Cuando el emir Hamad bin Jalifa al Thani, de 61 años, entregó el poder a su hijo Tamim bin Hamad al Zani, de 33, fue algo más que una simple sucesión. El pequeño y rico emirato, productor de gas licuado y sede de la cadena de televisión Al Jazeera, buscaba un lugar en el mundo, ser un actor reconocido por lo menos regionalmente, que actuara en la resolución de las tensiones que cruzaban al mundo musulmán. Su ubicación geoestratégica habilita esa posibilidad. En medio de Arabia Saudita e Irán, con amplias costas en el Golfo Pérsico, comparte con Teherán el mismo y valioso yacimiento de gas. Ofreció su territorio para que Estados Unidos construyera su más importante base en la región y, ahora, permitió a Turquía edificar su base catarí, de manera que Ankara tendrá, por fin, un pie en el Golfo; una paso inicial para sus sueños de restauración imperial, o por lo menos para llegar a un facsímil decoroso. El giro pro islámico del gobierno de Recep Tayyip Erdoğan necesita de nuevos amigos con base religiosa y dinero. Qatar ofrece las dos cosas, así que la alianza militar y política tiene un aderezo confesional muy útil para ambas partes. Asimismo, los militares turcos, tan celosos de la laicidad impuesta por Mustafa Kemal Atatürk, tienen una base en el Golfo que los empodera, Erdoğan gana apoyo en los cuarteles y neutraliza la posibilidad de un golpe contrario a sus intenciones políticas y religiosas. Qatar es una buena ayuda para su aliado antisirio. El pueblo kurdo tiene ahora una nueva preocupación.

País wahabita, y por tanto afín a la casa saudita, su posición y su riqueza le permiten a Tamim bin Hamad al Zani realizar un juego pendular entre sus vecinos, y complementa su política de vaivén con el apoyo y el amparo a los más diversos personajes y corrientes políticas y religiosas. Viven su exilio en Doha: el egipcio Yusuf Qaradawi, teólogo de los Hermanos Musulmanes, que cuenta con un popular programa en Al Jazeera, Sharia y vida; Ali Sallabi, prominente islamista libio sunita, y el líder de Hamas Jaled Meshal, un chiita pro iraní. No menos importante es la relación de Tamim y su padre con Hezbolá. En 2006 fueron recibidos como héroes en El Líbano, en agradecimiento a la reconstrucción de las zonas bombardeadas por Israel. Así también la amistad con el líder musulmán tunecino Rachid al Ghannuchi posicionó a Qatar en un lugar preferencial en el país que precipitó la “primavera árabe”. A estos amparos debemos sumar el apoyo del príncipe Tamim y su padre a las revueltas desde 2011, llegando a financiar a guerreros y yihadistas de las más diversas corrientes, ayudando así a las caídas de Hosni Mubarak y Muamar Gadafi y colaborando de manera activa con las guerrillas contrarias a Bashar el Assad.

La política pendular y de amplio espectro, tarde o temprano, causaría algún problema.

Qatar y Arabia Saudita tuvieron extraños feligreses en su ruta. La financiación del yihadismo wahabita les creó compañías no muy aconsejables en el marco de la recomposición de Medio Oriente. Es probable que Riad y Doha en algún momento pagaran las facturas de Al Qaeda; no hay duda de sus apoyos logísticos y económicos a los opositores en Egipto, Túnez, Libia, Siria y Egipto, pero esos respaldos a la “primavera árabe” terminaron siendo apoyos al Estado Islámico en sus diversas formas y a grupos fundamentalistas impresentables. El buen nombre del wahabismo, encarnado por las casas reales de Qatar y Arabia Saudita, estaba en el mismo escalón que el terrorismo, pero la casa Saud pudo tomar distancia gracias a sus volteretas y a la benevolencia de su aliado de siempre, Estados Unidos. La ocupación de Baréin para que no cayera en manos del chiismo, y su guerra en Yemen contra los aliados de Irán, mejoró la imagen de los dueños de Aramco (la petrolera estatal saudita) y del mayor yacimiento del mundo. Luego, el silencio mediático sobre el papel de Arabia en la guerra siria y en el crecimiento del Estado Islámico limpió el rostro del rey Salmán bin Abdulaziz. Qatar, en cambio, tenía otros problemas difíciles de solucionar.

El emirato mantiene una buena relación con Irán. Si bien apoyó la invasión saudita a Bahréin, compartir el mayor yacimiento de gas licuado con la teocracia chiita obliga al príncipe Tamim a llevarse muy bien con su vecino. Algo inadmisible para la casa Saud, que ve al peor enemigo en ese país desde la época persa y, mucho más aun, desde la revolución del ayatolá Ruhollah Jomeini. Pero además de cuestionar sus amistades regionales, Al Jazeera es el gran satán para todos sus vecinos.

No es la primera vez que Qatar tiene problemas con sus socios y con el vecindario. En 2002 casi todos los países de la Liga Árabe protestaron formalmente contra la cobertura de Al Jazeera. Jordania, Arabia Saudita, Kuwait, Túnez, Libia y Marruecos retiraron en algún momento sus embajadores de Doha. En ese entonces muchos gobernantes ni siquiera saludaban al emir Hamad bin Jalifa al Thani. En 2010 la casa Al Thani intentó terciar entre Occidente y el Talibán y llegó a ofrecer una sede para las negociaciones en Doha, desplazando del tablero al resto de los países árabes que aspiraban a ser mediadores. Poco después fue parte en el conflicto palestino, dejando a un lado a Egipto, para furia de Mubarak. Wikileaks reveló la irritación del dictador egipcio, que se trasladó años después al actual, Abdelfatah al Sisi. “Egipto está decidido a impedir cada iniciativa que Qatar proponga durante su presidencia de turno de la Liga Árabe, incluyendo propuestas que son incluso del interés nacional egipcio […] El jefe de la Misión [Adham Naguib] dijo que las intromisiones de Qatar en Sudán y Palestina, y la cobertura virulenta de Al Jazeera contra Egipto fueron las principales causas de la ira de los líderes, incluyendo el presidente Mubarak. Preguntado sobre las acciones puntuales que había tomado Qatar en Sudán contra los intereses de Egipto, Naguib aceptó enseguida que en realidad no había habido ninguna. El pecado de Qatar, aclaró, nace del solo acto de meterse en el patio trasero de Egipto”.

Al Jazeera es el toque final de la irritación de reyes, emires y dictadores. Todos conocen la influencia política de los medios; aún reverbera en la memoria de gobernantes y gobernados la palabra de Abdel Nasser transmitiendo en onda corta La Voz Árabe Libre, con sus discursos radicales y antiimperialistas que sedujeron a los sectores populares pero también —y ese es el peligro— a oficiales jóvenes de los ejércitos que se encargaron luego de cambiar la historia. Ahí están los testimonios de Siria, Irak y Libia y, en cierta forma, la simpatía de Hussein de Jordania con la prédica del “rais”. Los países árabes no pueden permitir que se repita algo similar, no ya gracias a una radio en onda corta, sino por una televisora digital que se capta por aire y por internet. La solución es que desaparezca, y pronto. La “primavera árabe” así se lo impone a los gobernantes de Medio Oriente, y a Estados Unidos también.

En una de las primeras reuniones del ex vicepresidente de Estados Unidos Dick Cheney con el emir Hamad bin Jalifa al Thani, una voluminosa carpeta con el título “Al Jazeera” iba a ser el objeto de la charla. “No tengo nada que ver con eso, hable con los productores de la cadena”, dijo el anciano emir, mientras se levantaba pesadamente para dar por terminada la reunión. Quizá fue en ese momento que el establishment estadounidense juró venganza contra la emisora que mostró la masacre en Irak y las torturas en Abu Ghraib. Por algo George Bush estaba convencido de bombardear la televisora. Lo persuadió a último momento Tony Blair, que esquivó las respuestas cuando los periodistas cataríes lo interrogaron sobre el tema.

Sin duda, Estados Unidos quiere su revancha. La visita de Donald Trump a Arabia Saudita coincide, casualmente, con el inicio de la hostilidad contra Qatar. ¿El presidente estadounidense dio su aprobación a la escalada? Es muy difícil no sospecharlo, teniendo en cuenta, además, el odio de Trump a los medios que lo cuestionan. Lo que no puede hacer en casa lo advierte a la distancia, autorizando el ataque a Al Jazeera.

¿Qué viene ahora? Arabia y sus aliados presentaron un ultimátum a Qatar en el que exigen el cierre de Al Jazeera, la ruptura con Irán, el final de la cooperación militar con Turquía y el cierre de su base. En otro numeral demandan al emirato admitir su apoyo a los terroristas e indemnizar a los países perjudicados. Buscan satelizar el país imponiendo la alineación “con otros países árabes y del Golfo militar, política, social y económicamente, así como en asuntos financieros”, mientras que exigen la repatriación de los asilados políticos.

El lunes 3 de julio vence el plazo para que Qatar acepte este ultimátum. Sabemos que Tamim bin Hamad al Zani dirá que no, o por lo menos será ambiguo, con la intención de abrir una negociación o ganar tiempo de alguna manera. ¿Están dispuestos Arabia, Egipto, Emiratos Árabes y Bahréin a empezar una escalada política o militar contra Al Jazeera, perdón, Qatar? Si Estados Unidos dio su aprobación, como se sospecha, poco podrá hacer el emir contra la base norteamericana que tiene en la puerta de su casa.

El reloj comenzó su cuenta regresiva. Siria, las armas químicas supuestas o no, y la amenaza de Washington de un escarmiento ejemplarizante, distraen la atención de este pequeño país sede del Mundial de Fútbol 2022. Un raid veloz, como el que sucedió en Bahréin, puede volver a pasar desapercibido. Al Jazeera se callará para tranquilidad de reyes, emires y dictadores. El nasserismo 2.0 será silenciado. ¿Qué viene después? Hay un país que se llama Irán, y es amigo de Bashar el Assad.