Cincuenta años atrás, William Proxmire, del estado de Wisconsin, intervino en el Senado de Estados Unidos en apoyo a un proyecto de ley que bajaría los aranceles a los bienes importados. Mi jefe en aquel entonces llevó consigo algunos centenares de las muchas cartas que habíamos recibido en favor del libre comercio y en apoyo al proyecto. Cada una de aquellas cartas había sido escrita por un miembro del sindicato de trabajadores de la industria automotriz. En aquel tiempo, no era difícil encontrar trabajadores manufactureros que apoyaran la agenda liberal de expansión del comercio mundial.

Pero eso fue en aquel entonces. Apostaría que muchos de aquellos que escribieron cartas instando a Proxmire a apoyar el libre comercio, y sus hijos, votaron en masa a Donald Trump, ayudándolo a ganar en Wisconsin, la primera victoria presidencial que lograron los republicanos en ese estado en una generación.

Investigaciones recientes del Centro de Investigación de Política Económica sobre el voto al brexit cuentan una historia similar. Los distritos que votaron por abandonar la Unión Europea solían ser centros manufactureros, en los que el bajo nivel educativo y los servicios públicos de mala calidad hacían “difícil lidiar con los desafíos del cambio económico y social”.

El liberalismo —y no solamente la reducción de las barreras al comercio— está hoy en problemas. Inicialmente concebido como un conjunto de valores que priorizaba los derechos individuales y la tolerancia como señas distintivas de una sociedad bien administrada, el liberalismo se abrazó luego a un modelo económico del laissez-faire que hoy pone a esos valores en cuestión. En ese proceso, ha perdido de vista los fines que una vez lo animaron. La intolerancia xenofóbica es un síntoma, y no la causa, de que el liberalismo haya perdido sus apoyos, y de que no tenga una narrativa convincente de qué fue lo que funcionó mal.

Aquellos fines del liberalismo incluían la protección de las minorías religiosas y la defensa de los débiles frente a los poderosos. Presten atención a William Pitt, miembro del Parlamento británico, explicando en 1763 el significado político de la propiedad privada: “En su casa, el más pobre de todos los hombres puede desafiar todas las fuerzas de la Corona. Su casa podrá ser frágil. Su techo podrá temblar, podrán entrar el viento y la lluvia, pero el Rey de Inglaterra, no. Con toda su fuerza, no se atreverá a traspasar el umbral de la ruinosa vivienda”.

La unión del liberalismo con un modelo económico que promueve la desigualdad vuelve improbable la posibilidad de un apoyo de este tipo. Pero rechazar el libre comercio en aras del proteccionismo sólo promoverá esta mentalidad provinciana.

John Maynard Keynes explicaba en 1926 cómo se produjo la fatídica unión del liberalismo político y el económico: “A fines del siglo XVII, el derecho divino de los monarcas dejó lugar a la libertad natural, y el derecho divino de la Iglesia, al principio de la tolerancia... el efecto —a partir del nuevo significado ético atribuido al contrato— fue el de reforzar la propiedad privada”.

La respuesta a la creciente desigualdad en términos de propiedad —“el socialismo y el igualitarismo democrático”, según Keynes— fue resultado de una “unión milagrosa” impulsada por “economistas que saltaron a la fama justo en el mismo momento en que lo hacía la idea de una armonía divina entre el intercambio privado y el bien público”. Y así, en el siglo XIX, el liberalismo asumió el laissez-faire. Su efecto fue dar poder a los ricos contra los pobres, y al mercado contra la comunidad.

En parte en respuesta al incremento de las desigualdades en términos de riqueza que se produjo en la primera mitad del siglo XX, el liberalismo abrazó la concepción moderna de democracia. Bajo la presión de los partidos socialistas democráticos y la amenaza de la revolución comunista, las élites políticas y económicas aceptaron la democratización del liberalismo: el sufragio universal se sumó a la tolerancia, a la propiedad privada y a los mercados competitivos como símbolo liberal de un buen gobierno.

A la ampliación del derecho del voto a las mujeres y a los desposeídos le siguió, entrado el siglo XX, la expansión del rol de los gobiernos. En las sociedades más liberales, las desigualdades en los estándares de vida disminuyeron y el salario real aumentó, especialmente en las tres décadas de la “edad de oro del capitalismo”, luego del fin de la Segunda Guerra Mundial.

Pero cuando esa edad de oro terminó, a mediados de los 70, las cosas empezaron a ir mal. En Estados Unidos el salario real dejó de crecer. Los trabajadores se esforzaron por mantener los estándares de vida de sus padres. Otros resistieron, adaptándose a los shocks que produjo la desregulación del mercado, negándose a abandonar a su familia y a sus vecinos para ir a buscar trabajo a otra parte, y viendo a sus comunidades decaer.

Sobre todo desde fines de los 70 en adelante, y con mayor intensidad luego de la caída del Muro de Berlín, partidos de derecha y de izquierda en muchos países adoptaron políticas para desregular el mercado financiero, el laboral, y otros. Las desigualdades económicas estallaron.

En esta mezcla explosiva, el éxito de otro proyecto liberal —integrar la economía global, incluido el proceso de migraciones sin precedentes desde fines del siglo XIX— desencadenó una reacción que había cobrado fuerza en la década anterior: una narrativa xenofóbica y provinciana que culpaba a los “otros”.

Para muchos, la historia sirvió para explicar el cierre de comercios en las avenidas principales o la situación de los trabajadores manuales que apenas se las apañaban para sobrevivir. Si se presta atención a los hechos, esta historia no es convincente. Pero en muchos países ha prevalecido, en ausencia de un relato alternativo que se enfocara en aquellos que se enriquecieron con la desregulación de los mercados.

El liberalismo generó su propia tormenta: el laissez-faire global creó chivos expiatorios para las crecientes desigualdades económicas y se produjo el declive de las comunidades que en otros tiempos estaban orgullosas de su producción manufacturera: un correlato doméstico del laissez-faire.

Con el sufragio universal, el destino de los valores liberales está ahora en manos de un amplio electorado. Muchos de esos votantes (y sus ancestros) han sido acérrimos defensores de los valores liberales en el pasado. El avance de la democracia —incluyendo la extensión del voto a los desposeídos— en los siglos XIX y XX fue impulsado por movimientos de trabajadores, pequeños agricultores, y por los sectores más pobres de las ciudades. Hoy, el apoyo activo a los más desfavorecidos es nuevamente clave para la defensa y profundización de las libertades desde una perspectiva liberal.

La unión del liberalismo con un modelo económico que promueve la desigualdad vuelve improbable la posibilidad de un apoyo de este tipo. Pero rechazar el libre comercio en aras del proteccionismo sólo promoverá esta mentalidad provinciana.

Los valores del liberalismo, hoy en peligro, correrían mejor suerte en una sociedad comprometida con la defensa de los más débiles y vulnerables, como lo hizo el primer liberalismo, y comprometida en defender a la gente de las inseguridades económicas que inevitablemente acompañan a una economía cosmopolita y tecnológicamente dinámica.

Samuel Bowles. Economista, profesor emérito de la Universidad de Massachusetts

  • La versión original de esta columna fue publicada en Boston Globe, en inglés. Publicación en español autorizada por el autor. Traducción: Natalia Uval.