La oposición uruguaya, desde el liberalismo hasta la derecha, se quedó sin ideas, sin discurso y sin proyecto. La orfandad los empuja a refugiarse en el pasado, a intentar rescatarlo en una tarea imposible. El mito histórico ofrece seguridades para las identidades jaqueadas por la realidad que no comprenden o rechazan, pero no permite avanzar. “Para un conservador todo tiempo pasado fue igual”, escribió algún politólogo silvestre y anónimo en un muro de Colombia. Una gran verdad que define la base fundante del tradicionalismo, de las derechas y del conservadurismo. Todo es permanente y sólo cambian las formas. La jerarquía y el dominio son el objetivo histórico, sí, pero en Uruguay esa historia se transformó en un refugio del que se vuelve incómodo salir.

Aquel pasado glorioso

El Partido Colorado está en decadencia terminal, entrampado en sus pasados. El apellido de su último hombre fuerte lo dice todo. En caída libre, Pedro no pudo timonear un barco al garete que sufría el lastre de su nombre y de su falta de rumbo. Su partida de nacimiento le mostraba todos los días un pasado que la derecha querría olvidar, pero que su cédula de identidad insiste en recordar. Atrapado por ese pasado y por su familia, Pedro Bordaberry fue víctima de su historia. Su retiro hunde al coloradismo que intenta rescatar los “viejos buenos tiempos”. Así, los pocos batllistas mantienen la esperanza de salvar la gloria, proponiendo reflotar la propuesta colegialista. Discusión saldada y enterrada para siempre: pretender hacer del colegiado una bandera es refugiarse en un recuerdo que jamás regresará, en un dogma batllista que se agotó hace décadas y que a nadie le importa. Mientras Fernando Amado se vuelca hacia la centroizquierda en tono de fuga, la momentánea aparición de Julio María Sanguinetti en algún barrio convocó más a los nostálgicos que a gente esperanzada en un nuevo futuro. Para el Partido Colorado, sus pasados son cadenas o el rescate de lo patético.

Diferente es el refugio para el Partido Nacional. Haber sobrevivido luego de 2004 le ofrece un plus como representante del conservadurismo que los colorados perdieron totalmente. Sin embargo, sus límites actuales, su incertidumbre sobre el futuro que no puede prever y sobre un presente que lo abruma, lo empujan a buscar resguardo en los viejos buenos tiempos.

El cambio conservador se basó en la aparición de Luis Alberto Aparicio Alejandro Lacalle Pou. La impronta aristocrática del liderazgo herrerista por la positiva no sólo estigmatiza la propuesta, la deja anclada en el pasado. El herrerismo fue siempre el lado conservador y aristocrático de la derecha uruguaya. Luis Alberto de Herrera fue, entre tantas cosas, un brillante teórico que fundó su propuesta en el elitismo y en la necesidad de mantener las diferencias sociales como virtudes. Luis Alberto Aparicio Alejandro se parapeta en este perfil y ahí se queda. No avanza ni retrocede. El hecho de que 32% de su dirigencia tenga vínculos directos con los grupos económicos lo hace el partido más vinculado al mundo empresarial, y, en consecuencia, su representante. Han mejorado; en 1900, 83% de la dirigencia blanca formaba parte de directorios de empresas y bancos, hoy son un tercio. Habría que analizar el corte de la dirigencia herrerista actual para saber cuántos líderes con poder económico tienen bancas o intendencias. Sería bueno saberlo teniendo en cuenta que el nacionalismo representó, siempre, los intereses de la Asociación y de la Federación Rural. Ante la nueva realidad, ante los temores de la izquierda, ante futuros inciertos, el refugio del pasado es lo único que resta para intentar mantener el statu quo todo lo que sea posible.

Pero se intentan vientos de cambio volviendo a la historia reciente. Jorge Gandini reflotó Por la Patria (PLP). Sin Wilson Ferreira Aldunate no hay renacimiento posible, salvo que Gandini suponga que puede ser su sustituto... hay gente que vive de ilusiones. En el acto refundacional, en el Grand Ballroom del hotel Radisson, Jorge Gandini convocó a la “rebelión” contra el Frente Amplio (FA). Hay un cambio notorio con el pasado; antes las revoluciones se convocaban en las cuchillas, hoy en el salón de un hotel cinco estrellas. Gandini, al igual que su competidor herrerista, no rescata el pasado, se protege en él. Ante la imposibilidad de dar un combate medianamente viable, los tiempos mejores de antaño y su recuerdo son, casi, una clave de sobrevivencia.

¿La alternativa de la gente?

América Latina ofrece una nueva opción conservadora: la derecha de gestión. Mauricio Macri es el paradigma de ese estilo. Una organización de tecnócratas laxa, con un liderazgo de alguien “que se metió en la política” pero no es un profesional del oficio. Sin ideología –no creen en ellas–, consideran que la realidad sólo se administra, y los más capaces lo hacen “por vos”. Usted debe hacerse a un lado para que la gestión se realice, pues la política como conflicto de intereses no existe, no vale, es sustituida por administradores duchos, que, casualmente, salen del mundo empresarial. Es el triunfo de la “no política”. Edgardo Novick es la versión oriental de esta propuesta, pero más afín con la tosquedad de Donald Trump. La simplificación invade el discurso del fundador del Partido de la Gente, con un mensaje que tiene poco de dirigente o líder.

Aunque pretenda ser nueva, la propuesta de Novick es tan vieja como la derecha. La convocatoria abstracta y general a “la gente” sintoniza con el uomo qualunque tan cara a Giovanni Gentile en los albores del fascismo. Novick, otra vez, pretende romper los mecanismos de representación y tratar directamente con “la gente”. Así, aspira a sustituir las elecciones por un concurso de méritos y llamó a presentación de currículos para candidatos a las intendencias; una gestoría seleccionará a los mejores, jamás “la gente”. Obviamente, la operación no se repetirá para la selección del candidato a presidente, que está autodesignado hace rato. Todo democráticamente.

La propuesta de esta derecha de gestión es una forma de negación. Como las derechas radicales tradicionales, niega la política porque niega el conflicto, y al hacerlo congela la realidad. Sin embargo, la propuesta no deja de ser un refugio en un pasado tan caro a Novick.

La dictadura uruguaya quiso eliminar a la política y a los políticos. Odiaba ese mundo, esa manera de gobernar y de funcionamiento de la sociedad, como todos los extremismos conservadores para los que “todo pasado fue igual”. Don Edgardo, desde su óptica empresarial y rústica, aspira a una sociedad donde gestionen aquellos que demostraron tener méritos en base al éxito, como si pudieran transfundir sus laureles personales a todo el país. En realidad, si la derecha tradicional aristocrática hace de la cuna un mérito, Novick y la derecha de gestión construyen el mérito en base a la cantidad de ceros en su cuenta bancaria. Desde esos logros buscan el sueño de gestionar sin política y que todos obedezcan. Algo tan viejo como el conservadurismo; un refugio en el pasado que hoy se adorna con marketing y dinero.

El enojo con la ineficacia y otras conclusiones

Las páginas editoriales de Búsqueda, en concreto las columnas de Claudio Paolillo, reflejan la desesperación por la inoperancia conservadora. Ante la crisis de Rául Sendic, Paolillo se lamentó de que la oposición no saliera ganadora y que, en realidad, fuera el FA el que capitalizara la caída del vicepresidente. El editorialista de Búsqueda no va más allá del lamento ante la incapacidad para sumar votos o para perfilarse a paso de vencedor después de la debacle de Sendic; ni se pregunta por qué las derechas y la oposición en general no pudieron llevar agua para su molino. Les echa la culpa a la bonanza económica, al estatismo y poco más. El editorialista no puede ir más allá de externalizar la causa, no puede admitir aciertos del FA: sería avalar al adversario. Tampoco comprende las contradicciones insalvables de la oposición.

La oposición uruguaya conjuga un sinnúmero de posiciones, desde las reformistas en clave batllista, pasando por las liberales, las conservadoras aristocráticas y las conservadoras a secas, además de otras con ciertos tintes fascistoides. Un abanico demasiado amplio, imposible de unificar en lo ideológico y en lo programático. La oposición toda y especialmente la derecha se quedaron, además, sin relato, sin épica, y se desesperanzan viendo los éxitos del FA con envidia y sin capacidad de retrucar.

Por otro lado, las tradiciones, núcleo básico de la ideología conservadora, caen en cascada, imposibles de sostenerse en un mundo cambiante y global y en un país gobernado por la izquierda. Edmund Burke, el padre del conservadurismo moderno, analizaba el papel de las tradiciones como el pilar de la estabilidad, de un “orden natural” jerárquico heredado que se reflejaba en la constitución del Estado. Así, gracias a la tradición, “recibimos, conservamos y transmitimos nuestro gobierno y nuestros privilegios, del mismo modo que disfrutamos y transmitimos nuestra propiedad y nuestras vidas”. Pero este viejo teórico monárquico y conservador, tan caro a Luis Alberto de Herrera, tenía claro que “un Estado sin medios para cambiar carece también de medios para conservarse”. La derecha y los partidos fundacionales dejaron de transmitir su gobierno porque lo perdieron, y así no pueden reproducir una parte fundamental de la tradición; sólo les quedan, socialmente, las propiedades y sus vidas, que están siendo cambiadas por la tecnología y la globalización. Ante los hechos consumados, la derecha debería operar como aconseja Burke: cambiar para conservarse. Pero en Uruguay, sin ocupar el gobierno, el cambio se vuelve un riesgo muy grande, se puede perder lo poco que se tiene y no ganar nada. La seguridad del pasado, el refugio en lo antiguo, es el único recurso para una oposición estancada y una derecha que se agota en sí misma. Sólo les queda esperar tiempos mejores.

Y tampoco pueden construir ni proponer una alternativa social atractiva. François Dubet señaló magistralmente hace poco que la intensificación de las desigualdades en Europa y el ascenso conservador proceden de una crisis de las solidaridades, entendidas como un apego a los lazos sociales que nos llevan a desear la igualdad de todos, incluida, muy particularmente, la de aquellos a quienes no conocemos. “Ante esta realidad, cuando lo social se deshace, lo comunitario, lo nacional y lo religioso se cobran revancha”. En Uruguay la oposición no puede plantar una reconfiguración de la solidaridad —se parecería mucho a su oponente—, pero tampoco puede profundizar su perfil nacionalista, comunitario o religioso; en cuanto a las dos primeras, porque la historia no les da espacio, la última porque somos laicos, gratuitos y obligatorios. Habrá que ver cómo termina el experimento evangélico de la senadora Verónica Alonso, que hasta ahora sólo tuvo consecuencias judiciales. Tampoco hay en Uruguay una zona de aquiescencia entre la derecha y la izquierda que pueda desfigurarlas y volverlas intercambiables, como sucedió en Europa con la socialdemocracia y los conservadores. La débil y entrampada oposición no puede aceptar coincidencias programáticas con el FA, corre peligro de desperfilarse aun más.

Preocupa a Paolillo que “el FA volverá a tener una gran votación, que puede volver a ganar”, pero eso no se deberá a la escasa suma de votos opositores, como supone, sino a la incapacidad que muestra toda la oposición para insertarse en la realidad, para construir una propuesta, un partido atendible, un proyecto creíble. La oleada derechista que invade el Cono Sur rodea a Uruguay de una región hostil que inevitablemente buscará incidir en el proceso político. Quizá sólo la ayuda externa pueda cambiar algo en la derecha y en la oposición criolla. Por ahora sólo les queda el pasado, un seguro refugio de sus incapacidades.