Después del Hiroshima de 2015, llegó el Nagasaki de 2017. Los resultados electorales de este domingo revelan un fracaso del espacio opositor argentino. Porque perdieron (perdimos) políticamente todos. Todos los peronismos: el kirchnerista (que no dio su batacazo bonaerense anunciado), el massista, el puntano, el cordobés y el pampeano. Resumiendo: esos “gobernadores peronistas” que la prosa periodística invoca como poder detrás del poder pueden ser un tigre de papel. Un tufo a Primavera Árabe ahí. Y también las “socialdemocracias” realmente existentes, como manifiestan el derrumbe del socialismo santafesino y de la candidatura de Martín Lousteau en la ciudad de Buenos Aires. Incluso la izquierda trotskista permaneció lejos del crecimiento que esperaba. Todos lejos de sus expectativas.

Subyació entonces en el análisis opositor preelectoral un cálculo: no tanto el de lo bien que se hicieron las cosas para ganar, sino el de lo mal que las hizo el gobierno para perder. Economicismo, realpolitik y astucia sociológica armaban el rompecabezas. Pero el gobierno salió airoso. Muy airoso.

Toda elección es presidencial

“Toda elección es presidencial”. Un tuit del Coronel Gonorrea que condensa la experiencia argentina en términos de elecciones de medio término, y que, a la vez, pone en evidencia “el elefante blanco en el living” que el oficialismo en la campaña ocultó. Es el principio de la Navaja de Ockham: la explicación más sencilla tiende a ser la más verdadera. Y es que esta primera elección desde el 10 de diciembre es una evaluación del desempeño nacional del gobierno de Cambiemos y de su presidente, Mauricio Macri. No un concurso de popularidad de la gobernadora Vidal, ni una encuesta de “campañas políticas comparadas”. Pura y sencillamente, una pregunta sobre el experimento de Cambiemos en el poder.

El macrismo aprobó su bautismo de fuego como oficialismo. En una nueva apuesta al “purismo” amarillo (y pese a que lo empiojó el conteo de votos para tener tres horas triunfalistas en el prime time) logró un empate técnico con sabor a victoria en la elusiva y castigada Provincia de Buenos Aires, en donde compitió virtualmente sin candidato contra las dos veces presidenta y tantas veces ganadora en el distrito Cristina Fernández de Kirchner. Un kirchnerismo en versión pura también, ciudadana, pero que puede afirmar al menos su presencia electoral en algunos de los principales distritos del país (empatador en la provincia de Buenos Aires, ganador en Santa Fe, perdedor en Santa Cruz, Ciudad Autónoma de Buenos Aires y Córdoba) y una idea de unidad política, más de lo que pueden jactarse tanto el Partido Justicialista como el Frente Renovador de Massa. El quid de la cuestión remite a que tras el Peronexit (la decisión de Cristina de presentarse por fuera del Partido Justicialista), el kirchnerismo ya no parece poder sintetizarse con otros. Como dicen las barras de fútbol: “No hacen amistad”. Lo demuestra el hecho que de haber competido con Randazzo dentro del marco de las PASO, hoy podría contar con sus votos como suyos “automáticamente”. Prefirió no hacerlo, y con eso liquidar hasta la ficción de una “casa común” en la que poder resolver y procesar una oferta de poder real para 2019, cuanto menos. Al final, a la oposición le faltó política.

El grueso del peso de la responsabilidad opositora recae sobre el peronismo, único “universo” político con peso específico en gobernaciones y legislaturas, en la calle y en los sindicatos. Pero su fragmentación y atomización nacionales, junto con la ausencia de liderazgo que bloquea la posibilidad de una síntesis (“nadie quiere liderarlo”) impiden hablar de un peronismo más que como una aspiración. La profunda crisis que lo atraviesa no es sólo electoral: es también ideológica, de prácticas, de formas de organización. Una crisis orgánica. El massismo, ese hijo no reconocido, otea y ve, como manchas impresionistas, algo de ese siglo XXI, de esa necesidad de modernidad, de nueva síntesis. Sin embargo, su escala y sus propias limitaciones organizativas le impidieron conducir de manera solitaria ese proceso.

¿Qué riesgo corre el peronismo? Convertirse en una suerte de Unión Cívica Radical sin Propuesta Republicana (PRO) a la vista. Ingresar a su era de panperonismo. En el ambiente se respira una nueva forma de antiperonismo, basado en el deseo de una experiencia no vivida. Si la democracia es una sucesión de desafíos, de preguntas y respuestas, estamos ante una nueva, formulada sin ninguna inocencia: ¿se puede gobernar sin el peronismo? No tanto en la comprobación de un programa, sino en la confirmación de una “formalidad” que sostiene una suerte de pacto tácito (sólo el peronismo construye gobernabilidad, el no peronismo es helicóptero).

El kirchnerismo se preguntó: ¿se puede gobernar con Clarín en contra? Alfonsín se preguntó lo que se respondió Menem: ¿se puede gobernar la Argentina con el ejército vencedor de su “guerra sucia” subordinado al orden civil? Cambiemos modula un desafío: ¿se puede gobernar sin el peronismo en la cuarta década democrática? Para eso, invoca una supuesta raíz autoritaria, corporativa, permanente, que frustró a Alfonsín, por ejemplo (“¡le hicieron 13 paros generales!”). A su modo, sobre algo de eso se hizo eco la propia Cristina con su Unidad Ciudadana. Hay algo así como una sensibilidad hacia el débil que el gobierno explota. Es un gobierno al borde de la ley, es un gobierno que devolvió poder a las fuerzas de seguridad, es un gobierno que llegó al poder, en parte, para devolverlo, devolverlo a su cauce natural (anular la ley de medios, sacar retenciones, etcétera). Esa tercerización muestra débil “lo político”. ¿Marketing? Es ese. Debilitar lo político es su fuerza dominante. Y en ese juego expone al peronismo como el macho alfa de lo político que debe ser democratizado, civilizado. Así, vuelve la pregunta: ¿podemos gobernar sin el peronismo? ¿Nos dejarán? Busca el socorro de la sociedad con el “más débil”.

Volver a empezar

La cuestión de la nueva oposición va de la mano de lo que será la cuestión política de los próximos meses y años, de confirmarse los resultados de las PASO en octubre. El pueblo argentino les votó hegemonía, su 1985-1993-2005, y por ende les otorgó la capacidad potencial de realizar verdaderas transformaciones y a la vez intentando poner voluntad en su debilidad política aparente, en esa suerte de “gobierno sin relato” al que el antimacrismo, con la potencia simbólica del progresismo, relata más. A efectos de su microsegmentación, el macrismo parece narrado centralmente más por sus otros. Pero ya no será la minoría o el “accidente” histórico (del que hablaba Carlos Pagni) el subterfugio para su inacción.

Se asistirá probablemente a una concentración del poder inédita en la historia argentina: nunca antes el poder de los votos, del Estado y de la Clase habían estado reunidos en torno al mismo grupo de personas. Único partido nacional, la transición del PRO al Partido Autonomista Nacional. La chilenización social y política de la Argentina. ¿Qué hará el gobierno con tamaño poder? ¿Mantener el “gradualismo” hasta lo que se pueda, por aquello de “equipo que gana no se toca”? ¿O empezar su verdadero gobierno, el de Mauricio Macri, el de las “reformas estructurales”? ¿Ha terminado ya la transición desde el populismo?

¿Y cómo se hace oposición? Si se trata de copiar algo del PRO, resulta infinitamente más interesante el ejemplo de la construcción de un proyecto serio y sostenido en el tiempo (los 20 años que van desde el primer Grupo Sophia hasta el domingo pasado), antes que tratar de instrumentalizar a los ponchazos las fórmulas mágicas del duranbarbismo. Quedó demostrado que replicar y apretar el botón de F5 de 2015 político sólo produce el mismo resultado electoral que en ese entonces: la victoria del PRO. Dicen que decía Einstein que la definición de locura es intentar mil veces lo mismo esperando un resultado diferente.

En esta elección se cumplieron dos constantes que vienen desde 2013: subestimar la estrategia electoral de Cambiemos y sobreestimar la potencia electoral peronista. La oposición constituida por un elenco de políticos que deciden no hablarse o que si se hablan lo hacen sólo entre gallos y medianoches, que alambran sus porciones, más fanáticos de explicarse a sí mismos o a sus fuerzas que a la sociedad, puede parecer decepcionante. Y a la vez esa mezquindad política sólo podrá mostrar aun más un problema: la fuerza principal de Cambiemos se sostiene en la fragmentación opositora.

Pablo Touzon y Martín Rodríguez

Una versión de este artículo fue publicada en Panamá (panamarevista.com).