Desde comienzos de este siglo, es frecuente que los observadores externos consideren similares, entre los gobiernos progresistas latinoamericanos, las orientaciones políticas “de izquierda moderada” en Chile y Uruguay. Sin embargo, buena parte de los frenteamplistas uruguayos no siente esa afinidad. Hay argumentos para las dos posiciones, ya que los procesos políticos en ambos países tienen semejanzas notorias y diferencias importantes, pero es claro que cada una de esas dos experiencias deja enseñanzas útiles para la otra.

En términos históricos, las alianzas progresistas se han movido en formas muy distintas desde fines de los años 60. En Uruguay, el Frente Amplio (FA) fue una alianza sin precedentes con participación de los partidos Demócrata Cristiano y Comunista. La democracia cristiana chilena fue oposición durante el gobierno del socialista Salvador Allende, y cuando formó, a la salida de la dictadura de Pinochet, la Concertación que gobernó Chile de 1990 a 2010, lo hizo sin que participaran los comunistas, que en aquel país tomaron un rumbo más radical que en el nuestro y quedaron luego marginados durante décadas por las reglas del sistema electoral, pese a su peso en organizaciones sociales. Recién en la elección presidencial de 2013, la Nueva Mayoría, alineada tras la candidatura de Michelle Bachelet, reunió a esas y otras vertientes, pero durante el gobierno de esta fueron evidentes las tensiones dentro de la alianza, y en las elecciones de este año el Partido Demócrata Cristiano presentó la candidatura propia de Carolina Goic.

Estas historias, así como la presencia en Chile de varias fuerzas políticas separadas de Nueva Mayoría, que en algunos casos se pueden considerar más izquierdistas y en otros más centristas, llevan a que muchos uruguayos reivindiquen a que en nuestro país se ha mantenido la “unidad sin exclusiones” de la izquierda, como si no tuvieran significado la fractura del FA en 1989-1990, la existencia del Partido Independiente o la de Unidad Popular. En todo caso, es obvio que la invitación a José Mujica en el cierre de campaña de Alejandro Guillier obedece a que este necesita convocar, para el balotaje de este domingo con el derechista Sebastián Piñera, a una parte de la ciudadanía que se ubica a la izquierda del oficialismo.

En lo referido a las orientaciones de gobierno, es un hecho que el FA en Uruguay ha tenido, por ejemplo, mejores resultados en lo referido a la disminución de la pobreza y en la medición de la desigualdad de ingresos personales (aunque sean muy significativas las diferencias entre los más ricos y el resto de la población), pero también es cierto que en Chile, y especialmente durante los mandatos de Bachelet, ha existido una actitud gubernamental muy distinta ante cuestiones como las del terrorismo de Estado. El progresismo chileno es, en promedio, más proclive a los tratados de libre comercio que el uruguayo, pero no es que aquí falten partidarios poderosos de esa orientación, y buena parte de la diferencia se debe a que algunas decisiones viables para Chile no lo son para Uruguay, por razones de escala y geopolíticas.

Otro aspecto interesante es que los progresistas chilenos perdieron el gobierno antes que muchos de la región, y demostraron una capacidad de recuperarlo que aún está por verse en otros países. Estos y varios otros motivos determinan que el balotaje chileno de mañana sea muy importante para nosotros, y que nos convenga tratar de comprenderlo.