad de convencer a la ciudadanía de que tienen mejores propuestas, y también es probable que esos partidos no hayan previsto que el FA iba a actuar, finalmente, como lo hizo, pero el hecho es que se quedaron sin libreto cuando todavía falta mucho para las próximas elecciones. Tal vez sea por esta razón que vuelven una y otra vez sobre Sendic, más allá de que merezca críticas el otorgamiento administrativo al ex vicepresidente de un subsidio que la simple lectura de la Constitución indica que no le corresponde (como no les correspondió, antes, a otros ex parlamentarios oficialistas y opositores).
En segundo lugar, al insistir de un modo tan excluyente sobre la importancia de la ética en la política, salivaron contra la ley de gravedad. Como ningún partido está libre de personas cuestionables en ese terreno, los fiscales de ayer tienen ahora a varios de los suyos en el banquillo de los acusados, y les toca el turno de exhibir, además, las miserias de la búsqueda de rédito en el degüello de correligionarios.
Por último, pero no con menor importancia, legitimaron en forma entusiasta la zona de linchamiento de las redes sociales, que no es, por cierto, el terreno más propicio para la consideración racional y prudente de las conductas. Jerarquizar ese campo de batalla (al estilo de aquellos periodistas deportivos que compiten por representar la indignación de los hinchas) puede dar resultados inmediatos en estos tiempos de posverdad y política de la emoción, pero no es una estrategia de largo plazo promisoria para la calidad de la democracia.
Evaluar si lo más importante es lograr votos también es una cuestión ética, y a veces el castigo a los pecados tarda muy poco en llegar.